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Cero

Lo peor de la eliminación de la selección nacional de fútbol no es la derrota en sí, sino sus signos. A fin de cuentas, si de lo que se tratara es de no ser los mejores en fútbol, el asunto resultaría una trivialidad. Lo realmente malo de ese infortunio es el jarabe de mediocridad que se desprende sobre una muchedumbre que empezaba a sentirse extraordinaria. En verdad, el vecindario había llegado a creer que si la aventura de la selección podía resultar prodigiosa, contando con que no parecían cosa del otro mundo y eran, sobre todo, españoles, algo iba a repartirse entre la ciudadanía. La repartición, sin embargo, ha sido, al fin igual a cero. Esto es lo duro.Si el equipo hubiera hecho un mal papel, y preferiblemente ominoso, es seguro que nadie se habría prestado a la identificación. La ira o la vergüenza habrían contribuido a distinguir lo que le corresponde a unos tipos vestidos de futbolistas y lo que es la vida particular del aficionado. El aficionado, en efecto, puede abrigar una idea muy deplorable de su propia vida particular, pero es improbable que la tenga tan baja corno la que le ofrecía la selección nacional en el Mundial de hace cuatro años. Entonces se podía odiar hasta el placer y salir enaltecido. El equipo era indigno de su investidura y de la categoría de sus seguidores.

Lo peor, con mucho, es lo que ha sucedido ahora. De súbito, la colectividad, simbolizada en la virtuosa selección, necesitó autoencimarse para alcanzar la altura de ese símbolo. Pero bien, la selección se despeña a la mitad del cielo y cae el prestigio. ¿Y hasta dónde cae? Exactamente hasta la cota de partida. La selección logra de hecho una calificación acorde con la estimación de lo real. Apenas un punto más o un punto menos. Ni un aporte, por tanto, de excepción ni de ignominia, y la realidad se repite en su redundancia. Estamos donde estábamos antes de empezar y se regresa a un lugar del que acaso no se ha partido nunca. La pasión ola emoción invertidas en el equipo se revelan ahora superfluas. No hay más mundo que el de antes y el de después. Uno mismo, en el que no existe la esperanza de otro mundo. Esto es lo inmundo.

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