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La particularidad de Cataluña

Con sorprendente frecuencia leemos mordaces intercambios como los que tienen lugar entre J. A. Gabriel y Galán y Joan Ferraté acerca de la relación entre Cataluña y el resto de España, denominado de muy diversas formas, como Castilla, o el Estado español, o, hace unos años, el imperio hacia Dios. Se puede recurrir a múltiples agravios para alimentar esta polémica: los términos nacionalidad, autonomía y autodeterminación; el uso del idioma catalán en instituciones públicas; los métodos de recaudación de impuestos y de reparto de beneficios; el protocolo para las visitas de personalidades extranjeras y en importantes acontecimientos culturales; las insinuaciones (a veces bastante imaginativas, pero en las que, no obstante, se cree firmemente) relativas a los motivos a los que obedecen los ministros del Gobierno español y de la Generafltat, etcétera.Me propongo escribir acerca de la relación, en el seno de la Monarquía democrática, entre Cataluña y la España castellana a la que en en adelante me referiré simplemente como España. Mi tesis general es que, a pesar de las apariencias locales en sentido contrario, dentro de una perspectiva general europea, la relación entre Cataluña y España ofrece uno de los ejemplos más positivos de la construcción de nuevas formas de soberanía política y sensibilidad cultural compartidas.

Desde los tiempos de la Revolución Francesa y hasta la aparición del fascismo y el comunismo en los años veinte, los conceptos de libertad política, de nacionalidad y de sentido del Estado estaban estrechamente identificados entre sí en el pensamiento europeo. En el caso de Italia y Alemania, unificadas en 1870, las nuevas monarquías parlamentarias, sin ser del todo democráticas ciertamente, ofrecían una mayor libertad individual y un sentido más profundo de los valores nacionales y del orgullo cultural que los regímenes a los que reemplazaban.Pero la creación de otros nuevos Estados -Grecia, Serbia, Bulgaria y Rumania en el siglo XIX; Polonia, Lituania, Letonia y Estonia después de la I Guerra Mundial- fomentó el orgullo nacional y el poder político colectivo de la mayoría de la población en cada uno de esos Estados, pero dejó a las minorías nacionales tan mal como estaban antes y no garantizó libertades políticas a nadie.

Por consiguiente, a mediados de la década de los veinte ya no era posible identificar la creación de nuevos Estados con las causas de la libertad individual ni con las de los derechos de las nacionalidades minoritarias. Este hecho, sumado a los horrores del nazismo y del estalinismo, creó una nueva sensibilidad europea en relación con los derechos humanos, entre los cuales estaba el derecho de las minorías, o de las naciones sin Estado, a organizar su propia vida sin verse oprimidas por el Estado -o Estados- del que eran parte. Pero los principales Estados democráticos de la era posterior a 1945 -el Reino Unido y Francia- estaban también muy centralizados, y con bastante hipocresía se mostraban reacios a considerar siquiera que los galeses, los escoceses, los bretones, los saboyanos y, Dios nos libre, los vascos y los catalanes del sur de Francia tal vez no estuvieran muy contentos con su situación durante la Cuarta y la Quinta Repúblicas.

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En este punto es donde la situación de Cataluña me parece ejemplar. Desde finales del siglo XIX, y hasta el día de hoy, ha habido un progresivo aumento de la conciencia nacional y especialmente un renacimiento dela lengua y la cultura literaria catalanas. Al mismo tiempo, Cataluña ha seguido siendo, y sin duda seguirá siéndolo, una región bilingüe, un país que recibe una fuerte inmigración procedente de Aragón y del sur de España. Las principales fuerzas políticas, tanto de la derecha no-revolucionaria (Lliga Regionalista antes de la guerra civil y Convergència i Unió desde el final de la dictadura de Franco) como de la izquierda no-revolucionaria (Esquerra Republicana durante la época republicana, PSC-PSOE e Iniciativa per Catalunya desde la restauración de la Generalitat), siempre han luchado por una mayor delegación de poderes dentro de España. Con la excepción de algunos momentos de fantasía revolucionaria generalizada (1916-1919) y de los padecimientos de la guerra civil (1936-1939), los líderes políticos y la opinión pública catala,na han sido abrumadoramente más partidarios de la autonomía que de la independencia.

