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Ferlosio

El canibalismo es una costumbre literaria. Yo recuerdo los tiempos en los que devoraba libros, y no puedo separar esa memoria de la idea de un festín. Con los grandes autores, el consumo era ritual, delectable y reiterado, por intentar apropiarme su secreto, la magia y su virtud. Así puedo ahora componer un menú monstruoso, como si me comiera un retrato de Arcimboldo. He degustado los ojos de Nabokov, he masticado el corazón de Cervantes, he paladeado el hipotálamo de Stendhal. De Joyce me han gustado las manos, que en una fotografía vi frágiles y membranosas, como alas de pollito. Hemingway me incitó a que me comiera su miembro, pero él era un anciano, o yo era joven, y más me atrajo el sexo desconcertado y lírico y algo turbulento que me proponía Kerouac, su hermano menor. No sé de qué tejidos se ha compuesto mi piel, quién finalmente me ha otorgado la palabra. Siento querer ser muchos y al cabo ser sólo yo. Pero hay un escritor español que me ha ofrecido un órgano vital: de Sánchez Ferlosio he devorado el hígado, donde dicen que radica la ira, y que Prometeo prueba, en su castigo, ser la víscera del conocimiento.Eso es todo lo que sé sobre gastronomía. Cuando era adolescente, los libros venían a mis manos en una sucesión desordenada. Ni los poseía realmente ni los coleccionaba, los digería. Pienso en libros y recuerdo la pintoresca descarga (le las cajas de pescado en verano, en la lonja de Santander. El mar me aburría, porque soy hombre de la sierra, o, puestos a cambiar de paisaje, soy hombre de ferrocarril. En la abundancia de arena y playa, en lo excesivo que resultó el océano aquel verano, tuve la revelación de Alfanhuí, y al punto cesaron los juegos de familia, y no advertí la arena hasta en la sopa que era sopa crujiente, y me despedí del mundo por una estación, porque precisamente con ese libro estaba descubriendo el mundo. Alfanhuí era un niño con nombre de ratón o de sable, según las contradictorias implicaciones de mi lectura. Yo ya no era un niño. Yo ya no podía ser Jim Hawkins en la isla del tesoro. Ni el grillo de Pinocho ni el loro de John Silver eran ya mi conciencia y mi ardid. Alfanhuí señalaba otra cosa. Me advertía que alzando la mirada entraría en la madurez, y antes era preciso hacer acopio de todos los conocimientos irracionales, de toda la ciencia incoherente acumulada en mi propia infancia, los sonidos, los rótulos, las opiniones de mi abuelo y las sensaciones varias. En aquella frontera, Alfanhuí me enseñó a recoger las cosas de otro modo, y a nombrarlas. Era el año de California dreaming, y lo cantaba un grupo, The Mamas and The Papas, cuya estrella principal arrojaba 130 kilos en la báscula, y creo yo que era un mutante.

Luego ha pasado el tiempo. Dicho así parece que realmente el tiempo avanzara, aun cuando yo piense que el tiempo personal es una barra de aleación conductora, que no penetra ni va a ningún lado, sino que transmite en un plano horizontal la luz del mediodía de hoy, a la que recordamos de otro mediodía, siglos antes. Pero pongamos que el tiempo editorial ha transcurrido, aunque sólo sea por acumulación, y han pasado por mis manos tantas cosas como quedan reseñadas en el menú antes descrito, y se han sucedido para Ferlosio los años de silencio, entregado enteramente, según dicen, al estudio de la ciencia militar y de la hidráulica. Pero eso se acabó, o el espacio del silencio en la memoria ha sido corto. Y, así, a la distancia de una mirada está el adolescente que yo era con Alfanhuí en las manos, y cerca de mí, hombro con hombro, está el hombre que soy, leyendo El testimonio de Yarfoz. Me figuro una tierra virtual. Me creo que es Región, pero es Iberia. Ya estoy viendo que aquí se me cruzan dos autores, pero ésa es, junto con la levitación, otra invisible función de la lectura.

Probablemente Montesquieu alguna vez pensó que Francia pudiera ser únicamente el invento de un cortesano persa. Yarfoz no habla de otro modo. Ferlosio ha contado una historia de mi tierra anterior a los mitos, o, si quisiera expresarlo de forma más cabal, anterior a cuanto yo hasta ahora había leído. Retiro de Ferlosio la impresión de saber, y no sé qué misterio he penetrado, porque es lo indecible el precio que se paga por cualquier iniciación. Pueden ya suceder los pastores guerreros y los arbitristas, los labriegos, los memorialistas y los cantones de amables costumbres y estructura radial. Ésa es la historia de la Península, sobre la cual Yarfoz injerta su testimonio con una perfección indefinida, que no hubiera descartado Montesquieu para hablar de los suyos. La ciencia es tan extraordinaria como la que pudiera derivarse de la lectura de Herodoto, considerando que todo lo que el griego cuenta pudiera no haber existido, y su texto es sólo hipótesis aseverada, certidumbre sin rastro. Del mismo modo, hay una geografía de Iberia que no ha existido jamás, aun cuando su entidad literaria sea de igual peso, de idéntica calidad, que la de alguno de nuestros ríos. El lector puede cabalgar días enteros, y regresar por la noche al reposo de su espíritu. Ni los romanos han hallado las bocas del Ebro, ni los fenicios han puesto el pie en las arenas cupríferas de Cádiz. Y en el paisaje aparecen, fugaces, el lapso de unas líneas, los monos mendicantes, fósiles vivientes de la especie anterior, como esos hombres de Neardenthal que, según cuenta Herodoto, los Garamantes cazaban con sus carros.

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Se suceden las generaciones. Alfanhuí me enseñó lo que supo en su infancia, y lo que yo debía aprender antes de abandonar la mía. El ente imaginario que es la historia, la esencia literaria de las constituciones y los reinos, me lo ha enseñado Yarfoz. Nunca he encontrado a Sánchez Ferlosio. Se da el caso de que jamás he visto una fotografía suya. Al escribir su nombre y mi relación con él debo, por tanto, acudir a otro tipo de representación. Juan Benet posee un cuadro que yo admiro. Muestra una cancela cerrada sobre un camino fúnebre, en un parque de follaje espeso, luz indiferenciada y sin valor. Por algún comentario he sabido que también Ferlosio aprecia esa pintura que, sorprendentemente, su dueño, más aficionado a la pintura naval, mantiene arrinconada. Me complace imaginar que hay algo en ese cuadro que nos une, cerrado y secreto como esa, cancela, práctico a la hora de imaginar la muerte, de la que: quizá Ferlosio pueda suministrar en otra obra, tras el niño y el adulto, mayor revelación.

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