_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El pecado de mirar

Fernando Savater

A partir de los acontecimientos de Mayo del 68 hicieron fortuna en Francia varias publicaciones satíricas, animadas por las peores y más alegres intenciones. Mi favorita durante años fue Hara-Kiri, semanario que se proclamaba orgullosamente bête et méchant. Para quienes vivíamos en la España franquista y padecíamos diariamente una dieta ético-política de verdad bête et méchant, la lectura estimulantemente clandestina de Hara-Kiri representaba no una tópica ráfaga de aire fresco (sólo los boy scouts estaban entonces obsesionados con tal ventilación), sino una bufarada de la tónica pestilencia del mejor Roquefort. Gracias a Reiser, Wolinski, Cavanna, el profesor Choron y.demás atroz familia, Hara-Kiri mezclaba groserías, guarradas y provocaciones contra todos los estamentos sociales o asociales: empezando por curas, militares y políticos, desde luego; pero siguiendo después por bromas crueles sobre homosexuales, feministas, minusválidos, minorías raciales, yo qué sé... Era la publicación más political incorrect que imaginarse pueda. La gente seria de izquierdas la detestaba, y la gente seria de derechas procuraba cerrarla a poco que tuviese ocasión. Quienes por higiene nunca nos hemos frotado demasiado con gente seria de izquierdas o derechas sabíamos que en el fondo eran buenos chicos- y disfrutábamos con Hara-Kiri. Tiempos ingenuos y despreocupados, de complaciente obscenidad...La pirueta libertaria de Hara-Kiri no me vuelve hoy a la memoria por simple chochez (aunque esta hipótesis nunca puede ser descartada del todo), sino por cosa de los anuncios. Lo mejor para mi (mal) gusto de aquella revista eran sus anuncios, por supuesto falsos, parodia desvergonzada de las fotos satinadas que soportaban la publicidad de calité. Es imposible concebir mayores marranadas que las de aquellos auténticos falsos anuncios, donde lo suculento era reemplazado por lo vomitivo, lo lujoso por lo cutre, lo ternuristapor lo sádico, y, en general, lo fino y distinguido por lo desaforadamente puerco. ¡Ay, queridos anuncios de Hara-Kiri, toute majeunesse! Lo curioso ya entonces era lo fuertes que resultaban, incluso publicitariamente hablando: no sólo se hacían más inolvidables que los auténticos (nunca se volvía a ver uno de los anuncios parodiados sin superponerle mentalmente el de Hara-Kiri), sino que muchas veces apetecía perversamente más lo falsamente anunciado que el producto o el comportamiento propuestos por la publicidad oficial. Y así llegamos por fin a la campaña publicitaria de Benetton, -que es de lo que ahora quería hablar.

Los anuncios de la firma italiana no son, por supuesto, atrocidades sarcásticas como los de Hara-Kiri. Al principio sólo jugaban con imágenes ligeramente inconvenientes o chocantes sobre el tema de la contraposición de colores: un cura besando a una monja, un recién nacido antes de perder el cordón umbilical... Uno de los más controvertidos en su día fue, sorprendentemente, el que mostraba esposados a un blanco y un negro. En Estados Unidos, los political correct de turno protestaron: la imagen de un negro detenido contribuye al clima de linchamiento moral que convierte a toda persona de color en presunto delincuente. Se les hizo notar que nada en el anuncio indicaba que el detenido fuese el negro (¡en el caso de que se tratase de un policía y un preso, lo que la estilización de la foto no hacía demasiado obvio!). Peor aún, respondieron los disconformes: la figura del negro se presentaba como la de un potencial represor, un esbirro al servicio de la coacción social. Esta línea argumental muestra uno de los vicios característicos de la paranoia antiobscena de todas las épocas: la proyección sobre la imagen de fantasmas culpabilizadores que el inquisidor tiene por evidentes, aunque bien pudieran brotar de su propio psiquismo retorcido. La interpretación simbólica del anuncio (negros y blancos esposados por la necesidad de convivencia, quizá condenados a entenderse por el destino común) correspondía a la imagen tanto o más que las derogatorias señaladas, pero no fue tomada en cuenta porque no autorizaba protestas gremiales.

