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Tribuna
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Asamblea conjunta

No hay una lápida que lo recuerde, aunque lo merecía. El día 13 de septiembre, hace 17 años que se abría en el seminario de Madrid la asamblea conjunta obispos-sacerdotes. Entonces fue polémica y famosa. Hoy parece ya algo del siglo pasado. Yo mismo, que intervine en su preparación y su celebración, la he tenido un tanto olvidada hasta que la redacción de un libro sobre la Iglesia española en la actualidad, por encargo de Desclée de Brouwer, me ha obligado a releer las ponencias, estudiar las conclusiones y recordar sus incidencias. He vuelto a confirmarme en mi opinión de que aquél fue uno de los acontecimientos más importantes de la Iglesia española de todos los tiempos.Entonces supuso un gesto aperturista de los obispos españoles no ya reunirse entre ellos para tratar de los problemas del clero español en el posconcilio, como pensaron en un primer momento, sino convocar a los mismos sacerdotes para reflexionar juntos y juntos buscar los caminos para la aplicación del concilio en España. Aquello fue un trabajo a la vez titánico y metódico que duró varios años. La decisión la tomó la Conferencia Episcopal en 1966, la preparación comenzó en 1967 y su celebración tuvo lugar del 13 al 18 de septiembre de 1971.

El primer paso dado -con una encomiable actitud de realismo, de rigor metodológico y de amor, sin temor, a la verdad- fue la realización entre el clero de una encuesta que supuso una precisa y preciosa radiografía de este colectivo tan importante y decisivo para la renovación de la Iglesia española. La encuesta fue realizada por un equipo de expertos dirigido por Ramón Echarren, entonces director del Secretariado Nacional del Clero y hoy obispo de Canarias. Contenía nada menos que 268 preguntas, y aunque su respuesta tenía carácter voluntario tanto para las diócesis como para cada sacerdote, de hecho la respondieron 15.449, lo que equivalía a un 85% del clero, pertenecientes a 59 de las 64 diócesis españolas.

Después de este gigantesco análisis de la realidad, después del ver, procedía el juzgar, para lo cual se prepararon siete ponencias, con los siguientes títulos, bien significativos: Iglesia y mundo en la España de hoy, Ministerio sacerdotal y formas de vivirlo, Criterios y cauces de la acción pastoral de la Iglesia, Relaciones interpersonales en la comunidad eclesial, Los recursos materiales, al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, Exigencias evangélicas de la misión del sacerdote en la Iglesia y mundo de hoy y La preparación para el sacerdocio ministerial y formación permanente del clero. Cada ponencia estaba preparada por un equipo de ocho o diez miembros, presbíteros y obispos. En ellas se hizo una especie de versión del reciente concilio aplicada a la realidad social, económica, cultural, política y religiosa de nuestro país y de nuestras diócesis, en la búsqueda de nuevos cauces de pastoral más adaptados a nuestro tiempo y nuestras circunstancias.

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Estas líneas operativas -como si dijéramos, el actuar de la encuesta ya tradicional- se plasmaban en las 247 proposiciones aprobadas, en las que se dicen cosas como éstas, bastante llamativas para aquellos tiempos: "En la sociedad española hay en este momento problemas que deben preocuparnos como cristianos: la insuficiente realización de los derechos de la persona humana y la persistencia de graves desequilibrios económicos y sociales". Se pide "libertad verdadera de expresión de toda idea que no atente al auténtico bien común"; "derecho de libre asociación y reunión sindical y política, en un sano y legítimo pluralismo"; "participación responsable de todos los ciudadanos en la gestión y control de la cosa pública"; "respeto y promoción de los legítimos derechos de las minorías étnicas y de las peculiaridades culturales de los diversos pueblos de España"; "derecho a la objeción de conciencia"; "derecho a la integridad física que tutela al hombre de las torturas corporales o mentales", etcétera.

Dentro del campo eclesial, se afirma que "el sacerdote (...) tiene como grave deber (...) dar un juicio y orientación cristiana sobre los hechos y oponerse efectivamente a la injusticia con todas sus consecuencias. En estos casos no puede ser tachado de hacer política, sino que realiza una acción verdaderamente pastoral"; "la asamblea pide la supresión de toda intervención del Gobierno en el nombramiento de obispos"; "la acción pastoral exige una incorporación dinámica de todo el Pueblo de Dios: obispos, presbíteros, religiosos y seglares". Se considera urgente que se Ilegue cuanto antes hasta la constitución y seria eficacia de los consejos pastorales, parroquiales y locales, de zona o sector, y diocesanos realmente representativos; y buscar fórmulas adecuadas para su creación a nivel regional y nacional", y que "la Conferencia Episcopal (...) dé participación y consulta al Pueblo de Dios, valiéndose de órganos representativos (...) y equipos técnicos", etcétera.

