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Oficio de apocalíptico

Siempre me han producido muy incómodas alergias los cultivadores del género apocalíptico. No es que abunden en demasía, pero dos juntos cunden como una multitud. La verdad es que se les nota enseguida el gesto de predicador, usan de la trompeta con frecuencia denodada, aun contando con que suelen disfrazarse de francotiradores de la moral o de paladines de la justicia. También los hay que ofician sin mayores disimulos en la previsión de catástrofes y quienes ostentan el rango de rastreadores de las copiosas miserias humanas. Por lo común, tienen la lágrima pronta, el hábito del cancerbero y el corazón en incorregible estado de alerta. No me refiero ahora, sin embargo, a ninguno de esos supuestos avisadores de plagas. O quizá me refiera a un prototipo que los engloba a todos y cuya fama reside, como la de Cioran, en la propensión incansable a dar fe de un grave inconveniente: el de haber nacido. Lo cual, además de no suponer ningún despilfarro de la clarividencia, resulta ciertamente engorroso.Esos adeptos al Apocalipsis en versión local tienden a incurrir en dos restricciones: carecen del más rudimentario sentido del humor y sufren de una agotadora tendencia al manejo de hisopos. Vienen a ser, por méritos no siempre reconocidos, como acusadores nada privados y a escala grandilocuente de lo que se ha dado en llamar inseguridad ciudadana. La cultura sociológica o el primor expositivo no tienen nada que ver en este caso con la contumacia argumental. Ignoro si todo ello se debe al síndrome milenarísta o a un simple desarreglo nervioso. A veces, la técnica -o la pereza- imaginativa posibilitan esos percances, sobre todo cuando se pretende demostrar que la historia en ningún caso se repite, sino que más bien se obceca.

Traigo a colación estos duelos y quebrantos porque cada vez son más profusas las noticias, proclamas, discursos donde comparecen, en mayor o menor grado de paroxismo, muy variadas y estentóreas alarmas. Es posible que se trate de una consecuencia más de ciertas normas educativas que eligen la dramatización o la espada flamígera con estrictos fines publicitarios. Una especie de desenfreno ideológico que también crea sus propias y viciadas redundancias. Todo está en peligro: la propiedad, las buenas costumbres, la familia, los mandamientos de la ley de Dios, la salud, la enseñanza, los tribunales de justicia, la naturaleza, la santa tradición, la paz, la economía. El futuro ya no es ni mucho menos lo que era. Siempre hay instrumentos, desde un misil a una navaja, que articulan la realidad de un modo directamente pavoroso. Nuestra vida está cercada de riesgos con capacidad multiplicadora. Sin contar con las de las galaxias y afines, hay guerras domésticas y gremiales para todos los gustos, incluidos los malsanos. Aunque la mayoría de ellas sean transitorias, tampoco es inverosímil que puedan perpetuarse en virtud de lo que los norteamericanos denominan, con acento adecuadamente marcial, ayuda humanitaria.

Resulta casi infantil sospechar que esa situación debe estar auspiciada desde algún todopoderoso negociado multinacional, allí donde toda ideología tiende a un crepúsculo santificante. No es prudente entonces descreer que la primera cláusula del contrato que nos ata al mundo es de orden competitivo. Por eso quizá adolezcan de una recalcitrante ingenuidad tantas formulaciones para enfocar al revés la militancia apocalíptica. Por ejemplo, pretendiendo neutralizarla por medio de un civilizado desarme o de un reajuste justiciero de la opulencia para paliar tantas terroríficas hambrunas o de la supresión de gastos destinados a defender a la patria de sus enemigos potenciales. De modo que lo más juicioso es admitir que la interpretación última del Apocalipsis -tiene una considerable- dependencia castrense. Quizá por eso se airee tanto y con tantas aplicaciones a un honor y a un decoro reglamentariamente nacionales.

