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Balance de un congreso

Cuatro acontecimientos relevantes en la vida pública española han tenido lugar durante este mes de junio: las elecciones municipales, para las comunidades y para el Parlamento Europeo, el Congreso Internacional de Intelectuales de Valencia, a los 50 años del que allí mismo tuvo lugar, los actos de conmemoración, celebrados en el Senado, (del Congreso Europeísta. de Múnich y la presentación de la Fundación María Zambrano. María Zambrano, aunque joven, era importante ya, como intelectual, en la España republicana de la guerra civil, y por eso traigo su mención aquí. El Congreso de Múnich fue el primer gran intento de reconciliación nacional llevado a cabo por españoles procedentes del bando de los vencedores: democristianos de Gil Robles y de su izquierda, monárquicos de Unión Española y militantes o simpatizantes del grupo político de Dionisio Ridruejo, con él a la cabeza, se reunieron con exiliados para, en el marco de la Europa democrática y con la vista puesta en la plena reincorporación a ella, reducir la fractura producida por la guerra civil. Yo voté, por supuesto, en las elecciones, moderé una de las sesiones que conmemoraron el Congreso de Múnich, en el que no estuve presente porque nunca he querido realizar otros actos estrictamente políticos que los del cumplimiento de mis deberes ciudadanos, pero sí colaboré en su preparación y estuve en la casa de María Zambrano el día de la presentación de su fundación, y desde el primer momento decline la invitación que se me hizo para participar en el congreso de Valencia, Sin embargo, solamente de este último acontecimiento voy a hablar aquí.La iniciativa de volver los ojos al Congreso Antifascista de 1937 se sitúa, obviamente, dentro de la serie temporal -serie incluso televisiva- de los sucesos bélicos de 1936 a 1939. Y en tanto que su rememoración parecía pertinente, y así se reconoce en el manifiesto de su convocatoria, una reflexión crítica sobre él. Es decir, sobre la paradoja de un congreso de intelectuales celebrado en plena guerra. "Cuando las armas resuenan deben callar las plumas", escribió, con razón, Ortega. Intelectuales eran, sin duda, muchos de los que participaron en aquel congreso. Pero ¿participaron, podían participar, en tanto que tales? En tiempo de guerra, la importancia de la función crítica, oficio del intelectual, cede ante la urgencia de la movilización. En el congreso de 1937 los intelectuales allí presentes comparecieron para militar a su modo en una guerra, poniéndose al servicio de su causa mediante un acto de propaganda.

La propaganda tenía sentido dada la ambigüedad misma de la significación de la causa. Los militares, apoyados en seguida por los regímenes fascistas de Italia y Alemania, se habían levantado contra la legalidad de la República, que, cuando me nos nominalmente, seguía siendo tal, aunque de hecho, aparte el solidario empeño de las Brigadas Internacionales, sólo por la URSS era sostenida. Mas, en tanto que república legítimamente constituida, aún abrigaba alguna esperanza de apoyo por parte de las democracias occidentales, parapetadas tras la trampa verbal de la no intervención. Mediante el congreso, los intelectuales podían ser internacionalmente oídos -y utilizados- como propagandistas, pero para ello debían presentar la apariencia, meramente antifascista, de una relativa independencia con respecto a las consignas comunistas.

La ponencia de mi amigo Antonio Sánchez Barbudo, que, por desgracia, no llegó a ser leída en el congreso, reconstruye bien ese clima en el que vivía el tolerado intelectual no perteneciente al PCE, en el congreso y en general en la España republicana de la guerra civil; y lo hace mediante el testimonio autobiográfico de una siempre amenazada libertad física, el grado casi cero de auténtica libertad intelectual y, junto a ello, la amplia libertad literaria, patente en la calidad, sostenida a lo largo de toda su existencia, de la revista Hora de España.

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A partir de esta constatada realidad, ¿qué revisión crítica actualizada cabría hacer hoy del congreso de 1937? A mi juicio, ninguna. Lo que los antifascistas -no me gusta la palabra-, los verdaderamente demócratas, tienen hoy ante sus ojos no es ni la dependencia fáctica del poderío militar de la URSS ni el crudo y duro fascismo de entonces, hundido con la derrota mundial y del que sólo quedan unos residuos, sino el neoconservadurismo occidentalista a ultranza y, en tanto que tal, de tintes racistas, formalmente democrático, sí, lo que sirve de coartada a un talante obsesivamente antisoviético.

Las circunstancias son hoy otras totalmente diferentes, y el enemigo de la democracia real es en la actualidad mucho más solapado que el de entonces o los de entonces. Pasemos, pues, del ejercicio de la memoria hIstórica a la intención segunda del congreso de 1987, la apertura al presente y el porvenir y la actual "estrategia del hacer intelectual", por seguir empleando términos del manifiesto convocante. Se esperaría que tal estrategia se hubiera manifestado como crítica de la política del bloque dentro del cual estamos y, si se quiere, en general de la política de bloques.

Pero la preeminencia dada a ex comunistas o ex compañeros de viaje del comunismo, la presidencia del por otra parte benemérito Octavio Paz; el protagonismo del cada vez más conservador y sólo en sentido arnplio intelectual Mario Vargas Llosa, para quien el castrisnio -que nos puede parecer bien, regular o mal- es, gritó, la forma actual del estalinismo; la excesiva discreción de un Manuel Vázquez Montalbán y sin duda otros factores más, se han urildo para darnos una imagen absolutamente desconcertante de lo que podía esperarse de tal congreso. Como Eduardo G. Rico ha hecho notar en un agudo artículo, la conmemoración de un congreso antifascista y, por la fuerza de las circunstancias, prosoviético se ha tornado, según la imagen proyectada por los medios de comunicación social, en un congreso no sólo antiestalinista sino antisoviético, por no decir pro-reaganiano. Y eso precisamente en un momento, al parecer, proclive a la distensión y en vísperas de un tratado que establezca la opción supercero.

En resumen, y a mi parecer, este congreso ha sido la prueba, una más, de la carencia de sentido político de los intelectuales, que deben -debemos- someterse a una severa autocrítica sobre el sentido y el kairós u oportunidad de lo que hablamos sobre la cosa pública. A la vez, el congreso ha proporcionado un muy modesto espectáculo, moderadamente intelectual, que ha oscilado entre la tertulia de amigos y la trifulca.

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