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España y los sefardíes

La concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia a las comunidades sefardíes dispersas por el mundo es un hito importante en la larga historia de reencuentros -y desencuentros- entre España y los sefardíes. Como sefardí he de destacar la enorme simpatía e ilusión con que recibo este premio que simboliza la voluntad de acercamiento de los españoles a los sefardíes, ya que acertadamente el premio está al margen de lo oficial y se entrega a los sefardíes -o a sus comunidades- por el mero hecho de serlo, por ser herederos y depositarios de un legado hispánico.El hispanismo de los sefardíes se asienta ante todo sobre una orgullosa conciencia de serlo, y se manifiesta en su voluntad de mantener las peculiaridades que aún hoy perviven, como las liturgias, los apellidos, las gastronomías, las tradiciones, en una forma específica de ser judío y en una actitud ante la vida forjadas en la época de oro del judaísmo español. La lengua sefardí, otrora exponente más visible de sus raíces españolas, se extingue al haber sido desplazada en las últimas generaciones por la lengua del país de residencia.

Cuando en 1492 los judíos se vieron obligados a elegir entre la conversión y el destierro, muchos creyeron -o prefirieron creer- que estaban ante una situación pasajera. Se convirtieron al cristianismo con la intención de volver a la fe de sus mayores tan pronto como lo permitieran las circunstancias, o prefirieron exiliarse cerca de las fronteras (Portugal, Navarra, norte del Magreb) con intención de volver. Pero la historia ha sido muy otra, y esto no fue posible; y así quedó abierto en España un período de más de cuatro siglos de ignorancia mutua, aunque no faltaron iniciativas y oportunidades para el reencuentro.

El primero en plantear el regreso de (cripto-)judíos a España fue el conde-duque de Olivares, aunque sólo afectaría a un grupo selecto de judíos acaudalados que animaran la economía española. Este pragmatismo político del conde-duque era incompatible con la situación sociopolítica en la España del siglo XVII con una Inquisición dispuesta a impedir cualquier forma de pluralismo religioso o ideológico. Habrá que esperar la abolición de la Inquisición para que vuelva a debatirse la idea de la libertad, condición indispensable para poder hablar de vida judía -sefardí o no- en España. Cuando los legisladores de las distintas Cortes constituyentes del siglo XIX defendieron las leyes de libertad de conciencia, no lo hicieron pensando en un posible retorno de judíos, sino como una mera conquista para las libertades individuales. La postura de Castelar merecería una consideración aparte.

Cuando las tropas españolas entraron el 6 de febrero de 1860 en Tetuán, con motivo de la guerra de Africa, las tropas españolas, acompañadas de un grupo de escritores y periodistas, descubren una comunidad sefardí que les da la bienvenida en su lengua. Era la primera vez desde 1492 que los españoles volvían a convivir con los descendientes de los judíos expulsados de España. Pero el fervor patriótico y el arraigado antisemitismo multisecular con que los españoles cruzaron el Estrecho impidieron que este encuentro, que duró más de dos años, dejara una huella perdurable en la conciencia de los españoles. Aunque se escribieron cientos de libros en estos años relatando los acontecimientos, nadie mostró interés por estos sefardíes, e incluso podemos decir que la actitud más común hacia ellos fue de desprecio. Fue el gran desencuentro entre España y los sefardíes. Tendrán que pasar muchos años para que surja el interés por esta comunidad sefardí, que era en todos los sentidos, y no sólo en el geográfico, la más próxima a España. Las grandes campañas de acercamiento a los sefardíes de este siglo tuvieron su centro de gravedad en las comunidades del Mediterráneo oriental y relegaron a un segundo plano a las del norte de Marruecos. Las relaciones se normalizarían a partir de 1912 al establecerse el Protectorado español.

La primera vez que España abrió las puertas de modo oficial a un grupo de judíos fue durante el Gobierno de Sagasta, que por razones humanitarias permitió la entrada de algunos judíos rusos -no sefardíes- que huían de los pogromos de 1881.

En los primeros años de este siglo, el senador Pulido inició una gran campaña con la que pretendió dar a conocer a los españoles la existencia de los sefardíes, intentando que se les concediera la nacionalidad española; aunque no consiguió esto último, obtuvo otros resultados. El mayor logro de la campaña fue el concienciar a la opinión pública -y especialmente a un buen número de intelectuales- de la existencia de una realidad hasta entonces desconocida, que haría posible, años después, el decreto de Primo de Rivera de 1924, que permitió obtener la nacionalidad española a algunos sefardíes. Pero también contribuyó a crear una imagen parcial y distorsionada de la realidad sefardí, acuñándose los tópicos más persistentes que hasta hoy nos han llegado: el desmedido amor de los sefardíes a España, como si pudiera identificarse sin más esa Sefarad a la que se sienten ligados con esta España; los sefardíes como parlantes del español fósil del siglo XV, como si una lengua fósil pudiera parlarse y como si la lengua sefardí no hubiera evolucionado en cinco siglos como cualquier otra lengua; albaceas del romancero castellano, como si no hubiera habido otra literatura sefardí, y serenos mayores de Toledo..., como si no tuvieran otro equipaje que llevarse. Paralelamente, algunos eruditos españoles comenzaron los primeros estudios sobre la lengua y la literatura oral de los sefardíes, que fue lo único que los atrajo.

