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Tribuna:LECTURAS DE VACACIONES
Tribuna
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Hogar, dulce hogar

El primer impacto visual de mi niñez ocurrió aquel día en el que por primera vez tuve conciencia de que mi padre no comía el arroz con leche como las demás personas. Mi padre, el gran depredador, engullía el festín de su postre a dos manos, portando en cada mano una inmensa cuchara sopera. Recuerdo que aquel día mi madre comenzó a reprenderle con suavidad: "Querido, ¿no te daría lo mismo comer como las personas civilizadas?". Mi padre objetó que él no se fijaba en cómo comían los demás, que llevaba toda la mañana trabajando y que el hecho de comer a dos manos no era un problema de civismo, como ella creía, sino más bien de habilidad.-Tú, como siempre andas torpe en Ia cocina, me envidias. Eso es lo que te pasa, que te gustaría que todos fuésemos como tú.

Y al observar el mutis de mi madre, siguió mortificándola un poquito más:

-¿Quién te ha dicho que comer así es de mala educación? Convéncete, querida, tus juicios son como los del vulgo, pura rutina.

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-Mis juicios serán lo que tú quieras -saltó mi madre-, pero todavía sé distinguir entre una persona y un cerdo.

-¿Cuándo has visto comer a un cerdo con dos cucharas perfectamente sincronizadas? Di. ¿Cuándo? ¿En el circo? Ni siquiera en el circo lo has podido ver.

Y dicho esto siguió a lo suyo, tan contento, rezumando leche por entre las comisuras de los labios, y de su barbilla, su papada y su garganta pendía una espejeante cascada de leche y arroz.

-La verdad es que nunca me debí casar contigo -le espetó mi madre con la cara llena de repugnancia.

-Efectivamente, la imaginación y el matrimonio se llevan muy mal. De todas formas, querida esposa, te casaste conmigo porque me deseabas a rabiar. Reconócelo.

Llegado a este extremo, mi madre, encolerizada, arrojó la servilleta al suelo y, armando mucho ruido con la silla, se levantó y se fue. Mi padre la siguió con la vista y, antes de que desapareciera, dijo templando la voz:

-Tira la servilleta, destroza la silla, rompe vasos, pega al niño, pero con ello no vas a conseguir que el arroz con leche te salga más trabadito. Lo tuyo, querida, es un problema de cabeza.

-¡Cállate ya! -gritó mi madre desde el umbral de la cocina- ¡Estoy harta! ¡¿Lo entiendes?! ¡Harta! ¡Harta! ¡Harta de ti!

Yo, desde el fondo de mis seis años, y tirado en el suelo, seguía friccionando el cochecillo que me acaban de regalar. De cuando en cuando miraba a mi padre, del que me imantaba su insólito proceder, y él, al darse cuenta de mis ojillos espantados, trataba de tranquilizarme:

-¿Tú entiendes a las mujeres? -me decía- Yo no. Las mujeres, Quico, recuérdalo bien, son como gallinas listas. ¿Tú sabes para lo que vale una gallina lista? Una gallina lista pone huevos, ¿no? Bien. Pues tu madre puso una vez un huevo,luego otro, luego otro, luego otro y luego otro. Cinco huevos puso tu madre. Por eso tienes cuatro hermanitas. Tu madre, Quico, es una gran ponedora de huevos.

Yo me deslizaba por el suelo, acorralado por sus palabras, buscando cobijo detrás del sofá. Desde allí, parapetado tras el respaldo, le seguía observando con máximo interés. Una vez que mi padre dio buena cuenta del arroz con leche, retiró el plato y atrajo hacia sí un flanero cuyo contenido era un flan Potax. Mi padre asió el flanero y fue presionando el borde con la yema del dedo gordo. El dedo ejercía de abrelatas, y una vez concluida esta operación lo volteó con singular habilidad sobre el centro de otro plato. Mi padre, incorporándose, mirando el flan casi con lascivia, recogió sus manos por detrás e inclinando paulatinamente el cuerpo llegó con la superficie de los labios hasta su objetivo. Una vez allí abrié la boca y el flan Potax desapareció en décimas de segundo, absorbido como si fuese un espárrago.

-A esto se le llama comer por succión -dijo-. (Supongo que me dijo a mí, porque mi madre, mis hermanas y mi abuela hacía tiempo que se habían levantado de la mesa.)

