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Malos movimientos

Melevanté temprano, cuando resulta que estaba convencido de que me levantaría muy tarde, pero se me abrió el ojo a las ocho de la mañana y ahí se quedó, fijo y redondo. Era mi primer día de vacaciones. Pensé que era el ansia de estar libre, de ver cómo era el mundo por las mañanas, a esas horas abisales en que se escuchan las voces matemáticas de los conserjes y el runrún, o como se quiera llamar, de las cafeteras de la planta baja. Quiero decir, en un día normal.Al día siguiente salía con los amigos y una novia que tengo (nos vemos los fines de semana, sin menoscabo de nuestro amor) hacia una casa de la Costa Brava y supongo que quise aprovechar también el día de los preparativos para disfrutar del proyecto. Los viajes son siempre iguales, pero los prolegómenos nunca se parecen en nada. Todas estas razones me animaron a saltar de mi pereza como el resorte de un gatillo perfecto.

A las ocho y media estaba desayunando en la cafetería del barrio, ante el periódico y una increíble tranquilidad para leerlo. De todas maneras, sólo perdí unos minutos, y casi puedo asegurar que a las nueve menos cuarto viajaba ya en un vagón del metro en dirección a unos grandes almacenes donde tenía previsto comprar tres o cuatro pares de calcetines de hilo (odio enseñar los pies en verano y el hilo es lo único que me permite asegurar ese principio sin cocerme las plantas).

A pesar de que todavía era temprano, la sección de caballeros estaba atestada. Recuerdo que me puse un poco nervioso a causa de la espera y que de cuando en cuando miraba maquinalmente el reloj. Una tontería, no sé, costumbres. Cuando al fin me atendieron la ansiedad me obligó a comprar ocho pares, para cubrir en lo posible la cantidad de tiempo gastado. A eso de las diez y pico andaba otra vez en la calle. Visité una farmacia, dos droguerías, una tienda de deportes, tres zapaterías, y ahí me dieron la una, creo yo. Me sentía un poco acelerado por el movimiento que me había traído. Una moto que casi me peina la barriga en un semáforo me recordó que yo no había utilizado la mía en todo el verano. Y no me la llevaría a la Costa Brava, eso no entraba en el plan. Una moto magnífica, tengo que decir, de las que exceden los límites. Si me apresuraba podía llegar al garaje y presentarme en Segovia, por poner un caso, a la hora de comer. Eso hice. Lo malo es que aquello estaba como en fiestas y acabé tomando un mixto en un bar de la plaza Mayor. Como los días de oficina. Menos el detalle del sitio, se entiende. Miré el reloj y me asusté. Casi las cinco. Volví como una bala. Tenía la casa patas arriba, el equipaje sin hacer, mi novia (aunque era jueves) había decidido que nos encontráramos a las nueve en un restaurante del Manzanares. El tiempo justo. Con más manos que Buda llené mis dos maletas, hice la cama, eché el anticucarachas, tejí el hilo de algodón para las plantas, arrojé un líquido verde a los baños, le di a las manivelas de las persianas y salí disparado en mí magnífica moto hacia el Manzanares. Puntual.

La verdad es que no conseguí distenderme durante la cena. La chica que amo habla mucho y tiende a producir en mi delicado sistema nervioso una sensación vertiginosa: que parece que va uno muy deprisa y a ninguna parte. La partida estaba prevista para las siete de la mañana. Nos despedimos con brevedad.

No sé explicar muy bien lo que pasó a continuación. Llegué a casa y fui directamente al baño. Me estaba lavando los dientes delante del espejo, como tengo por costumbre, cuando sin venir a cuento, y con la boca imposibilitaba por la espuma del dentífrico, dije:

-Un día menos.

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Me cambié el cuerpo. No puedo explicar más. El estómago se cerró en banda y el dentífrico salió disparado contra el espejo. Un día menos.

He faltado a la cita. Ahora estoy en mi oficina, mirando la pared y riéndome del tiempo que pasa lentamente. Yo no me muevo. Aquí se está bien, y si los días se gastan, que se gasten.

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