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Tribuna:JORGE DE ESTEBAN
Tribuna
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El fin de un imperio

Un fantasma recorre España: el pluralismo televisivo. Con su llegada se pone fin así al imperio del monopolio televisivo, monopolio no sólo porque la televisión estaba en manos del Estado hasta hace poco, sino también porque los españoles, en el espacio de unos años, han pasado de disponer de un canal y medio a poder disfrutar de un amplio abanico de opciones, distribuidas entre emisoras extranjeras (a través de la parabólica), regionales y, pronto ya, privadas de alcance nacional.A partir de ahora ese mágico artilugio que es el telemando tendrá ya una utilidad entre nosotros, pues no servirá sólo para corregir el volumen o el tono del color, sino fundamentalmente para que podamos cambiar de emisoras y, al igual que otros europeos, consigamos también no ver ningún programa en concreto, queriendo verlos todos a la vez. El hecho en sí es de tales consecuencias que bien vale la pena que nos detengamos en algunas de ellas, porque estoy seguro de que va a transformar en muchos aspectos la vida cotidiana de los españoles.

Desde la fecha de su aparición generalizada en los años sesenta hasta no hace mucho, la televisión aparecía como la vertebración esencial de la patria. En un país en el que la Prensa escrita goza de un númerus clausus de lectores, la información se transmitía sobre todo por la televisión, y alrededor de ella se desarrollaba la vida familiar y social. Si la televisión no decía nada de un suceso es que éste no había existido, y si alguien lograba aparecer en la pequeña pantalla era halagado por sus conocidos como si se tratase de un héroe nacional. Todos veían la televisión y todos veían la misma televisión.

Tal fenómeno lo conocían y lo saboreaban los políticos. Y si durante la dictadura la televisión era utilizada especialmente para distraer la atención de los ciudadanos a fin de que no se ocupasen de otros menesteres más peligrosos -como el ejercicio de pensar-, con la llegada de la democracia se mostró como el talismán insustituible para ganar las elecciones. A semejanza de la conocida teoría de Mackinder sobre el heartland, formulada en 1918, nuestros políticos también formularon una teoría semejante a este dominio: "Quien posea la mayoría gubernamental poseerá la televisión, y quien posea la televisión poseerá España". Lo curioso, sin embargo, de este pensamiento circular es que a veces, como lo demuestra el fracaso de la UCD, la teoría fallaba. Es igual, porque en la mente colectiva la idea de la superpotencia de este medio seguía cabalgando triunfalmente.

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Era posible, por tanto, sustentar la tesis de que, si la influencia de la televisión en política es siempre grande, en el caso de existir un monopolio televisivo tal influencia es entonces total. Consecuentemente, era normal que cada vez que se acercaran unas elecciones, a falta de una reglamentación equitativa aceptada por todos,

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arreciasen los continuos rifirrafes ente los diversos partidos políticos a fin de calentarse con el mayor volumen de los rayos del astro herciano.

En este sentido, pues, todo está cambiando, pero a diferencia de la conocida sentencia lampedusiana, nada seguirá igual. El terremoto del pluralismo televisivo conlleva secuelas irremediables, todavía tempranas para su exacto conocimiento. Me aventuro, con todo, a esbozar alguna específica en nuestra vida cotidiana y, por supuesto, en nuestra política. La pretendida influencia de la televisión sobre la opinión pública española no se debía tanto al hecho de que existiese ésta, considerada como medio de comunicación de masas privilegiado para conformar la opinión, sino sobre todo a que era única. Al contemplar todas las noches los mismos programas, los ciudadanos disponían de un fructífero arsenal de cuestiones que se comentaban al día siguiente en el lugar de trabajo. Lo mismo se tratase de actos deportivos o artísticos que de carácter político, los españoles deliberaban sobre ello y constituía uno de los temas principales de conversaciones, tertulias o controversias. Pero esto, para bien o para mal, se ha acabado.

El diálogo social a partir de ahora será más difícil. Cuando alguien intente conversar sobre lo visto en la televisión el día anterior se encontrará que si él se detuvo en el canal uno su interlocutor contempló el programa del canal cinco. El ameno coloquio será prácticamente imposible y la televisión conocerá así su cenit como referente conversacional nacional. Los españoles se harán más ensimismados, y las charlas y las tomas de café languidecerán, salvo que se busquen nuevos argumentos comunes.

Semejante proceso afectará también a la política. La presumida acción de la televisión sobre las actitudes políticas de los ciudadanos dejará de ser más o menos cierta a causa de la pérdida del monopolio televisivo. Son muchos los estudios que nos revelan que en el terreno político la mayor influencia no procede de ese medio privilegiado que es la televisión, sino más bien de los contactos personales y del prestigio de los llamados "líderes de opinión", esto es, de las personas que en todos los grupos sociales llevan la voz cantante. Al existir una sola televisión, la influencia que ejercían estas personas implicaba que se asignase a ese medio un plus de influencia. Pero ésta no provenía realmente de él, sino que al haber un solo canal y ver todos lo mismo, la influencia que se proyectaba a través del "líder de opinión", por un fenómeno de transferencia, se asignaba al medio en lugar de al mensajero.

Con la llegada del pluralismo televisivo, ese fenómeno desaparecerá y pronto nuestros políticos se convencerán de que ya no basta con la televisión para ganar unas elecciones. Entonces, cuando se aproximen éstas, no surgirán las tradicionales disputas por los espacios televisivos, y entonces también será un prodigio que alguien conozca el nombre del otrora todopoderoso director general del Ente.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.

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