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Tribuna
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El diplomático

Decir que los diplomáticos son gente frívola hasta que matan a uno, en cuyo caso se convierten automáticamente en serios, y su profesión en un trabajo trascendente, es una tontería mayúscula. Las frivolidades que se han oído pública y recientemente sobre la muerte de Pedro de Arístegui son absolutamente colosales.El baremo de la seriedad de una profesión no lo da el número de sus muertos. Pedro de Arístegui era serio porque lo era él, y su profesión es trascendente porque lo es intrínsecamente, no porque un obús haya acabado con su vida. Si en el momento de estallarle el proyectil se estaba tomando un gin-tonic, la copa no adquirió por ello la cualidad del santo grial.

La carrera diplomática tiene, corno cualquier otra, su cuota de imbéciles, de listos, de homosexuales, de intelectuales, de arrojados y timoratos. No es ni mejor ni peor que otras. La mayoría de sus, miembros desea hacer dinero, apetece un buen coche, come con gusto unos langostinos y se divierte bailando. Algunos sólo quieren eso; lo mismo les pasa al gremio de fontaneros, al de programadores de informática, a los médicos, a algún coronel y a los banqueros.

Lo usual es que los diplomáticos sean unos funcionarios normales, serios y trabajadores, unas veces brillantes y otras no, a quienes a lo largo de la vida nunca les pasa nada extraordinario, salvo que se trasladan, cada dos o tires años, de Managua a Manila, de Lagos a Argel y, muy de tarde en tarde, de Bucarest a Londres. En el transcurso de tan azarosa existencia tendrán que enfrentarse con la insatisfacción del cónyuge, a quien no se permite trabajar; de los niños, a quienes, confunden los diferentes sistemas educativos, y del propio yo, que no acaba de echar raíces.

Perico Arístegui no debería haber muerto en Beirut. El sacrificio de su vida no es espléndido y su imagen en un féretro sólo produce rabia. Lo que era espléndido era el trabajo que estaba haciendo. Su muerte no lo enaltece, lo trunca.

Lo demás es mojar pan en su sangre.

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