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Terrorismo, jueces y policías / y 2

Dos figuras básicas en las que la sociedad sustenta su aspiración a acabar con el fenómeno terrorista son la justicia y la policía. El autor de este artículo, el segundo y último de su reflexión sobre el terrorismo, aborda el carácter con que ambas instituciones se enfrentan a la violencia en el contexto español.

La sociedad española, llena de problemas, plagada aún de injusticias y contradicciones, no se enfrenta fácilmente a sí misma; tiende (y esta tendencia es alimentada desde los más diversos discursos) a verse perfecta. La culpa de sus males no le es achacable, todos ellos provienen del Estado. Los jueces, como cualquier español, no quieren pertenecer a ese Leviatán, origen de todo mal social.Es perfectamente humano, aunque no sea razonable. Por otro lado, el poder judicial es independiente; palabra ésta, independiente, que ha tomado en España un especial contenido semántico. "Soy independiente", viene a ser una declaración de principios, tiene una carga heroica, es un adjetivo que ennoblece y aleja de las miserias cotidianas.

Independientes

Un periodista independiente no sólo es adjetivado de más sabio, sino también de más honrado; hay candidaturas independientes para directivas de clubes deportivos y para alcaldes en los más variados pueblos que, por el mero hecho de así presentarse, reclaman para sí toda la probidad en el manejo de la cosa pública. Todo ello se deriva seguramente de un discurso, ideológicamente reaccionario, muy presente en la sociedad española, que mira al noble y necesario quehacer humano de agruparse en tomo a ideas políticas como algo funesto que mata la independencia de criterios.

A eso vamos. El poder judicial es independiente en el viejo sentido de la Revolución Francesa, pero quiere, al parecer, ser independiente de forma polisémica. Sin entrar a discutir ahora si ello es así o no, hay una cosa respecto a la cual los jueces no pueden ser independientes, a saber: sus propios criterios, su forma de ser, su persona. Y hay otras dos cosas respecto a las cuales los jueces no debieran ser independientes: los intereses generales y las leyes.

Sobre el poder judicial, es decir, sobre los jueces, ha caído a partir de la Constitución una cantidad nada despreciable de responsabilidades, y, por tanto, de trabajo. Es muy posible que los medios materiales y humanos puestos a su alcance no hayan crecido al mismo ritmo. Más allá de los medios que el Estado haya puesto al servicio del poder judicial, lo que no ha cambiado sustancialmente es la organización de la justicia.

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Quizá sea este punto el que reciba más críticas cotidianas, pero pasar del manguito, el balduque y las copias con papel carbón al ordenador lleva su tiempo y su paciencia. Tiempo y paciencia de quienes tienen que organizarse el trabajo, es decir, de los jueces y de sus colaboradores, y paciencia también de la sociedad, que ha de esperar algún tiempo a que las cosas mejoren, como con toda la probabilidad ocurrirá.

Con todo, la polémica más llamativa y que encierra especial gravedad para la justicia, por lo que se dice y especialmente por lo que se calla, trata del papel de los jueces, y muy particularmente de los llamados jueces naturales, en la represión del terrorismo.

La situación es complicada. Por un lado, de los delitos del terrorismo entiende la Audiencia Nacional; sin embargo, de los delitos que se pueden cometer en la persecución del terrorismo entiende el juez natural. Muy poca imaginación y malicia hay que atribuir a los amigos de los terroristas para que no consigan enredar las cosas, de suerte que, aun no deseándolo unos y otros, fiscales, jueces y policías aparezcan más revueltos que juntos. Si en una acción policial muere un terrorista, el juez natural ha de intervenir para aclarar los hechos; si un terrorista declara haber recibido malos tratos, el juez natural también ha de actuar.

Dada la actual división del trabajo entre la Audiencia Nacional y los jueces naturales, estos últimos pueden aparecer ante la opinión pública como defensores de los derechos de los terroristas y de sus amigos. Ello es un pésimo regalo para la justicia y, por ende, para la democracia.

En este asunto parece ya sobrepasado el momento de hacer una apuesta definitiva, que no pueda ser otra que la de dotar a los llamados jueces naturales de competencias plenas en la represión de los delitos terroristas. Hay un solo argumento en contra, que tiende a obviarse por razones evidentes. El argumento es éste: los jueces naturales pueden ser fácilmente atemorizados, con lo que sus actuaciones podrían volverse proclives a los terroristas.

Esta objeción sólo se resuelve de una forma, falseándola o confirmándola en la práctica.

Por encima de ello conviene recordar que la convivencia democrática, y, en suma, una sociedad mejor, no se construye apostando a favor de las miserias humanas, sino a favor de la nobleza de las personas.

A la sociedad española y al Estado les toca ahora apostar a favor de la profesionalidad y rectitud moral de los fiscales y jueces que ejercen en el País Vasco, en Navarra, en Cataluña o en Madrid, lugares en donde con cierta reiteración vienen asesinando los terroristas.

Los policías

La policía española realizó durante el franquismo labores especialmente odiosas en orden a la represión política. También hay que decirlo, no tan miserables como las de quienes, sentados otrora en el Consejo de Ministros o en tribunales represivos, hoy, por mor de su extracción de clase, son ciudadanos que a veces se permiten el lujo de dar lecciones varias sobre la convivencia.

La labor de perseguir y, por tanto, tratar con delincuentes no sólo es tarea difícil, sino que inevitablemente conlleva el riesgo del contagio, y ese contagio se produce a veces en algún policía.

Estos son los dos puntos de mira llenos de recelo con que se contempla desde una óptica progresista a las Fuerzas de Seguridad del Estado: prácticas ilegales derivadas de una concepción no democrática y corrupción.

El problema real está en que existan tales ilegalidades, pero el problema político añadido consiste en que, sin existir significativamente tales prácticas, una parte de la opinión pública piense que son moneda generalizada.

Respecto al primer punto, el espíritu democrático de la policía, puede afirmarse sin riesgo que hoy, tanto los mandos policiales como las direcciones sindicales de la policía están compuestos por personas en este punto irreprochables. No se trata de que hayan asumido el sistema, sino que, como es su obligación, son sus defensores.

En lo que toca a las posibles prácticas corruptas, cabe decir, en primer lugar, que difícilmente la sociedad puede convivir con un aparato policial mantenido todo él bajo sospecha. Parece más razonable, por demostrado, que se trata de casos, siempre graves, pero aislados.

Se suele reclamar un diálogo político con los terroristas, aduciendo el apoyo social del movimiento Herri Batasuna; es otra discusión que también convendría racionalizar desde la óptica social antes que desde la política.

Una hipótesis podría avanzarse: Herri Batasuna ha conseguido vehicular políticamente a una parte de la sociedad marginada creciente en el País Vasco en torno a un proyecto político no democrático, en el que se concitan dos componentes ideológicos radicales, tan explosivos como el amonal que usan sus amigos de ETA, a saber: patriotismo e izquierdismo. No parece fácil que tal proyecto se desmonte sólo con palabras; más bien reclamaría políticas potentes de integración social.

Empero, lo que aquí se ha tratado de avanzar es una forma de entendimiento a este lado de la barrera, es decir, entre la inmensa mayoría democrática de la sociedad española.

Joaquín Leguina es presidente de la Comunidad de Madrid.

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