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La guerra peninsular

Los historiadores británicos dieron en llamar "guerra peninsular" a lo que nosotros denominamos guerra de la independencia. En el cuadro general de las luchas antinapoleónicas de Europa, la contienda feroz que se llevó a cabo en nuestro suelo desde 1808 a. 1814 fue contemplada por el Gobierno de Londres como una larga serie de combates y campañas en las que España y Portugal formaban un solo territorio estratégico que se llamaba la Península Ibérica. Coincidiendo con el reciente viaje de nuestros Soberanos al Reino Unido, han tenido lugar dos episodios significativos. La apertura de una exposición conmemorativa de la guerra peninsular, titulada Patriotas y liberadores, y organizada por el Museo del Ejército de Madrid y el National Army Museum de Londres, en colaboración con expertos militares españoles y británicos, y la visita de los Reyes a la. mansión campestre del duque de Wellington -Stratfield Saye-, en la que nuestro Soberano plantó una encinacastellana destinada a enriquecer su espléndido parque.Unos mesea antes apareció publicado en el Reino Unidisr un notable trabajo debido a la pluma del historiador de la universidad de Aberdeen David Gates, bajo el sugestivo título: The spanish ulcer (La úlcera española). Gates se propone remediar el vacío que se observa, en la copiosa bibliografía que existe del lado británico relativa a nuestra guerra de la independencia. "No se ha enjuiciado", escribe, "con imparcial veracidad la importancia decisiva que tuvo este largo y sangriento conflicto en el destino final de la aventura napoleónica. Y asimismo se ha caído, del lado británico, en relatar con nacionalismo exagerado las campañas de nuestros generales en dicha guerra desde John Moore a Wellington, distorsionando la importancia de los hechos y dejando en segundo término la asombrosa realidad que fue la de un pueblo entero levantado en armas contra el invasor; la utilización de las guerrillas de un modo tan novedoso y sistemático que impresionaría años más tarde a Clausewitz al escribir su famoso libro. Y relegando también a lugar secundario la tarea del ejército regular español, que, a pesar de las carencias de material y de cuadros, contribuyó a la lucha y a la victoria final de forma decisiva".

La úlcera española retuvo y fijó en nuestro territorio, desde 1808 a 1812, un alto porcentaje de efectivos de los ejércitos de Napoleón. Esa inmovilización anuló su capacidad de maniobra estratétiga, especialmente tras la expedición a Rusia. Con ello, el desenlace de la aventura imperial fue sólo cuestión de pocos meses. La guerra española fue la que decidió la contienda, siendo, además, la primera guerra de liberación nacional en la historia de los pueblos occidentales.

El libro de Gates está redactado en forma minuciosa, pero su lectura puede apasionar al lector español de hoy. Contiene en sus 560 páginas un centenar de mapas dibujados por el autor sobre la situación de las fuerzas contendientes; los itinerarios seguidos; los despliegues ofensivos y el desarrollo de los combates y de los sitios. El escritor británico fue recorriendo durante meses los antiguos campos de batalla de nuestro suelo en búsqueda de los datos exactos acerca del terreno y de su topografía. El número de documentos consultados en archivos y bibliotecas, británicos y españoles, franceses y portugueses, ha sido considerable. Su libro es una notable aportación a la copiosa bibliografía existente.

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El desgarrador conflicto iniciado en 1808, que destrozó la nación española y aniquiló la vida de cientos de miles de compatriotas, ha sido bastante preterido en nuestra memoria colectiva. Hay en nuestro país relativamente pocos monumentos visibles que exalten la grandiosa gesta. Pues no solamente fue una guerra de liberación nacional, sino la aparición de una conciencia nacional; la epopeya de una nación en armas; la afirmación de una identidad colectiva ante el extranjero; el brote de un patriotismo espontáneo y popular. Goya fue el gran testigo del drama nacional y su genio artístico lo inmortalizó en lienzos y grabados que constituyen la crónica visual más dramática de la lucha. ¿Por qué, pues, esa sordina, ese recuerdo pronto extinguido? No me refiero a un eventual mantenimiento de odios contra el eventual adversario, ni la creación de enemigos hereditarios, que resultan siempre factores negativos. Me pregunto las razones de que apenas haya españoles que hoy día visiten el campo de batalla de Talavera o el de los Arapiles, Bailén o San Marcial.

¿Acaso fue el insólito episodio que puso fin al destierro de Fernando VII en Valencay y le llevó conducido hasta las orillas del río Fluviá, en Cataluña, en donde le rindieron honores el mariscal Suchet en la ribera norte y el general español Copons y Navia en la orilla sur, al frente de sus respectivas tropas? ¿Era aquella escen a el término de la terrible guerra? ¿O más bien resultó ser una maniobra astuta y sutil del emperador? Un 24 de marzo de 1814 tuvo lugar lo queel propio general Copons, en sus Memorias, enjuicia diciendo que "la historia no presenta un suceso parecido". Todavía siguieron luchando en el cuerpo de ejército de Wellington, junto a Toulouse, dos divisiones de españoles, que tomaron parte en la batalla final con altísimo coste en bajas. En la histórica ciudad del Midi fue donde acabó, realmente, la guerra peninsular.

¿O quizá los acontecimientos interiores de España en los que buen número de guerrilleros eran perseguidos y ejecutados por su condición, liberal, a pesar de la espléndida hoja de sus servicios militares, hicieron correr un intencionado velo sobre ese friso de heroísmos nacionales? ¿Se vio

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La guerra peninsular

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con recelo la magnificación de la guerrilla como símbolo de un ejército popular que traería consigo las temidas ideas revolucionarias? La historia del obelisco dedicado a las víctimas del Dos de Mayo en la plaza de la Lealtad de Madrid hoy monumento, acertadamente, recuperado para todos-, que fue obstaculizado y frenado en su construcción durante los períodos absolutistas y hubo de esperar 20 años -desde 1821 a 1840- hasta ser terminado, ¿no revela de modo elocuente el alcance efectivo de tal prejuicio?

Sean los que fueren los motivos, la epopeya de la independencia obtuvo pobre recordación. Wellington, vencedor de la guerra peninsular y de Waterloo, tiene estatuas y columnas levantadas en su honor en Londres y en Dublín, como uno de los máximos personajes de la historia británica. ¿Cuántos monumentos, salvo el mencionado de los héroes madrileños, evocan figuras como la de Castaños, Morillo, Freire, El Empecinado, Merino, don Julián Sánchez, Longa o los Mina? Fuimos raquíticos en el homenaje a quienes decidieron la contienda de los seis años, al precio altísimo de tanto sacrificio -y como el historiador Gates subraya- hicieron posible el triunfo final de los ejércitos de Wellington paralizando en gran parte los movimientos de las tropas imperiales.

Se repite con frecuencia que España no tuvo alianzas exteriores a partir del Pacto de Familia. Pero sí tuvimos, en el siglo XIX, una grande y poderosa alianza militar con el Reino Unido. Decenas de miles de soldados, ingleses, irlandeses y alemanes, lucharon y murieron en el suelo ibérico bajo las banderas de la Union Jack, defendiendo nuestra independencia junto al ejército regular español y a las guerrillas populares en la guerra peninsular, en la que también pelearon con enorme bravura, junto a nosotros, las fuerzas de Portugal. Efeméride imborrable de nuestra historia que las interminables guerras civiles subsiguientes no deben hacernos olvidar.

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