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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un largo silencio

HAY QUE reaccionar ante cierta tendencia, fomentada por la gravedad e intensidad de los acontecimientos ocurridos en otros lugares, a olvidar la terrible matanza que el pasado 16 de noviembre costó la vida en San Salvador a seis jesuitas y dos empleadas de la residencia de la Universidad Centroamericana. Entre los asesinados se encontraba el padre Ellacuría, filósofo de prestigio en España y Latinoamérica, y otros profesores de renombre. Pocos días después, el subsecretario de Exteriores, Inocencio Arias, tras entrevistarse con el presidente Cristiani, aseguró que éste había dado garantías de que se llevaría a cabo una investigación a fondo para descubrir a los culpables, estuviesen donde estuviesen. Anunció incluso que España participaría en una comisión investigadora.El problema reviste una evidente importancia política porque, desde el primer momento, numerosas voces -algunas, de altas jerarquías religiosas- indicaron que el crimen había sido cometido no por grupos extremistas más o menos espontáneos, sino por un destacamento del Ejército salvadoreño. Tesis tanto más verosímil por cuanto muchas unidades militares, en reciente etapa de graves combates, se han comportado con centros religiosos, iglesias y sacerdotes como si fuesen enemigos. El propio presidente Cristiani pidió a ciertos obispos que abandonasen el país ya que no podía garantizarles su seguridad.

En esas condiciones, España necesita saber dos cosas esenciales para determinar sus relaciones con el actual Gobierno de El Salvador: primero, si el Ejército de ese país ha sido o no culpable del asesinato de Ellacuría y de sus desgraciados compañeros; segundo, si el presidente Cristiani está cumpliendo lo prometido al subsecretario Arias o si, por el contrario, está encubriendo el crimen para no enfrentarse con el mando militar. Ha transcurrido ya más de mes y medio desde que fueron enterrados los seis jesuitas en una ceremonia solemne, a la que asistió el propio presidente de la República, pero en todo este tiempo no ha habido indicios de que la investigación avance ni de que se esté cumpliendo lo prometido al Gobierno español.

En cambio, fuera de los cauces oficiales, se han producido hechos que provocaron una reacción airada de la Prensa de EE UU. Una testigo de la matanza, Lucía Barrera, empleada de la limpieza en la Universidad Centroamericana, que se refugió inicialmente en la Embajada de España en El Salvador, declaró a los magistrados salvadoreños que la interrogaron que los jesuitas habían sido asesinados por militares en uniforme. Posteriormente viajó a EE UU, y, según declaraciones del arzobispo Rivera y Damas y de fuentes jesuitas norteamericanas, fue torturada y presionada hasta que modificó su declaración inicial. Todo parece indicar que EE UU -que mantiene al actual Gobierno salvadoreño con una elevada ayuda financiera y cuyos consejeros asesoran al Ejército de El Salvador- está interesado en impedir que se descubra a los culpables de la matanza. The New York Times ha denunciado esta actitud en un reciente editorial, subrayando que la lucha contra los rebeldes "no justifica hacer causa común [o aparentar que se hace causa común] con los asesinos de la extrema derecha".

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El Gobierno español no debe permanecer pasivo ante hechos de esta gravedad, ni siquiera aparentarlo. Cuando la opinión pública estaba conmocionada por la horrible matanza, el viaje de Inocencio Arias parecía iniciar una gestión enérgica, encaminada a descubrir a los culpables y a tomar, en función de lo que de ello resulte, las medidas adecuadas. Desde entonces, silencio. Un silencio que ha durado demasiado.

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