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Tribuna
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El tigre azul y la tierra prometida

Concluye el articulista señalando la conveniencia de que la próxima celebración de los 500 años pueda servir para ayudar a "dar vuelta a las cosas". No para confirmar el mundo, contribuyendo al autobombo, al autoelogio de los dueños del poder, sino para denunciarlo y cambiarlo. Para eso habría no que celebrar a los vencedores, sino "a los vencidos y a quienes con ellos se identificaron".

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En nuestros días, la conquista continúa. Los indios siguen expiando sus pecados de comunidad, libertad y demás insolencias, La misión purificadora de la civilización no enmascara ahora el saqueo de] oro ni de la plata: tras las banderas del progreso, avanzan las legiones de los piratas modernos, sin garfio ni parche al ojo, ni pata de palo, grandes empresas multinacionales que se abalanzan sobre el uranio, el petróleo, el níquel, el manganeso, el tungsteno. Los indios sufren, como antaño, la maldición de la riqueza de las tierras que habitan. Habían sido empujados hacia los suelos áridos; la tecnología ha descubierto, debajo, subsuelos fértiles.

Atracción artística

"La conquista no ha terminado, proclamaban alegremente los avisos que se publicaban en Europa, hace siete años, ofreciendo Bolivia a los extranjeros. La dictadura militar brindaba al mejor postor las tierras más ricas del país, mientras trataba a los medios bolivianos como en el siglo XVI. En el primer periodo de la conquista se obligaba a los indios, en los.documentos públicos, a autocalificarse así: "Yo, miserable indio...". Ahora, los indios sólo tienen derecho a existir como mano de obra servil o atracción turística. "La tierra no se vende. La tierra es nuestra madre. No se venle a la madre. ¿Por qué no le ofrecen 100 millones de dólares al Papa por el Vaticano?", decía recientemente uno de los jefes sioux, en Estados Unidos. Un siglo antes, el Séptimo de Caballería había arrasado las Black Hills, territorio sagrado de los sioux, porque contenían oro. Ahora, las corporaciones multinacionales explotan el uranio, aunque los sioux se niegan a vender. El uranio está envenenando los ríos. Hace algunos años, el Gobierno de Colombia dijo a las Comunidades indias del valle del Cauca: "El subsuelo no es de ustedes. El subsuelo es de la nación colombiana". Y acto seguido entregó el subsuelo a la Celanese Corporation. Al cabo de un tipo surgió en el Cauca un pisaje de la Luna. Mil hectáreas de tierras indias quedaron estériles. En la Amazonia ecuatoriana, el petróleo desaloja a los indios aucas. Un helicóptero sobrevuela la selva, con un altavoz que dice, en lengua auca: "Ha llegado a hora de partir...". Y los indios acatan la voluntad de Dios.Desde Ginebra, en 1979, adivertía la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas: "A menos que cambien los planes del Gobierno de Brasil, se espera que la más numerosa de las tribus sobrevivientes dejará le existir en 20 años". La Comisión se refería a los yanomanis, en cuyas tierras amazónicas se había descubierto estaño y minerales raros. Por el mismo motivo, los indios nambiquara no llegan ahora a 200, y eran 15.000 a principios de este siglo. Los indios caen como moscas al contacto con las bacterias desconocidas que los invasores traen, como en tiempos de Cortés y de Pizarro. Los defoliantes de la Dow Chenical, arrojados desde los aviones, apresuran el proceso. Cuando la Comisión lanzó su patética advertencia desde Ginebra, el FUNAI, organismo oficial destinado a la protección de los indios en Brasil, estaba dirigido por 16 coroneles y daba trabajo a 14 antropólogos. Desde entonces, los clanes del Gobierno no han cambiado.

En Guatemala, en tierras de los quichés, se ha descubierto el mayor yacimiento de petróleo de América Central. En la década de los ochenta ha ocurrido una larga matanza. El Ejército -Jefes mestizos, soldados indios- se ha ocupado de bombardear aldeas y desalojar comunidades para que exploren y exploten el petróleo la Texaco, la Hispanoil, la Getty Oil y otras empresas. El racismo brinda coartadas al despojo. De cada 10 guatemaltecos, seis son indios, pero en Guamala la palabra indio se usa como insulto.