La última campaña es más provocativa (alentada, sin duda, por la polémica que acogió anuncios anteriores): fotografias de un asesinado por la Mafia siciliana, o de un soldado en el desierto con un hueso humano en las manos, o... la agonía de un enfermo de sida rodeado por el duelo de sus parientes. ¡Ah, no! ¡Basta ya! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Esos anuncios violan el más sagrado principio de la publicidad, el deber de unir la marca comercial a imágenes de un falso universo sonriente, hedonista y despreocupado. Pero ¿no llevamos años escuchando que tales escenas estereotipadas son enganos comerciales encubridores de la dolorosa realidad del mundo? Sin embargo, ahora resulta que el anunciante no tiene derecho a presentar imágenes desapacibles para vender su mercancía. ¡Qué horror, ganar dinero con el dolor humano, dicen columnistas, reporteros y sociólogos que escriben puntualmente sobre los males de este mundo sin olvidar nunca cobrar por su útil trabajo de denuncia! ¡Qué abuso, la provocación de mal gusto con fines pecuniaflos' claman los artistas de éxito inconformista acusados por los censores bienpensaiites del mismo delito! Para todos ellos, desde luego, sería desmovilizador que el anuncio de Benetton demostrase crudamente que el sufrimiento también vende...

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Las fotografilas de la campaña Benetton no exhiben ninguna escena de las comúnmente llamadas, inmorales, ni dan pie para suponer que sus autores alientan a la comisión de crímenes de ningún tipo. De hecho, se trata de ilustraciones gráficas como las que vemos todos los días en la prensa, aunque desde luego no en anuncios. Por tanto, son las proyecciones subjetivas sobre las imágenes las que aportan el escándalo. La foto del agonizante, por ejemplo:. unos dicen que puede contribuir a la marginación de los pacientes de sida, y otros, que va a > trivializar en exceso esta terrible enfermedad. ¿En qué quedamos? ¿Se habría dado el mismo rechazo si se hubiera empleado la imagen como promoción de una campaña de solidaridad con las víctimas de dicha dolencia, lo que bien hubiese podido ocurrir? Se le reprocha a Benetton utilizar esas escenas dolorosas con fines comerciales. ¡El comercio, ganar dinero, qué horror, habráse visto! Pregunta: ¿qué es peor, mostrar los males del mundo como reclamo de ventas o esconder los males del mundo y mostrar falsos paraísos para atraer compradores, como hacen los comerciantes normales? ¿Son malos todos los anuncio!, cómo dicen en el presente apuro revisitadores de antiguas epilepsias teóricas?

Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior

Mostrar paraísos o infiernos como publicidad de lo que debemos querer o temer: ¿es cosa tan exclusiva de nuestro siglo? ¿No aparece llena toda nuestra tradición pictórica europea de cielos beatíficos, avernos sobrecogedores, triunfos radiantes, mutilaciones y torturas, bodegones, vanitas, etcétera? Y siempre, no lo olvidemos, por encargo, es decir: con muy precisa y propagandística intención... La campaña de Benetton suscita muchas preguntasestéticas, pero poco tiene que ver con los usos menos atribula dos de la palabra ética: pues lo propio de la ética no es reme morar los prejuicios, sino orientar los juicios. Es muy respetable que muchos consumidores se sientan repelidos por ese tipo de anuncios y decidan no comprar nunca nada producido por la firma italiana. También es lógico que algunos consideren de mal gusto el vídeo en que Hervé Gibert filmó sus últimos días o las fotografías vigorosamente provocativas de Robert Mapplethorpe. Pero ya es menos lógico conceder a nuestros political correct de turno el derecho a establecer sin más ni más lo que van a ser día tras día los nuevos pecados de la mirada. Comenzamos la historia gráfica del siglo con la navaja surrealista del Perro andaluz cortando un ojo y haciendo cerrar los suyos conespanto a toda la burguesía de la época; sería bastante ridículo acabarla con un clamor de indignación ante la imagen naturalísima de un recién nacido o de un moribundo. Sin duda, la publicidad de Benetton nos obliga a plantearnos cuestiones relacionadas con nuestros gustos y disgustos, así como con la difícil libertad que nos remite sin cesar a ellos. ¿Es eso lo que nos humilla: el que la publicidad supuestamente entontecedora suscite cuestiones más interesantes que las tonterías milveces repetidas de muchos artículos de fondo? Un filósofo de lo más actual, Richard Rorty, ya se lo esperaba cuando dijo: "No encuentro ninguna diferencia útil entre la propaganda y el uso de la razón". Lo que asombrará indebidamente a quienes se formaron en Vanguardia Proletaria y El Mensajero del Corazón de Jesús, pero no a quienes maduramos leyendo Hara-Kiri.

F. Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_