EL GRAN DEPREDADOR

Otras veces, mi padre, el gran depredador, no sé si por hacer la gracia o qué, sacudía violentamente los muslos del pollo para que la grasílla salpicara de rebote a mi abuela Matilde. Un día mi abuela le tiró un vaso de agua a la cara y desde aquel día mi padre: dejó de sacudir muslos. Bueno, siempre gustaba entregarse a algún equívoco ademán, como por descuido, para que alguna untuosa gota o desperdicio en forma de piltrafa alcanzara el brazo o el rostro de mi abuela. Cuando esto ocurría, inmediatamente le pedía perdón.

Otra costumbre muy amada por mi padre era la de meter el codo en el cazo de la leche para comprobar su temperatura. Y en inviermo se remangaba la camiseta, la camisa y el jersei para que dichas prendas no extorsionaran su incursión láctea. Una vez, qué gracioso, se quemó y empezó a dar saltos: "¡Coña, leche jodía, me quemé!", dijo, y le pegó tal tantarantán al asa del cazo que éste salió despedido en dirección contraria a la pretendida. La leche le abrasó el cuerpo y la mano. Mi padre, entonces, desconcertado, se desvistió muy deprisa, y mientras el chorro del fregadero le calmaba se quedó desafiando al cazo. Dijo: "Te juro, puto cazo, que me las pagarás". A mí me gustaba espiarle, seguirle por toda la casa, porque mi padre era casi tan divertido como un tebeo.

Sí, mi padre hacía de lo cotidiano un acto inconfundible. Tan inconfundible que contando con tan escasa edad me hizo una trastada que todavía hoy, pasado tanto tiempo, no he podido olvidar. Resulta que era muy melindres para comer, a todo ponía reparos y nada me gustaba. La hora de la comida era para mí como la cámara de la tortura, y cuando llegaba ese momento agarraba unas rabietas que casi siempre terminaban en tragedias familiares. Aquel día, no sé, me puse chistoso y al preguntarme mi madre que qué quería para comer le respondí que plátanos con caca.

-¿Qué quiere comer hoy el rey de la casa? -preguntó risueña mi madre.

-Plátanos con caca.

-Anda, dime, Quico, no seas bobo, ¿qué quieres comer?

-Plátanos con caca.

-Venga, no me hagas enfadar... ¿Te frío un filetito rico y unas patatas fritas muy ricas?

-No. Quiero plátanos con caca.

Mi madre, como era el pequeño, me lo consentía todo, pero su paciencia, según ella, tenía un límite. Estuvo luchando conmigo durante un buen rato hasta que ya, desesperada, a punto de darme un azote o cuatro berridos, apareció mi padre, salvador de la situación, con un plato de apariencia tropical. Se acercó muy serio y lo dejó a pocos centímetros de mi cara. "Toma, hijo, buen provecho".

-¡Pero qué es eso! -exclamó estupefacta mi madre.

-Lo que ha pedido -contestó mi padre con naturalidad.

Mi madre tardó en reaccionar. De pronto, tapándose la cara y la nariz, comenzó a gritar y a insultarle: "¡Llévate eso de aquí, so asqueroso, que estás para meterte en un manicomio!". Mi padre, mirándome a los ojos, dijo: "¿Lo quieres o no lo quieres?". Encorseté con los brazos la cintura de mi madre y llorando le dije que no, que se lo llevase. Posteriormente, pasado el susto, comí sin rechistar todo lo que me pusieron encima de la mesa.

Mi padre gozaba de una copiosa biblioteca, aunque sólo leía y releía a don Armando Palacio Valdés. Sentí curiosidad por la querencia y se lo pregunté, que por qué esa obsesión. "Hijo, es un autor que entiendo", me contestó. Por aquellos tiempos existía un amigo de la casa, el señor Lucas, que de cuando en cuando nos hacía una visita. Mi padre le dejaba libros y el señor Lucas, que cojeaba ligeramente de la pierna izquierda, se dejaba querer a la hora de devolverlos. Mi madre le tenía mucha tirria, nunca supe si por lo de los libros o por lo de la cojera; el caso es que no lo podía disimular. Una tarde el señor Lucas llegó calado hasta los huesos por la lluvia y con mucha prisa. "Déme algo", le dijo a mi padre, "que con esta nochecita que se presenta apetece el calor de la estufa y un buen libro". Mi padre se dirigió a la biblioteca y le obsequió con la novela Patapalo, de Bartolomé Soler. Mi madre siempre cuenta esta anécdota con gran regocijo y derroche de alharacas, pero mi padre suele apostillar: "A tu madre le hizo gracia aquello porque padece de morbo. Sí, Quico, es una enfermedad como otra cualquiera".