La celebración de la asamblea estuvo presidida por los cardenales Tarancón, entonces arzobispo de Toledo, Quiroga Palacios, Bueno Moreal y Arriba y Castro, y tuvo como secretarios a Echarren, que entre tanto había sido promovido a obispo, y Guerra Campos, ambos entonces obispos auxiliares de Madrid. Si no me salen mal las cuentas, entre obispos y presbíteros asistimos 276 de todas las diócesis españolas. Y fue a causa de los delegados de mi diócesis de Albacete por lo que se celebró en el seminario y no en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Madrid, como estaba previsto en un principio y ya comprometido. Nos parecía que tanto por su apariencia un tanto triunfalista como por su vinculación al Gobierno sería de muy mal efecto. Después de varios tira y afloja se encontró la solución del seminario, que luego se comprobó ser la más acertada.

El ambiente de aquellos seis días fue realmente extraordinario. No faltaron tensiones, pero predominó con mucho el trato fraternal entre obispos y presbíteros; el ambiente cordial, dialogante y constructivo; el espíritu de comunión y de amistad, juntamente con la actitud decidida de llevar adelante las reformas necesarias para renovar la Iglesia española y aplicar plenamente el Concilio Vaticano II.

Lamentablemente, tanto la prensa del Movimiento como algunos grupos progubernamentales promovieron -no sin vinculación y connivencia con un reducido número de clérigos ultraconservadores- una campaña de desprestigio de la asamblea como reacción a la orientación aperturista de las ponencias y conclusiones. Aun después de la aprobación de sus resultados por la XV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, que tuvo lugar en el mes de diciembre de ese año, todavía más adelante, en marzo de 1972, se produjo una operación rocambolesca.

Poco antes de celebrarse la XVI Asamblea Plenaria del Episcopado, del 6 al 11 de marzo, circuló un documento de descalificación de la conjunta, el cual se decía proceder de las más altas instancias del Vaticano. Aunque finalmente se deshizo aquella maraña y se desenredó el enredo, completamente urdido por grupos reducidos que trabajaron en la sombra pero con eficacia, lo cierto es que todas estas polémicas interminables vinieron a desinflar un tanto aquella ilusión y aquella esperanza que se había puesto en su celebración. De hecho, no parece que la Iglesia española hayamos sabido extraer de aquel acontecimiento toda la riqueza y toda la fuerza que encerraba. Eso no quiere decir, por otra parte, que no haya influido, al menos indirectamente, en la vida de la Iglesia española de este tiempo. Han pasado 17 años. Entre tanto, ha habido en España una transición política, se está produciendo un cambio cultural en nuestra sociedad y han ocurrido también diversos acontecimientos de carácter eclesial, como la visita de Juan Pablo II, el Congreso de Evangelización, la celebración de varios sínodos diocesanos, el relevo en la Conferencia Episcopal, etcétera. ¿Qué podría aportarnos ahora aquella asamblea conjunta?

Además de seguir siendo una fuente viva de sugerencias y orientaciones pastorales, pienso que acaso el mayor valor que pueda tener hoy para nosotros es el ejemplo de su misma realización. Lo que entonces parecía difícil o imposible se comprobó como una experiencia eclesial capaz de romper barreras, tender puentes, deshacer prejuicios, abrir los corazones al diálogo y al mutuo enriquecimiento. Los principios y declaraciones de los documentos y de los libros allí los vivimos y convivimos como una fuerza, como una presencia, como una gracia, como un sacramento.

Por eso me pregunto si aquello fue el final, un tanto malogrado, de un camino o una primera etapa para un camino más largo. Y sueño despierto pensando que aquella asamblea conjunta de obispos y presbíteros pudiese tener ahora su continuación en otra más conjunta todavía, en la que nos reuniéramos obispos, presbíteros y también representantes de los laicos de las diócesis españolas, así como de religiosos y religiosas. Hoy sería tanto más fácil cuanto que ya existen en nuestras iglesias cauces e instituciones de colaboración y de corresponsabilidad por los que se podría canalizar su preparación con la orientación y la presidencia de la Conferencia Episcopal.

Para una mayor expresividad eclesial, después de los días de trabajo y reflexión de la asamblea estrictamente tal, se podrían realizar algunas celebraciones masivas durante el fin de semana a las que se invitara a todos los católicos españoles que desearan asistir. Acaso podría ser una buena ocasión el ya mítico año 1992, en este caso no tanto para mirar al pasado cuanto para impulsar nuestro compromiso hacia el futuro en esta nueva España que convive dentro de una nueva Europa que necesita una nueva evangelización.

Puestos a soñar, ¿no sería ésta una magnífica oportunidad para que el Papa realizara una nueva experiencia de visita pastoral, acompañándonos no durante una celebración esporádica, sino asistiendo durante toda la semana? ¿Dónde mejor y en el menor tiempo posible se podría conocer en vivo y en su conjunto la realidad de una Iglesia tan rica, tan compleja y tan importante como es la Iglesia española?

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