La escasa iniciativa oficial de la España de Franco ante la deportación de los judíos sefardíes durante la II Guerra Mundial contrasta radicalmente con la loable -en algún caso heroica- labor que desarrollaron algunas personalidades consulares y diplomáticas que expidieron para algunos sefardíes la documentación que les permitiría salvar la vida.

Aunque éstos son los hitos más significativos de la historia de reencuentros y desencuentros, no han sido los únicos: los sefardíes de Bayona han mantenido contactos cordiales desde principios del siglo pasado con el norte de España; en 1859 se refugiaron algunos judíos que huían de la guerra de África en ciudades portuarias de Andalucía; la intervención del Gobierno español en 1957 en favor de los judíos perseguidos en Egipto, la Exposición Bibliográfica Sefardí Mundial en Madrid en 1960 y la actual legislación española para la concesión de nacionalidad a los sefardíes son un sucinto muestrario de acontecimientos en diferentes ámbitos.

El exilio sefardí no tiene parangón en la historia de la humanidad; nunca unos exiliados han mantenido durante medio milenio la fidelidad a sus orígenes, y por ello el tratamiento ha de ser necesariamente distinto, rompiendo con los esquemas habituales que rigen las relaciones madre patria-exilio. Bien está que, con clara conciencia de su valor simbólico, se haga una derogación explícita del Edicto de Expulsión y no baste con una reiteración más de su no vigencia; bien está que los sefardíes puedan nacionalizarse españoles con requisitos mínimos; bien está que exista el grupo de trabajo Sefarad 92 de la Comisión Nacional Quinto Centenario, porque todo ello supone el reconocimiento de una deuda. La deuda que España tiene con su propia historia y con los sefardíes sólo quedará saldada cuando se reconozca como propio el legado sefardí.

Desde hoy -realmente desde hace meses- hasta 1992 se sucederán congresos, exposiciones, reediciones y actos simbólicos de reconciliación que acercarán durante unos días, unas semanas o quizá unos meses lo sefardí a los españoles. Esto supone un reconocimiento de la herencia hispanojudía, pero hay que ir más allá, integrándola en el acervo común hispánico. Hoy no se concibe la historia medieval española sin tener presente la España musulmana o las letras hispánicas sin la literatura iberoamericana, y ello queda reflejado en los libros de texto y en la existencia de cátedras y centros de investigación. Del mismo modo, el estudio de lo sefardí debe formar parte de los planes de estudio de todos los niveles, desde la enseñanza básica a la universitaria.

Es deseable que el interés que suscitarán la entrega del Premio Príncipe de Asturias y las celebraciones de 1992 sirva de punto de partida para que los españoles tengan un conocimiento cabal del mundo sefardí contemporáneo y que los sefardíes conozcan la España plural de hoy. Corremos el riesgo de que se refuerce en España una idea anacrónica, ya que gran parte de los actos recogerán el pasado sefardí, tan diferente del presente. Es necesario tender puentes humanos para mejor conocimiento recíproco de españoles y sefardíes mediante acuerdos entre España y las comunidades sefardíes para intercambio de escolares, estudiantes, profesores, jubilados, profesionales, etcétera; máxime cuando la comunidad judía en España, por ser una reducida minoría, de la que sólo una parte es sefardí, no puede por sí sola ser el escaparate de lo sefardí para los españoles. Otros resultados positivos serían que, por un lado, se disiparían viej9s recelos y prevenciones por una y otra parte, y por otro, que el romanticismo que ha envuelto durante el último siglo las relaciones hispano-sefardíes se tornaría en respeto y conocimiento mutuos.

Los sefardíes han sido -y son- españoles con otras patrias y ya no volverán a Sefarad; pero es imprescindible que su historia forme parte de nuestra historia, y que su legado cultural, religioso, lingüístico y literario quede integrado como parte esencial en el patrimonio hispánico. Éste y no otro es el camino, del reencuentro. España ha de: reconciliarse con su propia historia, haciendo que lo hispanojudío ocupe el lugar que le corresponde. Éste es el mayor homenaje que España puede hacer hoy a estos exiliados cinco veces centenarios.

Uriel Macías Kapón es sefardí.

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