La verdad es que en lo tocante al morbo mi madre era una mujer curiosa. Lo primero que leía del Abc eran los sucesos, y un día la pillé contando las esquelas. Mi padre, casi siempre por este motivo, se mostraba muy desagradable con ella. Un día se pasó muchísimo:

-Raquel, ¿por qué no te suscribes al Todo Crimen? Viene muy completo.

-Porque no me da la gana.

-Mujer, ya sabes lo que dijo Stendhal, hay que atreverse a sentir lo que uno siente.

-A mí lo que diga ese señor y lo que digas tú me entra por un oído y me sale por el otro.

-Mal hecho. Mal hecho -dijo mi padre quedándose pensativo- Por cierto -insistió-, ¿tú sabes quién era Stendhal?.

Mi madre continuó planchando como si no hubiese escuchado la pregunta.

-¿A qué te suena? ¿A raza de perro?

Mi madre siguió callada sin levantar la vista de la plancha.

-¿A raza de perro o a jersei inglés?

EDUCACIÓN

Mi madre, dejando la plancha a un lado, le miró con lágrimas en los ojos y sin mediar palabra se marchó de la habitación. Mi padre me miró a mí, encogiéndose de hombros, y yo, eludiendo la mirada, también me fui.

Mi madre, proveniente de una aldea gallega, no era una mujer culta. Se había educado en un ambiente enrarecido por la superstición y el disparate, y esa lacra, que a veces se manifestaba en forma de pensamiento y otras en forma de sentimiento, era algo que a mi padre le resultaba insufrible. Recuerdo que un día, estando yo jugando con mis soldados y mis fuertes, sé le escapó a mi madre la emoción, que no se pudo contener. Dijo: "¡Halá, en Santander ha hablado un gato!". En seguida sus ojos recorrieron con rubor la estancia, y al comprobar que sólo estaba yo acercó de nuevo los ojos al periódico y siguió leyendo con avidez.

-¿Qué pone, mamá? -pregunté movido por la curiosidad.

-Nada. Tonterías.

-Anda, léemelo.

-¿El qué?

-Eso, lo del gato.

-Si es una tontería. Nada, que dice que un gato ha dicho no sé qué.

-Anda, porfa, léemelo.

Mi madre me miró complaciente y atenazando el periódico con seguridad se dispuso a leerme lo ocurrido: "En la tarde de ayer, un gato, que atiende por, Peluso, habló ante un buen número de testigos. El gato orador se subió a una silla y emitió sonidos en los que se pudieron percibir claramente los vocablos "¡callad!'", "¡dejadme!". De inmediato fueron avisadas las autoridades locales, sin que al cierre de la redacción se sepa si se trata de una broma de mal gusto o de un fenómeno paranormal".

-¿Qué es un fenómeno paranormal, mamá?

-¿Fenómeno paranormal?... Pues ahora que lo dices... Supongo que se referirá a algo que no es normal.

-¿Un gato puede hablar?

-No creo..., en fin, no sé..., si lo dice el periódico...

Mi madre había nacido en Poliño, y su abuela Rosario, también natural de Poliño, pasó a la posteridad como una de las brujas más brujas de toda Galicia. Mi bisabuela Rosario recogía hierbas por los cementerios y también rayaba huesos de los muertos, con cuyo polvillo ejercitaba encantamientos de amor y de olvido. Mi bisabuelo Matías, que era un poco bestia, la sorprendió un día en trance, untándose el cuerpo de aceite, y la molió a palos. Al poco tiempo lo contrataron de maestro fresador en la línea de ferrocarril BurgosBilbao y desapareció para siempre de la vida de Poliño y de la vida de mi bisabuela. No se sabe si por despecho, o bien porque le corría por la sangre como lo más suyo, el caso es que mi bisabuela, a partir de entonces, se entregó de lleno a su vocación. Con ello consiguió dos cosas importantes: colmar su vida por un lado y sacar adelante a su hija, mi futura abuela Matilde, que también fue otro pájaro de largo vuelo.