Puesto que España era un Estado menos centralizado que Francia, y dado que la República contaba entre sus líderes con algunos verdaderos hombres de Estado, sobre todo Manuel Azaña e Indalecio Prieto, el Gobierno republicano negoció un estatuto de autonomía en 1932 que sentaba el precedente, el modelo, de una nueva división de la autoridad entre los Gobiernos central y regional. La política exterior, las Fuerzas Armadas, la moneda, la ciudadanía y los derechos y deberes del individuo eran dominio del Gobierno central. La cultura, la sanidad, la educación, la infraestructura local, y las leyes de la familia, el matrimonio y lapropiedad, eran competencia de la Generalitat y de los ayuntamientos. Los dos idiomas eran igualmente válidos para cualquier fin, y las fuerzas de orden público debían compartir sus competencias en una forma que no acabó de decidirse durante el breve periodo republicano, y que sigue sin decidirse del todo, ni siquiera durante la monarquía democrática que empezó en 1978.

Si uno se fija únicamente en las nada intelectuales polémicas que mantienen los intelectuales, en el victimismo del "Madrid tiene la culpa" o en las afirmaciones acerca de "el Estado español" por parte de políticos castellanos, andaluces y extremeños, podría llegarse a la conclusión de que mis párrafos anteriores se refieren a un ideal totalmente abstracto. Pero si se compara la situación real con el implacable centralismo de Francia, por un lado, y con la situación absolutamente lamentable de las nacionalidades sin Estado en todo el territorio que hasta hace poco era la esfera de influencia soviética, por otro, la relación entre Cataluña y España no parecerá en absoluto negativa.

Ciertas características de la situación española han favorecido el desarrollo de este nuevo modelo, incompleto pero potencialmente muy positivo, para el reconocimiento de las necesidades nacionales sin la proliferación de nuevos Estados. Es cierto que Cataluña tiene una cultura tan diferente de la de la España castellana como, por ejemplo, la de Dinamarca de la de Noruega. Pero Cataluña, a lo largo del último milenio, ha sido demográficamente débil en comparación con sus vecinos franceses y castellanos, y también ha estado fragmentada políticamente, en el sentido de que valencianos y mallorquines, aunque culturalmente próximos a Cataluña, nunca han querido ser gobernados desde Barcelona. De manera que la supervivencia de Cataluña como tal ha dependido siempre de su disposición a llegar a compromisos pragmáticos, es decir, al pactismo, característico de sus clases gobernantes desde principios de la Edad Media.

El mérito del actual potencial constructivo corresponde también al Gobierno de Adolfo Suárez y al recientemente fallecido, y aún más recientemente criticado, Josep Tarradellas, que personificaba la legitimidad de la Generalitat republicana y que convenció al Gobierno de Suárez y a los principales partidos políticos de Cataluña de que la restauración de la Generalitat era la condición esencial para la renovación pacífica de la autonomía catalana.

Quisiera terminar este artículo con la esperanza de que los políticos españoles en general sepan ver más allá de los conflictos diarios sobre quién va a dar la mano y en qué orden a los dignatarios extranjeros que en su país aniquilan a la oposición cuyos millones deseamos sean invertidos en Madrid y Barcelona. Uno de los desafios políticos realmente importantes del presente y del futuro inmediato es el establecimiento de nuevas relaciones consensuadas en los territorios con poblaciones mixtas. A este respecto, no se ve casi ningún signo esperanzador en el mapa de Europa en su conjunto, y, en España, ETA sigue impidiendo el desarrollo pacífico de la autonomía vasca. Pero en Cataluña la República emprendió, y la Monarquía democrática está manteniendo, un esfuerzo enor memente satisfactorio por equilibrar las reivindicaciones de la autoridad central del Estado con las necesidades de las nacionalidades históricas. Y se está consiguiendo sin bombas ni extorsiones, y sin proliferación de nuevos Estados, cada uno con su propio Ejército, su propia moneda, sus propios enclaves de minorías oprimidas y sus propias reivindicaciones históricas sobre los territorios vecinos.

Gabriel Jackson es historiador.

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