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Tribuna:
Tribuna
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íFranco!, ¡Franco!,

Probablemente, al pedirme que escriba sobre Franco en ocasión de su centenario, ha entendido el director de EL PAÍS que, a estas alturas, podría ser interesante lo que a propósito de él diga uno que sufrió en carne propia la ferocidad de su poder; y yo mismo, con la distancia del tiempo y la frialdad mental de los muchos años, he considerado interesante a mi vez aprovechar esa distancia y esa frialdad para someterme a prueba semejante. Creo que puedo hacerlo sin incurrir en el fácil denuesto ni en la obvia denuncia del tirano, reacciones que en cierto modo lo magnifican y que, por vía negativa, constituyen una manera de reverenciarlo. Mi escasa propensión a experimentar los efectos de esa erótica del poder de la que tanto se habla hoy me libra de rendirle al "anterior jefe del Estado" ni tan siquiera ese dudoso homenaje. La fascinación que el poder suele ejercer sobre las gentes les hace ver a quien de él se- encuentra investido como un dios o, alternativamente, como un monstruo. ¿Sería sensato admitir que, tras voluntad soberana que tanto alcanza y de la que tanto depende, pueda no encontrarse una criatura de desmesurada grandeza, de energía descomunal, de talento superior, de una magnanimidad sobrehumana o de una infernal perversidad; en fin, eso: un dios o un monstruo? Y, sin embargo, abundan en todo el mundo los hombres poderosos, mientras que, en cambio, el genio político es fenómeno muy infrecuente. Con demasiada reiteración muestra la historia ejemplos en que el imponente aparato del Estado funciona por pura inercia, y no del todo mal, bajo gobernantes de incompetencia notoria, sin que sea raro que a veces se encuentre manejándolo también el vesánico o el imbécil: Suetonio nos ofrece con su Vida de los doce césares un muestrario clásico. Trataré, pues, de diseñar, según yo lo veo, el perfil del hombre cuya persona asumió y concentró en nuestro país el poder público durante tan largos años.Cuando ya se ha alejado en el tiempo y las nuevas generaciones de españoles apenas si quieren saber nada de él, ¿cuál será la imagen con que Franco se nos dibuja en las páginas de la historia? Su época conoció figuras gigantescas de los más diversos caracteres: Mussolini, Stalin, Hitler, Churchill, F. D. Roosevelt, De Gaulle... A su lado -y más que un juicio de valor es esto casi una comprobación óptica-, Franco aparece como un enano. Lo menguado de su estatura política no puede atribuirse a la circunstancia de que el país cuya dominación ejercía tuviera un peso relativamente menor en el mundo contemporáneo, ya que la guerra civil había colocado a España por un momento en el centro de la historia universal; y, por lo demás, tampoco faltan ejemplos de personalidades políticas que supieron rebasar sus parvos dominios irguiéndose por encima de ellos. De otro lado, desde el lado de la grandeza negativa, la impiadosa crueldad de que el Caudillo dio tan evidentes muestras durante la guerra y después de su victoria no es de por sí rasgo que revele siempre y en todo caso las profundidades abismales de un alma negra: puede ser tal vez mero resultado de una estólida insensibilidad. Ni para bien ni para mal, proyecta su figura una imagen de grandeza; antes bien, da la sensación de grisura, de apagada y anodina mediocridad.

Y, sin embargo, este hombre, de voz nada viril, de ademanes mecánicos y de tan insignificante apariencia, fue capaz de detentar en España un poder indisputado, personalísimo y omnímodo durante el abrumador lapso histórico que va desde la guerra civil hasta el momento de su muerte, llegando incluso a sostener la pretensión, felizmente frustrada, de que este dominio suyo perdurase todavía después de muerto. Cabe, pues, preguntarse cuáles fueron las especiales dotes que sin duda hubo de poner en juego para llegar a tan notable resultado. Pensar en facultades intelectuales superiores sería vano, pues el modesto repertorio de las ideas de Franco no es para nadie un secreto: tenemos el testimonio de sus allegados, pero sobre todo los documentos en que él mismo lo dejó evidenciado. Cuando no simplonas, ramplonas o hasta extravagantes, como las que inspiraban su absurdo temor a la masonería, las convicciones que integraban su equipo mental correspondían con bastante justeza a las creencias pacatas de la clase media conservadora de aquel entonces. No hay que pensar, pues, en dotes intelectuales extraordinarias para hallar una explicación plausible de su exitoso arte de gobierno, sino más bien en unas prendas de carácter que resultaron ser en su día perfectamente adecuadas a las circunstancias. Entre esas prendas de carácter cuyo ejercicio le permitió instalarse en la cúspide y perpetuarse en ella, creo que se destaca por encima de todo la de una astuta cazurrería. Como "malicioso, reservado y de pocas palabras" describe el Diccionario al cazurro, y no me parece que ninguna descripción convenga más que ésta al hombre que con indefectible destreza supo manejar a su propia conveniencia los hilos de las ajenas ambiciones, codicias y apetitos -y también aprovechar las ajenas inadvertencias y torpezas, y las miserias morales- de la gente de su alrededor a lo largo de tantísimos años. Dejando aparte su habilidoso maniobrar durante el desconcierto de los primeros momentos de la sublevación hasta haber logrado alzarse con la autoridad suprema entre los facciosos, no hay duda de que el modo como luego supo torear a Hitlert fue lo que se dice una faena de mano maestra. En lo único que sus adversarios han solido coincidir, para sorpresa mía, con sus partidarios es en reconocerle el mérito de haber mantenido neutral a España durante la II Guerra Mundial (para sorpresa mía, digo -y lo digo entre paréntesis-, porque el resultado de ese mérito, aparte de sostenerlo a él en el Gobierno, no fue otro sino postergar en 20 años la reincorporación de nuestro país al restablecimiento y consiguiente prosperidad europea). En todo caso, si merece aplaudirse la celebrada pericia maniobrera de Franco frente a Hitler, es como lo que en efecto fue: un despliegue de cazurrería digno del más avezado cacique pueblerino.