Mi bisabuela Rosario, tras la espantada de Matías, tuvo una época muy fértil durante la que ganó bastante dinero. En el álbum familiar del recuerdo han quedado registradas las siguientes gestiones: la más frecuente consistía en las sangrías que llevaba a cabo para curar diversas hinchazones del cuerpo (de ahí el apelativo de chuchona; Rosario la Chuchona). A menudo utilizaba las sanguijuelas, pero también la incisión, para luego, sin dudarlo, tirarse de boca y sin pérdida de tiempo succionar los miasmas del enfermo. Para impedir que la viruela saliese en los ojos de los afectados mascaba un diente de ajo y les echaba el aliento. Tenía gran devoción mí bisabuela por los ajos y las cebollas. Así, a las personas mordidas por un perro rabioso las encerraba durante un mes en una habitación con una dieta muy estricta: ajos, cebollas y agua. Sobre el recipiente que contenía el agua debía permanecer, vigilante, la rama del eucalipto. Nada desaprovechaba mi bisabuela de la naturaleza. Si a los enfermos de rabia los curaba de esta guisa, a los enfermos de cáncer les aplicaba pelos quemados de las barbas de un chivo. Y para hacer desaparecer el dolor de vientre cogía un topo, lo abría de cuajo y lo restregaba por la zona. Pero donde mi bisabuela marcó el listón de su celebridad fue en la curación de tortícolis y lumbagos. La curación consistía en hacer pasar por la parte dolorida los pechos de una mujer virgen. Con este método incrementó la clientela y ganó mucho dinero.

Con los ahorros compró un pazo y le dio una educación exquisita a mi abuela Matilde, rodeándola de toda clase de institutrices. Institutriz de inglés, institutriz de música, institutriz de cocina, institutriz de quehaceres domésticos, institutriz de saber estar e institutriz para prevenir celadas amorosas. Pero mi abuela no supo aprovechar todo ese benefactor caudal que mi bisabuela le brindó. Mi abuela Matilde, que desde pequeñita ya mostró un carácter arriscado y vocinglero, quiso seguir los pasos de su madre, mi bisabuela, pero le faltaba ingenio y le sobraba perfil. Tenía la nariz aguileña, la tez sonrosada, pelo híspido y azanahoriado, pañoleta en la cabeza, y sí que sí parecía la auténtica bruja rebruja. Yo porque estaba acostumbrado, pero mis amigos de la escuela, sobre todo Manolo, sentían cierta prevención a la hora de venir a casa.

PERSONALIDADES DISTINTAS

Poco, muy poco tenía que ver mi abuela Matilde con mi bisabuela Rosario, de la que todo el mundo alababa su firme carácter y sus astutos recursos. Mi bisabuela, según cuentan, fue muy guapa, y eso ya era un grado en favor de su credibilidad. Luego tuvo suerte y curó con un encantamiento de los suyos a un enfermo desahuciado, por los médicos. Comenzó a coger fama y a ella acudieron las más conspicuas familias de Galicia. Se cuenta que una vez llegó hasta su casa un notable matrimonio de Viganzos con un hijo microcéfalo. El matrimonio estaba formado por dos primos hermanos y su desdicha era inconsolable. Empero, contra la microcefalia genética mi bisabuela recomendaba sin piedad resignación cristiana.

-¿Pero no se puede hacer nada? -preguntaron anhelantes los cónyuges.

-Yo desde luego no -contestó rotunda mi bisabuela.

-Pero... ¿nada de nada?

-Nada de nada.

-¿Y hemos venido hasta aquí para esto?

-Lo siento... A mí no me gusta engañar a nadie.

-Pero si nos casamos con el consentimiento papal...

-Lo siento, de verdad que lo siento. Lo único que puedo decirles en esta hora es que sean fuertes y recen.

La madre de la criatura se fue echando pestes, diciendo que mi bisabuela era una impostora y que tenía de bruja lo que ella de monja. Su marido la tuvo que contener porque si no la contiene seguro que hubiesen llegado a algún tipo de refriega física.

Esta anécdota también le reportó mucho cartel entre los aldeanos, que se hacían lenguas en comentar el suceso y en cómo la cordura de doña Rosario había primado sobre el capricho de los ricos.

Claro, que al lado de esto podríamos sopesar el elevadísimo número de desaguisados que mi bisabuela practicó. Por ejemplo, el abortivo utilizado con las preñadas era espectacular: vinagre a chorros y tras el primer escozor, con la víctima anestesiada por el pánico, introducía una sonda y hurgaba a la aventura Unas veces le salía bien y otras le salía mal. Cuando le salía mal lo intentaba dos veces más, con un intervalo de una semana o así, y si la embarazada seguía terca, sin querer soltar el feto, la dejaba por imposible con un argumento aplastante: "Hija, Dios quiere que tengas el hijo. Es la prueba del tres. Intentarlo de nuevo sería ofender a Dios". Las embarazadas de obstinado embarazo se iban un poco desconcertadas, cuando se iban, porque es muy posible que más de una semana en la mesa de operaciones. En este sentido mi abuela Matilde se muestra parca a la hora de hacer comentarios. Se sabe que hubo un juicio, cuya sentencia se dictó el 11 de junio de 1907, en donde mi bisabuela fue absuelta por falta de pruebas. Allí anduvo metido un médico guipuzcoano, medio amigo medio amante de mi bisabuela, que declaró que la enferma había sido tratada por él y que la hemorragia que la llevó a la tumba fue producida por un pólipo del tamaño de una naranja.