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Me pregunto si ese catastrofismo profesionalizado no obecederá a una solapada. estrategia de carcoma. A la misma estrategia, por supuesto, que sustenta el equilibrio doctrinario de los retrógrados. Cuando se remiten a un idéntico escalafón de espantos la droga, las instalaciones corruptas, el aborto, los robos a mano armada, los trastornos de la bolsa, el terrorismo de varia lección, las inundaciones, la expansión del SIDA, la crisis de la enseñanza, los tejemanejes administrativos y demás signos recientes del desastre, no se está muy alejado de un gregarismo urbi et orbi. Es lo que pasa también con los que se arrogan el puesto de abanderados en la ofensiva contra la transgresión o la desobediencia del prójimo. Pues nunca son pocos los que gustan de ejercitarse por suelto en la violenta persecución de todo lo que consideran irreconciliable con sus principios. Y además lo hacen con el mismo frenesí con que favorecen las cortapisas a la libertad individual o propugnan todas aquellas prohibiciones que mejor franqueen los asaltos al poder. Dicen que, cuando se juntan más de dos de estos apocalípticos, abordan de consumo, antes incluso que las preces de rigor, la ilusión salvadora del golpe de Estado.

Ni siquiera hace falta recordar el hecho de que una renombrada especie de ultramontanos continúa en activo. Tampoco parece dudoso que sean los mismos que secundaron tiempo atrás las leyes orgánicas del rebaño, sólo que ahora esgrimen la honda de acuerdo con un actualizado pragmatismo. Cada vez que se abomina con severidad bíblica -y puritanismo hipócrita- de las últimas variantes de la corrupción o la degradación, siempre hay detrás un nostálgico de la tiranía.. O un fanático que desea hacer beber a los heterodoxos, mientras él vegeta al este del Edén, las siete copas de la ira del Apocalipsis. A lo mejor es que no aciertan a encontrar distinciones entre la cólera divina y la indignación de plausible alcance humano. Una actitud que, por emplear un símil caótico, puede equivaler a confundir la. metafísica con la física recreativa.

No soy demasiado optimista en relación con esos gatuperios. Ningún escéptico lo es. Pero hay excepciones que no sólo no confirman la regla del descalabro general, sino que la ponen en entredicho. Hace unos días, un amigo mío necesitó atravesar de madrugada una calle desierta. De pronto vio siluetea dos al fondo de la penumbra los bultos alarmantes de dos personas. Había demasiado silencio para que todo fuese tranquilizador. Según mi amigo, conforme se acercaban los dos viandantes barruntó en la mano de uno de ellos lo que parecía ser el brillo del arma homicida, lo cual tampoco le pareció una buena noticia. En vez de retroceder, sin embargo, tuvo una ocurrencia esplendorosa. Aligeró el paso respiró hondo y llegó a la altura de los que venían en sentido contrario. Se detuvo entonces les pidió, con ademán apremiante y voz entrecortada, 10 duros para el metro. Hubo u momento de expectación. Quizá circulara por algún recodo de la noche: esa anomalía que

veces se llama credulidad. Pero mi amigo fue finalmente retribuido con 100 pesetas, mientras uno de los transeúntes -con la voz también entrecortada- se permitía sugerirle que tal vez esas horas ya iba a encontrar cerrado el metro.

Hasta ahí una anécdota que en cierto sibilino modo, no pasa de ser la modesta crónica de u miedo recíproco. O de un miedo mutuamente improbable. Per que puede representar, para uso de desprevenidos, la ratificación de un pacto tácito, amén de conmovedor, contra las obcecadas y sacrosantas operaciones de los apocalípticos Pienso, en cualquier caso, que esa historia trivial es de las que entran en el catálogo de las fomentadas por tantos belicoso contagios ambientales, esos que aún siguen enfrentándonos a infortunio que merodea por todas las esquinas del siglo. Aun que, en último extremo, también es de las que deben ser asimiladas por quienes nunca han querido derechizar los temore -ilusorios o reales- de cada día.

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