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Albricias parásitas

Consumido ya el encefalograma plano de las pasadas elecciones, se ha abierto ahora la inevitable estación del cambalache y chalaneo. Ni la reiteración de los analistas ni el tedio de los votantes parecen recoger, sin embargo, esa viñeta de fuego que nimbó de crispada autenticidad el día de los comicios. Me refiero a la Guardia Civil escoltando a siete gitanos que optaron por votar en el pueblo jienense de donde días atrás los habían expulsado -a ellos y a otros- con peligro de su vida. El hecho no refleja sólo, y otra vez, el atroz e hipócrita racismo de la sociedad española, sino el cinismo que su casta dirigente -sus políticos gestores- revela y patentiza. La fuerza púlica -loh sivileh-, que un poco antes permanecía cómplicemente pasiva frente al atropello, es ahora requerida para que ampare lo que de verdad interesa allí al señor Corcuera: los votos y sus castillos de naipes. Y es que el fetichismo de la urna llena no es asunto de juego: con torpe retórica franquista declaraba Felipe González, al cerrar su mitin sevillano, cómo una mujer había exclamado ante él que ahora, al fin, ya podía comer flilete. ¿Qué más se puede pedir? Que voten protegidos los gitanos, aunque los quemen un día antes o después, y que el clientelismo de las peonadas funcione. La política es populismo, y el populismo se convierte en inversión y ahorramiento del discurso. Lo crucial es votar este o aquel eslogan, para que se embote aún más el pensamiento cívico y cobre nuevos bríos la maquinaria obscena de unos mandarines así legitimados: "¡Nos han votado, protestones!". Por eso, la abstención es el íncubo maligno que todos han de exorcizar y sobre el que predican los más dispares dicterios: no votan ni los muy ricos ni los muy pobres, ni las clases medias de los domin gos (o de los jueves), ni los se guidores de la huelga sindical, ni los indiferentes. La culpa de la abstención -la abstención siempre es culpable: ¿no podrá serlo un día la participación?- está en el Otro, que es muy Mío y muy Tuyo, porque en él mora nuestra latente existencia como administradores y nuestras ansiadas mayorías. Los cálculos son los cálculos, y muchos los compromisos que satisfacer y las deudas que saldar desde un despacho público. Por eso, no puede desperdiciarse ni un voto, ni siquiera el de los chamuscados gitanos de Jaén. Para eso sí está la Guardia Civil.Mas, ¿cuándo caerá esa voraz máscara de palabrería y se verá a la abstención como lo que verdaderamente es: el veredicto más seguro de la afirmación de un sistema, de su asentamiento y de su interiorización por parte de una comunidad? Como junto a cada abstención frívola o fruto de la desidía puede colocarse una participación (o varias) de idéntico signo, es mejor no recurrir al viejo tópico que suele descalificar al no votante como un ser apático o apolítico. Es más: puesto que todo concita a votar y todos, predican el voto, es quizá en la no-votación en donde se refugia el más auténtico sentir comunitario, no mediatízado por publicidades, para recoger en su seno el dictamen más claro sobre una casta y su valor. La abstención no sólo preocupa -como claman ellos-, sino que ocupa un espacio de afirmación política, y repite el conocido "no es esto, no es esto" con ejemplar firmeza. Por parecidas razones tampoco vale apuntar aquí el carácter municipal y autonómico de la consulta, que justificaría una participación menor. En buena lógica, lo más cercano al ciudadano, lo más local, es de cierto lo más localizable en su espacio político. Ahora no se trata del mercado de valores en Wall Street, sino del bochorno del ambulatorio u hospital cercanos, del estado de una carretera conocida, de un ferrocarril que atraviesa la ciudad, de unas escuelas deficientes en personal, calidad y medios, de unas calles sucias e inseguras, etcétera. En este caso, el razonamiento de la clase política se invierte: la abstención habría de ser menor en proporción directa al grado de proximidad al votante (como acontece en otras culturas políticas), sea en su comunidad o en su municipio. La geopolítica planetaria -se reconoce ya casi en público- no suele pasar por los parámetros que establecen unas urnas en Jaén o en Madrid.

¿Qué consecuencia inferir en todo esto? La más radical y obvía: que el pensamiento cívico está herido de muerte en la pugna de clanes y fratrías, en el mundo de los Guerras y Naseiros, de los Benegas, y los Gil y Gil. Que la democracia, en fin, sólo enseña su cara fea. Quizá por eso la razón de lo político se refugia melancólica en una urna vacía. Allí adensa su ser -su decir mudo-, mientras los usufructuadores intercambian sus cromos (en vulpina expresión de uno de ellos), y proceden a sus ritos de investidura y mando. Ya no consultarán más al pueblo durante una temporada de disfrute. Y así llega la hora de la verdad: la de los comensales satisfechos tras el banquete y la acordada transacción del "hoy por ti, mañana por mí", de espaldas siempre a quienes los legitiman. Es la hora terrible de la albricia parásita.

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge (Reino Unido).

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