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Desde que llegué a Ciudad de Guatemala por primera vez, sentí que estaba en un país extranjero de sí mismo. En la capital sólo conocí una casa verdaderamente guatemalteca, con bellos muebles de madera, mantas y tapices indígenas y vajilla de cristal o barro hecha a mano: una sola casa no invadida por los adefesios de plástico estilo Miami: era la casa de una profesora francesa. Pero basta alejarse un poco de la capital para descubrir las verdes ramas del viejo tronco maya, milagrosamente alzado a pesar de los implacables hachazos sufridos año tras año, siglo tras siglo. La clase al dominante, dominada por el mal gusto, considera que los bellos trajes indígenas son ridículos disfraces sólo apropiados para el carnaval o el museo, del mismo modo que prefiere las hamburguesas a los tamales y la coca-cola a los jugos naturales de fruta. El país oficial, que vive del país real, pero se avergüenza de él, quisiera suprimirlo: considera a las lenguas nativas meros ruidos guturales, y a la religión nativa, pura idolatría, porque para los indios toda tierra es iglesia, y todo bosque, santuario. Cuando el Ejército guatemalteco pasa por las aldeas mayas, aniquilando casas, cosechas y animales, dedica sus mejores esfuerzos a la sistemática matanza de niños y de ancianos. Se matan niños como se queman las milpas hasta la raíz: "Vamos a dejarlos sin semilla", explica el coronel Horacio Maldonado Shadd. Y cada anciano alberga un posible sacerdote maya, portavoz de la imperdonable tradición comunítaria. Los mayas todavía piden perdón al árbol cuando tienen que derribarlo. La represión es una cruel ceremonia de exorcismo. No hay más que mirar las fotos, las caras de los oficiales y los grandes figurones: estos nietos de indios, desertores de su cultura, sueñan con ser George Custer o Buffalo Bill y ansían convertir a Guatemala en un gigantesco supemercado. ¿Y los soldados? ¿Acaso no tienen las mismas caras de sus víctimas, el mismo color de piel, el mismo pelo? Ellos son indios entrenados para la humillación y la violencia. En los cuarteles se opera la metamorfosis: primero, los convierten en cucarachas; después, en aves de presa. Por fin, olvidan que toda vida es sagrada y se convencen de que el horror está en el orden natural de las cosas.

Dar vuelta a las cosas

El racismo no es un triste privilegio de Guatemala. En toda América, de Norte a Sur, la cultura dominante admite a los indios como objetos de estudio, pero nos reconoce como sujetos de historia: los indios tienen folclore, o cultura; practican supersticiones, no religiones; hablan dialectos, no lenguas; hacen artesanías, no arte. Quizá la próxima celebración de los 500 años pueda servir para ayudar a dar vuelta a las cosas, que tan patas para arriba están. No para confirmar el mundo, contribuyendo al autobombo, al autoelogio de los dueños del poder, sino para denunciarlo y cambiarlo. Para eso habría que celebrar a los vencidos, no a los vencedores. A los vencidos y a quienes con ellos se identificaron, como Bernardino de Sahagún, y a quienes por ellos vieron, como Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y Antonio Vieira, y a quienes por ellos murieron, como Gonzalo Guerrero, que fue el primer coniistador conquistado y acabó sus días peleando del lado de los indios, sus hermanos elegidos, en Yucatán.Y quizá así podamos acercar un poquito el día de justicia que los guaraníes, perseguidores del paraíso, esperan desde siempre. Creen los guaraníes que el mundo quiere ser otro, quiere nacer de nuevo, y por eso el mundo suplica al Padre Primero que suelte al tigre azul que duerme bajo su hamaca. Creen los guaraníes que alguna vez ese tigre justiciero romperá este mundo para que otro mundo, sin mal y sin muerte, sin culpa y sin prohibición, nazca sus cenizas. Creen los guaraníes, y yo también, que la vida bien merece esa fiesta.

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