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Tribuna:TRÁFICO DE INFLUENCIAS
Tribuna
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Delincuentes de cuello blanco

Recuerda el articulista el 50ª aniversario de la publicación de un texto clásico sobre los delincuentes de la política y los negocios, en donde se explica cómo existe una amplísima actividad delictiva en las profesiones superiores, consistente en la violación de la confianza que tiene en ellas la sociedad.

Este mes se cumplen 50 años de la publicación por Edwin H. Sutherland de su famoso artículo 'White-collar criminality' (publicado en el número de febrero de 1940 de la American Sociological Review) y en verdad que pocas veces un tonto aniversario decimal ha podido ser más oportuno."Este artículo trata del delito en su relación con el mundo de los negocios", escribió su autor al principio del mismo; es un comienzo que parece una advertencia, o quizá una. confesión abrumada. Nadie antes que él había abordado el tema tan específicamente, con la preocupación científica de reconsiderar las explicaciones convencionales sobre el comportamiento delictivo.

Sutherland se refería a los delitos cometidos "por personas respetables o, al menos, respetadas". Con las infracciones penales de los hombres de negocios y los profesionales, de muchos "príncipes del comercio y capitanes de la industria y de las finanzas". Ejemplos concretos de este tipo de delitos se conocen públicamente en algunas ocasiones, decía Sutherland, aunque a veces los delitos más graves se encuentran con más frecuencia en las páginas financieras de los periódicos que en las primeras páginas. Son los delitos que cometen aquellos a quienes Sutherland denominó delincuentes de cuello blanco.

Relación con la política

El nombre hizo tanta fortuna como los nombrados y fue aceptado rápidamente en todos los países para designar un tipo de infractores que se caracterizaba por dos notas peculiares: la perpetración de los delitos al socaire de otra actividad profesional, normalmente relacionada con los negocios o la política (o con ambos) y la falta de una respuesta judicial en la mayoría de esos casos, hasta el punto de que esos delitos no aparezcan registrados en la estadística oficial.

En aquel artículo ya clásico se explicaba algo que hoy nos parece de una presencia abrumadora: hay toda una amplísima actividad delictiva en el mundo de los negocios y en el ejercicio de las profesiones superiores, consistente sobre todo en la violación de la confianza que la sociedad tiene implícitamente delegada en esas profesiones. Sutherland escribía: "La delincuencia de cuello blanco en el mundo de los negocios se manifiesta sobre todo bajo la forma, de manipulación de los informes financieros de compañías, la falsa declaración de activos de sociedades, los sobornos comerciales, la corrupción de funcionarios realizada directa o indirectamente para conseguir concesiones y planificaciones favorables, la publicidad engañosa, los desfalcos y la malversación de fondos, los trucajes de pesos y medidas, la adulteración de mercancías, los fraudes fiscales y el desvío de fondos realizado por funcionarios y administradores. Éstos son", seguía diciendo, "lo que Al Capone llamaba negocios legítimos. Estos delitos y muchos otros se encuentran con abundancia en el mundo de los negocios". En toda esta larga cita es difícil señalar alguna referencia que haya perdido vigencia; para todas podríamos encontrar algún ejemplo actual, incluida esa espeluznante clasificación como negocios legítimos.

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El coste económico de los delitos de cuello blanco es más elevado que el de aquellos delitos que se consideran habitualmente como el verdadero problema de la delincuencia. Pero Sutherland subrayó con énfasis que las pérdidas económicas por delitos de cuello blanco, aun siendo muy grandes, son menos importantes que el daño que infieren a las relaciones sociales. "Los delitos de cuello blanco violan la buena fe de la gente y generan por tanto la desconfianza que a su vez debilita la moral social". La privilegiada posición de los delincuentes de cuello blanco ante la ley se traduce en una ofensiva que se extiende desde el cohecho a las presiones políticas, principalmente por la posición social que ocupan y sin que ello les suponga tener que hacer un esfuerzo especial.

Presiones y condenas

La impunidad como situación general era así la otra nota que -entonces como hoy- caracterizaba este tipo de infracciones. Sutherland llegaba a proponer a sus colegas sociólogos prescindir de las sentencias cuando fueran a estudiar un caso de éstos, e incluir a tales infractores en el ámbito de la delincuencia, aunque no hubieran sido condenados por un tribunal, cuando existieran datos evidentes de que incumplían las leyes. Explicaba que la condena se evitaba simplemente mediante las presiones que se ejercen sobre los tribunales de justicia o sobre instancias similares. "Los gánsteres y los estafadores han gozado de una relativa inmunidad en muchas ciudades debido a su poder de influencia sobre los testigos o los funcionarios públicos".

Este aspecto del problema fue luego analizado por otros sociólogos y otras escuelas del pensamiento, desde la sociología crítica norteamericana hasta los trabajos de Michel Foucault sobre la gestión política de los ilegalismos. En España, el libro de Emilio Lamo de Espinosa Delitos sin víctimas; orden social y ambivalencia moral estudia con profundidad las causas del fenómeno de la aplicación selectiva del derecho. Entre ellas, la clase social del acusado y el acusador es un dato fundamental. En general, el problema no es tanto la corrupción del aparato judicial, sino "la utilización sesgada que a todos esos niveles se hace del margen de discrecionalidad que siempre tiene la norma escrita". Los factores que influyen van desde la capacidad de movilizar prejuicios en contra o a favor que tenga el acusado, su educación o su rango social, hasta la mayor o menor capacidad de esconder sus actos en un ámbito privado (la visibilidad mayor o menor de las conductas).

En resumen, el problema, hoy como ayer, está en que los delincuentes de cuello blanco vienen de unos círculos de poder social y político que consideran que la ley va en paralelo con ellos y nunca se la van a encontrar. Ante una eventual denuncia reaccionarán indignados con querellas por difamación que interpondrán contra el osado acusador, asistidos de todo su aparato jurídico y económico. Les resulta inconcebible no ya ser condenados sino tan siquiera ser enjuiciados, porque habían pensado siempre que los tribunales están para juzgar a otros.

La proliferación de denuncias públicas sobre escándalos económicos que se produce actualmente en España no se ha centrado, sin embargo, en ese aspecto de la cuestión que podríamos llamar la insuficiencia de la respuesta judicial. No sabemos lo que habrá en esa omisión de reverencial respeto a los tribunales, de oportunismo político o de conveniencia general en aceptar una supuesta falta de tipificación legal de esos delitos. Creo que no es concebible, bajo el eufemismo general de tráfico de influencias, ninguna conducta ilícita concreta que no esté ya prevista y castigada en nuestro Código Penal. Desde el venal cohecho hasta la gratuita prevaricación, pasando por la revelación de secretos, las negociaciones prohibidas, a funcionarios, la prolongación de funciones, las diversas falsedades y los varios fraudes, todo está escrito en las leyes. El problema surge en la aplicación de los tipos penales, no en la definición de otros nuevos. Éstos sólo servirían para introducir confusión, o lo que es peor, para amnistiar implícitamente todos los casos de corrupción anteriores a la promulgación de la nueva ley.

Claro que también aquí se podría recordar otra advertencia de Edwin Sutherland en aquel histórico artículo: "La clase alta tiene mayor influencia que la clase baja para moldear las leyes penales y su administración de acuerdo con sus propios intereses". Esto, hace 50 años, todavía era una osadía decirlo. Ahora suena como un tópico, que es una de las formas con que se manifiestan las derrotas.

G. Martínez-Fresneda es abogado.

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