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Permutas

¿Deseó suicidarse McFarlane y quedar en paz, o pretendió, en cambio, darle un disgusto a la familia, probar los servicios de urgencia y que le dieran un zumo de pomelo sin azúcar en el hospital de Bethesda? Bien se ve, en términos comparativos, que cualquier persona razonable habría apostado por la primera opción. Que McFarlane no ingiriera una dosis bastante importa poco. A fin de cuentas, un ex consejero de Reagan no tiene por qué estar al tanto del Diazepán, y en Estados Unidos es dificilísimo que un farmacéutico dispense un comprimido de sobra. No he visto gente más seca.Bajo estas circunstancias, es claro que McFarlane, con sus defectos, había elegido matarse. Y es muy cargante que, con lo que suelen costar estas decisiones, un grupo de histéricos, esposa incluida, se empeñe en la purga de estómago y todas esas cosas que le devuelven a la tortura de la que huía. ¿De qué autoridad puede investirse nadie para decidir sobre la cantidad de suplicio que debe soportar el otro?

Los vivos -la familia, las enfermeras, la policía federal- se creen todos muy listos. Dan por supuesto que el suicida es un imbécil y no sabe de verdad lo que le conviene. Suponen que la vida es de un valor inestimable y sobre el que no vale la pena discutir. Se trata, en fin, de gente voluntariosa que no lee ni los periódicos. Los rehenes, terroristas, disidentes, enseñan continuamente que la vida, además de valor de uso, tiene un alto valor de cambio. Enseñan que es muy útil para el comercio económico, político, moral y cualquier clase de permuta. Aquellos no se enteran, pero McFarlane ha sido coherente con el Irangate hasta el último canje moral, en que incluía su vida.

Todas las solicitudes de los allegados y las atenciones de la medicina le han arrebatado, sin embargo, la única fortuna importante que conservaba para negociar. Su vida, que hace días podía entregar a cambio, no le pertenece ya. Es sólo un regalo de la esposa y el hospital Naval. Ciertamente, éste es el momento en que McFarlane está arruinado.

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