Tácticas posteriores del mismo jaez le permitirían, concluida aquella guerra con la derrota de quienes en la previa contienda española habían sido sus patronos, conseguir ahora que los vencedores le permitieran a él, a costa del lazareto en que por lo pronto quedaba encerrada España, seguir detentando el poder sobre su pueblo. Y de ahí en adelante, toda su acción de gobierno, año tras año y decenio tras decenio, estuvo encaminada al mismo Fin: perdurar en el poder.

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Se dirá, y es muy cierto, que tal es siempre el propósito, incluso el deber, de cualquier gobernante, sean cuales fueren los medios de que se valga para lograrlo; y no hace falta haber leído a Maquiavelo en su libro de El príncipe para estar al tanto de ello. Pero el maquiavelismo deriva de La política de Aristóteles, y ésta es a su vez parte de su Etica, que nos enseña cómo tras los medios debe haber un fin digno, y cómo sólo es gobierno legítimo aquel que se inspira en un concepto del bien público, y no en el interés particular del gobernante. En cuanto a Franco, ese concepto del bien público respondía a un ideal de inmovilidad, tácitamente acorde con el pensamiento tradicionalista (adaptado -eso sí- a la conveniencia personal de quien no tuvo escrúpulo en proclamarse "Caudillo de España por la gracia de Dios"); ideal traducido en el empeño de imponerle al país una política cultural que eliminase de su suelo todo vestigio de modernidad. Pero esto, con calculada astucia, con una cautela prudentísima, sin arriesgar jamás un movimiento que pudiese quedar fallido; y, al mismo tiempo, resignado a desprenderse de esa política si las

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Francisco Ayala es escritor, miembro de la Real Academia Española.

¡Franco!, ¡Franco!

Viene de la página anteriorcircunstancias la hicieran impracticable, pues lo que ante todo le importaba era conservar el mando supremo. Así ocurrió, en efecto, cuando se vio forzado a sacrificar la autarquía económica aceptando, aunque fuese a regañadientes, el prograrna de liberalización; liberalización ésta que implicaba perder parte del control ejercido por su régimen sobre una sociedad civil que, a través de esa brecha, empezaría a escapársele de entre las manos. Ello suponía renunciar a las convicciones, pero de ningún modo a la posición de su personal preeminencia.

Respecto de esas convicciones, quisiera precisar que el calificativo de fascista aplicado al gobierno de Franco me pareció siempre inadecuado, a no ser como dicterio descalificador; en ninguna manera, como definición conceptual de su carácter. La verdad es que, por temperamento, por mentalidad, por ideas (si de ideas puede hablarse en su caso) y aun por el propio talante personal, Franco estuvo siempre en los antípodas del fascismo, aunque su astucia de cacique aldeano le hiciera servirse -me parece a mí que con visible desgana y hasta repugnancia- de la parafernalia del fascismo que en Europa prevalecia por entonces, y que en España misma constituyó uno de los elementos aglutinantes para luchar contra la República; pues el totalitarismo del régimen amalgamado por Franco era más bien él peculiar de un integrismo tradicionalista. Su Caudillo hacía el saludo romano con muy poca gracia, y maldita la gracia que debían de hacerle -sospecho-, por más que le adularan, las multitudinarias aclamaciones de "¡Franco!, ¡Franco!"; pues' para él y para sus afines, las muchedumbres en la calle al estilo mussoliniano o peronista serían más bien objeto de desdeñosa aprensión. El ademán heroico, la retórica revolucionaria y el auténtico espíritu aventurero del fascismo, que él -supo desactivar enseguida, inmovilizando al Movimiento y convirtiéndolo en un ritual de gestos vacíos, debían de repugnar al tradicionalismo vagamente ideológico y al conservatismo de alicorto pero eficaz realismo a que su gobierno respondía.

Instalado éste sobre las ruinas de una España devastada, donde más de la mitad de sus habitantes había quedado sometida a la represión más dura en calidad de enemigo vencido, las mafias caciquiles de un hombre mediocre pero astuto fueron bastante para prolongar su personal dominio durante un tiempo tan dilatado como para dar lugar al crecimiento de nuevas generaciones, con cambios sociales internos tras de los cuales la muerte del Caudillo daría paso no a lo que él creía dejar "atado y bien atado", sino a esta democracia que estamos viviendo.

Desde la perspectiva actual, el régimen franquista puede ser evocado con el malestar que a la mañana siguiente deja una pesadilla; o al menos así es como yo lo recuerdo. Y quizá lo más penoso de todo sea comprobar que, a fin de cuentas, el cuadro de tantos horrores estuviera presidido no por una personalidad demoniaca, sino por un hombre anodino.

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