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La línea de flotación

Enrique Gil Calvo

Cuando el fantasma que recorría Europa era el del comunismo, los marxistas podían creer que la nación era un invento burgués, destinado a ocultar la división en clases sociales. Pero el fracaso del comunismo ha disuelto la conciencia de clase: ya no hay proletarios ni burgueses, sólo ciudadanos libres, dispuestos a autodeterminarse. Así, abolida la clase social, resurge la nación como unidad creíble de acción colectiva: y es ahora el nacionalismo el fantasma que recorre Europa, amenazando con disolver y multiplicar todas las fronteras convencionales.Lo cual tiene mucho de mimetismo audiovisual: cuando cualquier Rambo se suicida tras ahogar a 15 negros en un pantano de Alabama, enseguida le surgen variados imitadores, ansiosos de compartir su efimera celebridad. Y este efecto de aldea global, cada vez más amplificado por los medios de masas, es sin duda el responsable de que los conflictos locales adquieran enseguida resonancia planetaria. Un ejemplo reciente lo tuvimos con la guerra de Irak, que produjo en Europa tantas divisiones internas como una guerra civil propia: mucho más en España, donde hasta los colaboradores de prensa nos liamos la manta a la cabeza. Y otro tanto sucede ahora con la disolución de la antigua Unión Soviética, que está provocando un efecto de eco en nuestras nacionalidades históricas, disparando de nuevo la disparatada polémica de la autodeterminación. Por supuesto, en cuestiones como ésta conviene ser muy prudentes para no echar leña al fuego. Pero sí cabe reflexionar con algo de sentido común para tratar de situar el problema en sus justos términos.

Un efecto perverso del síndrome de aldea global es que todo lo homogeneiza, haciendo que parezcan análogas situaciones y circunstancias que no sólo son objetivamente distintas, sino además heterogéneas: irreductibles, por tanto, al mismo denominador común del nacionalismo irredento. No voy a entrar en el análisis histórico de las diferencias específicas entre Cataluña y Lituania, pongamos por caso. Pues lo que pretendo alegar es que, incluso en el caso de que las circunstancias históricas fuesen estrictamente análogas, nos seguiríamos hallando ante fenómenos incomparables entre sí. Simplificando, mi argumento se reduce a esto: el nacionalismo emergente en el este de Europa es un hecho funcionalmente positivo, capaz de ejercer consecuencias favorables y efectos beneficiosos; en cambio, el nacionalismo residual que reverbera como un eco entre nosotros resulta un hecho disfuncional, capaz de ejercer sobre todo contraproducentes efectos perversos.

¿Por qué supongo que el nacionalismo puede ser funcionalmente positivo en la vigente situación del este de Europa? Si me lo parece así es porque, dado el actual vacío político, social y económico en que se hunden sus poblaciones tras la disolución de las incapaces instituciones soviéticas, el nacionalismo puede resultar el único agente catalizador eficaz para movilizar las iniciativas y reactivar las potencialidades de su tejido social. No es éste el lugar indicado para extenderse en el análisis de las funciones del nacionalismo. Pero, muy sintéticamente, cabe resumirlas en tres. Ante todo, el nacionalismo es el motor cultural del mercado económico: Ernest Gellner es el autor contemporáneo que mejor explica esta dimensión. Y dada la necesidad que tienen las poblaciones soviéticas de crear, integrar y consolidar sus mercados, el nacionalismo puede resultar un eficaz catalizador. En segundo lugar, el nacionalismo está en el origen del surgimiento de una potente sociedad civil.

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Durante la perestroika, los sociólogos advertíamos que el efecto más perverso de los 70 años de totalitarismo comunista fue la desarticulación de la sociedad civil: sin tejido social, sin asociaciones voluntarias intermedias, sin instituciones privadas, no puede haber mercado ni Estado modernos. Pues bien, el nacionalismo, en la medida en que surge como fuerza social de oposición y resistencia al despotismo totalitario, sí es capaz de hacer emerger una cada vez más pujante y autónoma sociedad civil: el fracaso del golpe de Estado soviético del pasado 19 de agosto lo evidencia así. Por último, y en tercer lugar, el nacionalismo es la única fuerza política capaz de hacer creíble la legitimidad de la autoridad pública. Paul Veyne ha revelado la doble naturaleza que debe poseer el poder para ser eficaz: la instrumental, capaz de obligamos coactivamente a cumplir la ley, y la expresiva, capaz de hacerse respetar hasta el punto de que le obedezcamos espontáneamente; sólo es buen jefe quien sepa mandar porque sabe hacerse amar. Pues bien, las nuevas autoridades públicas que surjan en los países del este de Europa precisan revestirse, mucho más que de poder fáctico, de legitimidad y autoridad moral; y sin una tradición democrática de cultura cívica a sus espaldas, ¿qué otro principio, aparte del nacionalismo, podría revestir al poder de autoridad moral?

