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Fraga

Rosa Montero

Según la encuesta de EL PAÍS ahora resulta que a todos nos en canta el señor Fraga. Don Manuel no ha vendido una rosquilla en los últimos milenios, pero basta con que se haya despeñado del Olimpo para que se nos encandilen los amores. Yo misma, sin ir más lejos, ando la mar de enternecida, observando el fatigoso maniobrar del señor Fraga en los pasillos del Congreso, su sufrida ascensión a los asientos más plebeyos, su lento navegar de viejo paquebote con una vía de agua en las calderas.Se diría que los españoles tenemos una debilidad afectiva por los derrotados, lo cual supongo que nos honra. Otra cosa es el entusiasmo con que, previamente, nos aplicamos en hundir a todo quisque. Pero una vez que lo hemos conseguido, una vez que el perdedor está perdido, entonces le adoramos sin reservas Nos gustan especialmente los vencidos bravíos; los toros que se apalancan en las tablas, que agonizan de pie, hincando las cuatro pezuñas en la arena. El rito de muerte de las corridas es una liturgia escrita profundamente en nuestras venas. Y de todos los políticos del país, Fraga es el que más se asemeja a un animal de lidia: sus embestidas ciegas, su obcecada resistencia de miura, el poderoso retemblar de su morrillo y toda la España bárbara y cañí ardiéndole como una falla entre las cejas.

A mí, de Fraga, me sigue sin gustar lo que de él me desagradaba anteriormente, que es la tira su esencia misma de toro, por ejemplo. Pero le prefiero con mucho a alguno de esos insustanciales puntilleros que le han estado acuchillando, como ya acuchillaron anteriormente otras reses de envergadura más liviana. Las cosas como son: ya iba siendo hora de que Fraga se fuera. Pero conservo por él el respeto al enemigo antiguo, que es un sentimiento parecido al cariño. Por eso me conmueve el ver a don Manuel incrustando su cuerpo cuadrangular en el escaño de su derrota nicho político. De piedra se ha de quedar, granito puro, como un testimonio de nuestra historia y un recordatorio para el futuro.

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