CREENCIAS AMBIGUAS

Mi bisabuela, por las referencias que da mi abuela Matilde, fue una mujer muy religiosa. Una mujer, bueno, de creencias un tanto ambiguas, porque lo mismo ponía la imagen de san Froilán enfrente, al que se encomendaba durante los abortos, que metía unas tijeras abiertas debajo de la almohada para aliviar los dolores de cabeza. Y si había que invocar al mismísimo diablo, tampoco se arredraba en el empeño. Una mañana le llegó un lugareño explicándose en estos términos:

-Señora Rosario, usted ya sabe, yo soy muy bueno, que de bueno que soy me tienen por falto, y todo el mundo se aprovecha de mí. Quiero que me meta el mal en el cuerpo. No mucho, pero un poco de mal bien me vendría.

Mi bisabuela le dijo que colgara de la rama de un castaño un gran crucifijo y que con un mulo de su propiedad debía conseguir cocearlo. "Cuantas más coces le dé", aseguró, "mayor mal recibirás".

-¿Una vez al día bastará? -preguntó el lugareño.

-Dos veces al día durante la primera semana -rectificó mi bisabuela-. Luego vienes, me cuentas los efectos y ya veremos. ¿Hace?

-Hace.

-Vaya usted con Satanás.

-Muchas gracias, doña Rosario... Esto..., quisiera ajustar con usted los, dineros antes de irme.

-Ande, ande, váyase sin cuidado que tiempo habrá.

En otra ocasión llamó a su puerta una zagala muy compungida de la cual aseguraban los vecinos que encantaba los ganados y echaba a perder las cosechas.

-La gente dice que mosco el ganado. Ya ve.

-¿Y es cierto? ¿Lo moscas?

-No señora, eso son habladurías, ganas de hablar, qué voy a moscar yo. Lo que pasa, sabe, es que tengo costumbre de pellizcar por saludo y creen que soy bruja por ello. Pero no es cierto. Es una manía. Nervios. El Nicolás, el hijo de la Nicolasa, va diciendo que me transformo en mosca para moscar su ganado. El Nicolás anduvo cortejándome, sabe, cuando chicos, y como no le correspondí, pues eso. También dice que le robo la leche, que por la noche soy culebra y me arrastro hasta su vaquería para ordeñar las vacas. ¿Sabe lo que creo de todo esto? ¿Sabe lo que creo? Que el Nicolás sigue enamorado de mí. Eso creo.

-Bien. Ahora te voy a dar un filtro a base de raspadura de fémur, lo dejas secar y tienes que conseguir que inhale unas cuantas dosis. Eso hará distraer sus inclinaciones.

-¿Que inhale?... ¿Cómo que inhale?

-Que respire y se la meta por las narices.

-No se deja.

-Eso ya..., de ti depende. Te las tienes qué-gomponer para que se deje.

-Lo intentaré, doña Rosario, lo intentaré, aunque lo más probable es que me dé un sopapo.

-Dile que es bueno para el catarro.

-Sí, algo de eso le tendré que decir, porque si no... ¿Y usted cree que me dejará en paz para siempre?

-Seguro. Cuando te vea, sus ojos verán una viscosa placenta de peludas patas y te cogerá muchísimo asco.

-Eso tampoco, doña Rosario...

-En qué quedamos, nenita, en qué quedamos, ¿tú quieres que ya no piense más en ti?

-Sí..., bueno...

-¿Sí o no? . -

-Sí, doña Rosario..., no se enfáde usted.

-Entonces hazme caso y no le des más vueltas.

Mi bisabuela murió en la segunda década del siglo, y la verdad, fue una pena que muriera. Personas así tendrían que vivir 300 o 400 años para que el mayor número de transeúntes pudiéramos disfrutarlas. En fin, descanse en paz o en aceite de oliva, lo que el Señor mejor haya dispuesto para la buena conservación de su alma.

Mi bisabuela había muerto, pero todavía quedaba mucho siglo por delante, mucha gente por nacer, y uno no se iba a encontrar nada solo.

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