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Tribuna
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La singularidad de Julián Besteiro

La historia -pese a lo que se ha dicho desde el comienzo de la civilización- no se repite nunca. O, más precisamente, "la historia es la ciencia de lo que sólo ocurre una vez" (como lo formuló, Charles Seignobos). Esta afirmación se aplica, patentemente, a las historias individuales, a las biografías personales: cada ser humano es absolutamente único, irrepetible antes y después de su existencia. De ahí que pudiera escribir Manuel Azaña: "La cinta brillante y fugitiva de la conciencia personal, donde tantos hilos se urden, es cada vez más delicada más sensible, más dificil de reducir a una forma escueta". Añadiendo Azaña que quien intente restaurar vidas pretéritas ha de esforzarse en ser fiel a la totalidad biográfica individual "Excluir de ella cualquier rasgo es una mutilación preñada de inexactitudes y de injusticias" Diríase que Azaña se adelantaba a sus biógrafos venideros para advertirles de los peligros de su tarea reconstructora. ¡Y con cuánta razón profética! Azaña dejó, sin embargo, muchos y muy variados textos que permiten al historiador aproximarse a su paradigma biográfico. Mas ¿cómo atreverse a esbozar siquiera la singularidad histórica de Julián Besteiro, una de las individualidades, políticas e intelectuales, españolas del siglo XX más difícilmente encasillables, aun siguiendo los principios biográficos aludidos? Porque, en verdad, desde que existe este país corno entidad histórica, como tantos y tantos españoles, Julián Besteiro se llevó su secreto al más allá. Es obligado, no obstante, tratar de situar su más que enigmática figura en la historia española, en éste, quizá, el más trágico de sus diez siglos.Por el año de su nacimiento (1870), pertenecía Julián Besteiro a la generación de 1898, pero, por su formación intelectual, debe vérsele como un integrante de la generación de 1914 (Azaña, Ortega, etcétera), ya que, como sus hombres más representativos, completó sus estudios en la Europa transpirenaica (sobre todo, Alemania).

Aunque, en contraste con ellos, Besteiro no se sumó a la Liga de Educación Política, fundada o por Ortega y Azaña en 1913. Besteiro (que había pertenecido a dos partidos republicanos muy opuestos, la Unión Republicana de Salmerón y el Partido Radical de Lerroux) optó por unirse en 1912 al PSOE de Pablo Iglesias, y, por supuesto, a la UGT. Fue, así, Besteiro uno de los muy contados jóvenes intelectuales españoles que ingresaron entonces en el PSOE, llegando a ejercer altos cargos directivos tanto en la UGT como en el partido. Conoció una vez más la cárcel (una conferencia de 1911, en la Casa del Pueblo madrileña, antes de ingresar en el PSOE, motivó una breve estancia en la cárcel Modelo), tras la huelga general de 1917: experiencias carcelarias que no tuvieron apenas ninguno de los hombres de su generación intelectual. Podríamos, así, calificar a Julián Besteiro de socialista de hueso colorado (diciéndolo al modo mexicano) para acentuar la intensidad de su entera adhesión a las organizaciones obreras mencionadas. Parecería, pues, que a Besteiro podría encasillársele fácilmente en cuanto a ideología y filiación políticas.

Mas cuando los republicanos españoles empezaron a conspirar, durante el Gobierno dictatorial del general Primo de Rivera, Besteiro se opuso tajantemente a toda participación socialista: por su marcada des confianza respecto a los llama dos radicales de Lerroux (con un historial de gestiones municipales bastante turbias) y por su arraigado marxismo, que le hacía ver en la Alianza Republicana un conglomerado esencialmente burgués, cuyos móviles y metas no podían favorecer a lo obreros y campesinos de la so juzgada España. Recordemos que, en esta actitud, Besteiro difería visiblemente de Indalecio Prieto y también de su antiguo compañero institucionista Fernando de los Ríos, que colaboraban, a título personal, con los conspiradores republicanos. Sin embargo, una vez proclamada la Segunda República, Julián Besteiro fue visto por miles de españoles como el jefe de Estado más idóneo para el nuevo régimen, lo que explica que fuera finalmente escogido para la presidencia de las Cortes Constituyentes. Cargo que desempeñó con una imparcialidad ejemplar, pese a la presencia en aquel Parlamento de numerosos indisciplinados de todo género (jabalíes los llamó Ortega).. Pero Besteiro, señero -¡y más si cabe!- como un speaker (presidente) de los Comunes británicos, ponía orden y silencio en muchas noches de desbordamientos verbales e ideológicos. Años más tarde, ya en el exilio, o en la sombría España de la inmediata posguerra, fueron muchos los españoles que soñaron retrospectivamente con una Segunda República presidida por la ecuanimidad de Besteiro: la España posible de Besteiro.

