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La campaña contra los abusos del derecho de admisión es inútil en la práctica

La intención era buena: poner fin a los, abusos del derecho de admisión que se producen con frecuencia en los locales de moda. El pasado 20 de mayo, la Comunidad de Madrid y la Unión de Consumidores de España emprendieron una campaña para acabar con la indefensión de los jóvenes. "Actúa". "En caso de abuso, pide la hoja de reclamaciones". "Si te la niegan, acude a la poficía". Las recomendaciones, plasmadas en un folleto azul, son tan claras como inútiles. Cuatro miembros del Consejo de la Juventud y tres periodistas de EL PAÍS lo pudieron comprobar en la noche del pasado viernes. Las lagunas legales y la falta de información convierten el folleto en papel mojado.

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Se mojó el papel de tanto enseñarlo en las puertas de los bares Llovía sin parar y el folleto edita. do por la Comunidad de Madrid y la Unión de Consumidores para acabar con la utilización iniscrimada del derecho de admiión quedó hecho un guiñapo, Igual que aquellos concienciados que intentaron, el viernes, poner en práctica sus consejos.Allí estaban, enfundados en vaqueros y zapatillas deportivas, informales, pero bien aseaditos, el presidente y el gerente del Consejo de la Juventud de la Comunidad de Madrid, el gerente del Consejo de la Juventud de España, el director del Centro Regional de Información Juveil, una representante de la Diección General de la Juventud y tres periodistas de este diario. Armados con el folleto, iniciaron la expedición.

El pub Hanoi, en la calle de Hori-aleza, fue el primer destino. Era zemprano: las doce de la noche. El local estaba casi vacío y el grupo no desentonaba excesivamente. Tras un pequeño tira y afloja con el encargado, las puertas se abrieron.

Siguiente parada: el bar Torero, en la calle de la Cruz. En la puerta hay un tumulto. Paco Torres, un ingeniero cordobés ("de Puente Genil") se encara a tres matadores vestidos de negro, uno con coleta y pendiente y dos morenazos con patillas. "¡Sí no me dejáis entrar, me dais el libro de reclamaciones. Tengo derecho, aquí lo pone!", dice blandiendo el folleto azul que le acaban de pasar los expedicionarios, a quienes tampoco se deja pasar. La esfinge ojea el tríptico. "Tú no estás dentro del local".

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El cartel del derecho de admisión que cuelga en la puerta excluye a borrachos, provocadores y a los que visten ropa deportiva o zapatillas sucias, todo ello en aras de "las características de este local en cuanto a estilo, categoría, ubicación y precio". (Lo de la ubicación conmueve a los agraviados: una calle plagada de prostitutas baratas y drogadictos, y pared con pared con un sex shop tan grande como un supermercado.)

Paco y su gente cumplen los requisitos. Van bien vestidos. Puede que no modernos, pero sí muy correctos."El aforo está completo", anuncia la esfinge, mientras abre la cadena a un grupo de italíanos y a una pandilla de chicas guapas. "¿Y ésos?". "Son clientes habituales".

El primer consejo del folleto ha fracasado: la empresa no va a dar las hojas de reclamaciones. Siguiente paso: avisar a la policía. Así se hace. Es la una y cuarto de la madrugada.

En la puerta del local, entre tanto, siguen las discusiones. "¡Vámonos, Paco, peor para ellos, ésto les da publicidad!". "Yo no me muevo", contestaba, empapado, el ingeniero. "No te amargues la noche. Les caerá una multa de 1.000 duros que compensan con nuestras copas".

El grupo de los agraviados era variopinto: junto a Paco y su gente, Leonor y Suzanne no daban crédito. "Hemos venido con dos amigos. A nosotras nos han dejado pasar y a ellos les han cortado el paso. Al preguntarles por qué, me han empujado", explicaba Leonor. "Suzanne ha bajado y ha visto que el local no está lleno". Para Thomas, un turista neoyorquino, todo era nuevo. "Les he saludado y me han dicho que sólo podía entrar con invitación".

Una patrulla de la Policía Municipal pasa por la calle. No para. Mientras, hay gente que sale y entra. Exactamente 57 personas, según las cuentas de José Gimbel, director del Centro de Información Juvenil de la Comunidad. Algunos llevan ropa vaquera igualita que la suya. Otros, zapatillas, y no muy limpias.

Al cabo de media hora, otra patrulla, esta vez del Cuerpo Nacional de Policía, se acerca al local. Los agraviados les hacen parar. Los agentes no saben qué hacer. "Si quieren, pongan una denuncia en comisaría", dicen. Al final, convencidos por los jóvenes, entran en Torero. Los matadores se ponen firmes. Al fondo se oyen las explicaciones de alguien: aforo lleno. Paco se da por vencido. "Esta campaña es inútil", musita.

En la comisaría de la calle de la Luna, los integrantes de la expedición aguardan su turno para presentar una denuncia. Hay que esperar a que los agentes de la patrulla redacten el informe. Son las dos de la mañana. A las tres y veinte pasa el primero.

"Aquí vienen varios casos de éstos cada noche. Nosotros les recomendamos que vayan a la Oficina del Consumidor, porque aquí tramitamos las denuncias si ha habido agresiones", comenta un policía. Los jóvenes muestran el folleto, cada vez más roto. El agente se lo lleva al inspector jefe. "Somos primerizos en esto", dice desconcertado. Al final, los jóvenes redactan la denuncia a mano y los policías la sellan. "Se la pasaremos al comisario a ver adónde la quiere mandar".

A las cuatro y media, con el gaznate seco, el grupo abandona la comisaría. Ya no quedaban ganas para tomar una copa.

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