Ahora bien, ninguna de estas funciones puede ser prestada por el nacionalismo en el oeste de Europa, donde hace ya mucho tiempo que el mercado, la sociedad civil y la legitimidad democrática del poder se consolidaron. Por el contrario, en Europa occidental el nacionalismo resulta disfuncional para el mercado, ya que tiende a desestabilizarlo y contingentario cuando más necesario resulta su crecimiento, su apertura y su internacionalización; es disfuncional para la sociedad civil, ya que tiende a segmentarla y dualizarla, haciéndola xenófoba y excluyente, y es disfuncional para la autoridad pública del poder legítimamente constituido, en la medida en que socava la seguridad jurídica al anteponer la voluntad plebiscitaria sobre la representación democrática y el imperio de la ley. Por eso en Europa occidental el nacionalismo resulta minoritario y residual. Excepto en España, donde todavía sobrevive gracias al papel en cierta medida positivo (por su reforzamiento de la resistencia opuesta por la sociedad civil contra la dictadura franquista) que jugó durante la transición a la democracia: pero hoy sus efectos negativos (tanto por su deslegitimación del orden constitucional como, sobre todo, por su desestabilización económica, en un país que necesita crecer para poder absorber el inmenso desempleo generado durante la transición) superan con creces a los residuales efectos positivos.

Frente a este análisis que juzga al nacionalismo por sus consecuencias puede sostenerse otro, fundado en el voluntarismo: el nacionalismo podrá ser útil y funcional o no serlo, pero,

Presentación] Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

La línea de flotación

en cualquier caso, es, luego tiene derecho a autodeterminarse, sean cuales fueren sus consecuencias futuras. Y esta postura es hecha coincidir con el fundamento mismo de la modernidad, basada en la libertad individual. El mercado libre y la sociedad civil, basados en la espontaneidad de la iniciativa privada, exigen la libre autodeterminación de todas las conductas. El ciudadano, no menos que el consumidor, es soberano, y debe poder decidir libremente. Por tanto, el nacionalista tendría tanto derecho a ser disfuncional, y a equivocarse, como el consumidor o el ciudadano.Sin embargo, el derecho a la propia autonomía no impone el deber de independizarse, igual que el derecho individualista a la propia intimidad tampoco obliga necesariamente a ser insociable. Para ser libre hay que elegir y trazar una línea, marcando hasta dónde autodeterminarse y, desde dónde autolimitarse. ¿Y bajo qué criterio se puede trazar esa línea? En principio, bajo el criterio del propio interés racional: midiendo las consecuencias futuras y advirtiendo qué conviene más (en términos políticos, económicos y sociales), si autodeterminarse o autocontrolarse. Ahora bien, ¿acaso los principios del liberalismo no protegen el derecho de libertad de acción incluso a costa del propio interés, posibilitando el derecho a autoperjudicarse? Y de igual forma, ¿no podrían reivindicar los nacionalistas su derecho a autoperjudicarse, prefiriendo, por ejemplo, empobrecerse como independientes antes que progresar y enriquecerse como dependientes? Quizá, pero sólo si su acto de soberano autoperjuicio no perjudicase a los demás vecinos (lo que resulta muy difícil, en esta época de interdependencia económica). Y ésta es la principal disfuncionalidad del nacionalismo: la de causar víctimas ajenas. Stuart Mill lo dejó muy claro: la libertad de autoperjudicarse está estrictamente limitada por la prohibición de perjudicara los demás. Se debe ser libre hasta de suicidarse. Pero nunca. si para ello se elige hundir el barco en que se viaja con los vecinos, quienes, haciendo uso de su libertad, quizá no deseen ahogarse.

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