Se ha hablado, desde 1931, de Azaña como la gran revelación de aquellas Cortes y del Gobierno de la Segunda República. Pero no se ha señalado que también descubrieron la mayoría de los españoles activos en la política republicana la capacidad de Besteiro para regir su país (aunque sólo fuera ceremonialmente) en las nuevas circunstancias históricas. Azaña decía (parafraseando antiguos pensamientos españoles) que lo más difícil para un hombre de gobierno es administrar bien una victoria. ¿Sería acaso excesivo mantener que tal papel cupo a Besteiro en las Cortes Constituyentes, sobre todo entre julio y diciembre de 1931? No me parecería tampoco arbitrario sostener que el Besteiro de 1931-1936 era ya otro hombre, otro socialista español. No sólo por su difícil experiencia parlamentaria, sino, sobre todo, por las crecientes fracturas del cuerpo socialista a partir de la derrota electoral del otoño de

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Juan Marichal es historiador y catedrático emérito de la Universidad de Harvard.

La singularidad de Julián Besteiro

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1933. Los que podemos llamar socialistas extremosos, encabezados por Francisco Largo Caballero, empezaron a dominar tanto en la UGT como en el PSOE, confirmándose así en Besteiro sus temores de 1930: el pueblo español no estaba aún maduro para el cambio de régimen acaecido el 14 de abril de 1931. Tras la mal llamada revolución de octubre (1934), Besteiro se apartó prácticamente de la política, mientras su adversario en el PSOE, el turbio (éticamente) y maquiavélico Luis Araquistáin -que ha recibido honores póstumos españoles que está lejos de merecer- se hacía con la dirección ideológica de su partido. No fue de extrañar así que, al iniciar se la sangrienta contienda de 1936-1939, se situara Besteiro en el exiguo terreno de la llamada tercera España. Y cuando el doctor Negrín sustituyó a Largo Caballero a la cabeza del Gobierno republicano, Besteiro se empezó a ver a sí mismo como el posible instrumento de una rendición de la España republicana: recordemos de paso que Besteiro y Juan Negrín se habían conocido en Leipzig (1911) y, quizá desde entonces, había entre ellos una relación que podría verse como una permanente y mutua hostilidad temperamental. De todos modos, es manifiesto que, cuando Besteiro regresó de Londres (1937), dominaba en el pueblo español, que defendía sus libertades, el temple combativo de Juan Negrín. Besteiro no pudo compartir el ejemplar ánimo de sus compatriotas, mas no fue, ¡claro está!, un traidor, como le llamaron entonces muchos de ellos. Años más tarde, un anarquista español (cuyo rostro quijotesco no puedo olvidar: ¿vivirá todavía?) me dijo: "Todos los intelectuales de la Segunda República fueron unos despreciables traidores, menos uno, Besteiro". Añadiendo, para mayor asombro mío: "Los demás huyeron, mientras él se quedó a sufrir la tiranía, junto a su pueblo". Mas ¿no sería aquella imagen que deslumbró a un, muchachito español (interno entonces en un liceo de París) la conjunción de la conducta de Besteiro, en aquel sombrío Madrid de marzo de 1939, y su atroz muerte, hace ahora medio siglo? En verdad, la muerte de Besteiro fue una prueba más de la inconcebible crueldad de los vencedores de 1939. En contraste con lo expresado por el atribulado presidente Azaña -"No se triunfa nunca contra compatriotas"-, el régimen caudillista tuvo como meta primera el exterminio de miles de españoles. Así, Besteiro, sin quererlo verdaderamente él, se transformó en símbolo del dolor inmenso de su España. Como en el caso de Unamuno, la muerte devolvió a Julián Besteiro su propia y perenne singularidad histórica: la de una integridad humana excepcional entre los intelectuales españoles de la generación de 1914.

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