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Amnesias

Exhausto, jubilado y agonizante el fantasma comunista que empezó a recorrer mundo, al decir de Marx y Engels, allá por 1845, ilustres ideologías otrora atemorizadas o acomplejadas por el espectro rojo y hoy víctimas exultantes de la melopea teórica pescada en las inesperadas bodas del Este y el Oeste empiezan a despertar amnésicas de la resaca.La celebración, por ejemplo, del triunfo final de la economía de mercado sobre la planificación estatal olvida con sospechosa facilidad que la implantación de aquélla en los países del bloque socialista no es sino el último plan quinquenal de los Estados comunistas totalitarios, olvida que hoy en el Este -como antaño en el Oeste- el mercado está siendo creado por el Estado. Este olvido general no es ideológicamente inocente, pues nace del interesado ocultamiento y mixtificación (común a conservadores, liberales, socialdemócratas y marxistas) del crucial papel histórico del Estado liberal en el sometimiento y subordinación de la sociedad a las exigencias económicas e imperativos morales de la utópica ficción de un mercado autorregulador.

Hace ya tiempo que Karl Polanyi, uno de los padres fundadores de la antropología económica, mostró de forma detallada y convincente, en un libro inestimable dedicado al derrumbe de la civilización liberal del siglo XIX (The great transformation, 1944; versión española en editorial La Piqueta, 1989), cómo la fe liberal en que la persecución egoísta de los intereses económicos individuales, en condiciones de libre mercado, generaría espontánea y automáticamente el bienestar de todos, condujo a los políticos liberales a una ofensiva estatal sin precedentes contra la compleja trama comunitaria, asociativa y simbólica de la sociedad, con objeto de convenir en mercancías susceptibles de compra y venta tres realidades sociales que jamás antes lo fueron en civilización alguna: el dinero, la tierra y los hombres (limitados y degradados desde entonces a la exclusiva condición de trabajadores y/o propietarios del producto de su trabajo).

Cuando no se olvidan o minimizan las trágicas consecuencias humanas, ecológicas y sociales de la revolución industrial en Occidente (precedente y paradigma de las brutales transformaciones que el estalinismo y el colonialismo se limitaron después a generalizar y extremar) se excusan ideológicamente como inevitables e incluso progresivas, al amparo de una teoría (compartida por liberales y marxistas) que limita la función de la política al simple reconocimiento de una supuesta necesidad económica, de una evolución histórica autónoma e incontenible, escondiendo y falsificando así la planificada y continua intervención quirúrgica del Estado liberal para modelar, con la ley en una mano y la fuerza en la otra, la realidad social con arreglo a su credo ideológico, para crear, con los desechos de una sociedad descoyuntada, un mercado autorregulador.

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A esta común amnesia suman los liberales de hoy el olvido de la catástrofe económica y la hecatombe bélica a que condujo el filantrópico experimento social del dogma liberal en su forma clásica, así como el olvido del consiguiente recurso liberal al vilipendiado Estado para que interviniera en la economía, corrigiendo las desviaciones de un mercado más díscolo, caótico y perverso de lo previsto y deseado. Demasiados olvidos como para no percibir bajo la retórica antiestatalista de los vergonzantes liberales de hoy la hipócrita reclamación de que el Estado intervenga, mucho y violentamente si hace falta, en esta y no en aquella dirección, para esto sí y para aquello no.

A la amnesia liberal le hace eco la amnesia socialista. En primer lugar, la amnesia teórica de los marxistas, empeñados en olvidar que la denuncia marxiana de la explotación del proletariado remite ideológicamente, por medio de la teoría de la plusvalía en que descansa y de la teoría del valor-trabajo que fundamenta ésta, a la constelación axiológica liberal del individualismo posesivo inaugurada por Locke, es decir, a la antes citada definición del hombre como trabajador y legítimo propietario del fruto de su trabajo. Si el dogma liberal del mercado espontáneamente benefactor descansa en la fe, y la esperanza, en la armonización económica automática de los intereses egoístas de los individuospropietarios (armonía natural que vuelve superflua, e incluso contraproducente, la tercera virtud teologal), la sacralización del proletariado como médium teórico y práctico del socialismo, la fe y la esperanza en una sociedad de trabajadores emancipados de la explotación, descansa en el dogma de la espontánea armonía social y coincidencia objetiva de los plurales deseos y divergentes intereses' egoístas de los individuos-trabajadores.

Ambos dogmas han chocado repetidamente contra la experiencia histórica, disfrazando su fracaso con expedientes similares: la intervención correctora del Estado en el caso liberal, la intervención unificadora del sindicato y/o el partido en el caso del socialismo. En ambos casos se consigue con esta operación de escamoteo preservar intacto el común fundamento ético de liberalismo y marxismo: en el plano de la moralidad subjetiva no hay diferencia alguna entre el burgués insaciable y cruel, el combativo sindicalista y el proletario revolucionario; todos persiguen (legítimamente desde sus respectivas ideologías) la satisfacción egoísta de sus intereses individuales, todos confian en estar promoviendo -al hacerlo- el bien común, y sólo difieren en un punto secundario de su religión: cuál sea la instancia institucional y el milagroso mecanismo que metamorfosea su vicio privado en virtud pública.

Este optimismo social individualista, compartido por el liberalismo y la corriente predominante del socialismo (aquella que ve en la condición de trabajador un motivo de orgullo y esperanza y no un infamante estigma), ha provocado en la tradición socialista el lamentable olvido de uno de los principales ingredientes prácticos de sus orígenes, de especial relevancia en la actualidad. Antes de concebirse como una alternativa global al capitalismo, como un proyecto general de sociedad fundado en una ideología sistemática y completa; antes de sucumbir a la tentación mesiánica, buena parte de los movimientos sociales, actitudes morales y propuestas prácticas que confluyeron en el amplio caudal del socialismo fueron reacciones re,formistas parciales frente a los efectos disolventes, anómicos y pauperizadores de la transformación liberal de la sociedad en mercado; reacciones que, sin soflar con la imposible erradicación revolucionaria y definitiva del mal, se conformaban con evitar, amortiguar y disminuir modestos males concretos derivados de la generalización de las relaciones mercantiles, con preservar a la tierra y a los hombres de las consecuencias más devastadoras y esclavizadoras de su conversión en mercancías.

Sin duda alguna, tan reformísta y reaccionario socialismo, pesimista y antimaniqueo, humildemente reducido a la escéptica limitación de las respectivas maldades del mercado y del Estado, tan lejos de la bendición como de la satanización del uno o del otro, no es lo más adecuado para suscitar el entusiasmo político.

Por eso quizá resulta especialmente recomendable. Pues conviene recordar, con Mairena, que "no hay nada que sea absolutamente impeorable".

Juan Aranzadi es profesor de Antropología de la UNED.

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