Pío Baroja
Pocos de nuestros ilustrados han sido nimbados por un halo tan denso de misoginia como Pío Baroja. No sé qué anécdotas, sucedidos o lances han podido rodar por el mundo de las tertulias y círculos letrados para que la fama del desamor de don Pío hacia las mujeres le haya acompañado con más perseverancia que a sus compinches de pluma y saberes.Sin embargo, si nos atenemos a su obra escrita, yo diría que esta calificación, considerada comparativamente, es precipitada y, si se me apura, hasta injusta. Y para no serlo por el otro lado, lo primero que hay que reconocer es que, ciertamente, Baroja no pertenece a aquel grupo de escritores que cuando realizan su obra se olvidan de su sexo. Virginia Woolf, con su habitual clarividencia, apuntaba este olvido como necesario para que la creación literaria brotara de manantial sereno y no de crispadas posturas. Pero nuestro gran novelista no fue capaz de encaramarse por encima de la tensión creada, en nuestra civilización, en torno a los sexos. Para bien o para mal, y seguramente para bien y para mal, Baroja vive esta desarmonía con toda intensidad. Quizá ello ha sido la causa de que se le imprimiera la etiqueta de misógino con más unción que a otros. La equidad nos obliga a repartir mejor el desaguisado.
Don Pío se asoma a contemplar la condición humana y el enjambre social con ojos poco menos que virginales. Y en este ver, contemplar y observar, que repetidamente defiende como su actividad favorita, Baroja pone todo su empeño en no enmascarar la realidad. "Algunos", comenta en sus memorias, "me han achacado como algo pueril el entusiasmo por la verdad, por lo que me parece a mí la verdad. (...) Yo siempre la he buscado a mi modo, con la limitación natural del temperamento". "
Por eso, cuando Baroja se lamenta en sus memorias de la incultura de la casi totalidad de las mujeres, del desprecio de éstas por los valores intelectuales y de su nulo interés por lo que se escape a lo doméstico, no hará más que retratar esa terca realidad. Tampoco se aparta de ella cuando entre sus personajes literarios abundan las mujeres coléricas, de gesto bronco y ademanes autoritarios. Pero cuando, escarbando en las raíces de su pueblo, Baroja se manifiesta de acuerdo con el matriarcado vasco como "la antigua tendencia de la dirección de la casa por la mujer" -abogando así por confinarnos en el hogar, causa última de esa descultura-, no hace más que aceptar las ideas generalizadas de la época, tratadas por todos los ínclitos ilustrados y vueltas a embrollar por cada uno de ellos: en contraste con las enseñanzas de los Feijoo del siglo XVIII, abiertamente favorables a la ilustración de las mujeres, estos varones a caballo entre los siglos se balancean en una cuerda floja que oscila entre el lamento-reproche por la incultura femenina, por un lado, y la consideración de las tareas domésticas como toda perspectiva de vida, por otro; sin que ninguno acuse la contradicción insuperable que estos términos del binomio así planteado encierran.
Quéjase don Pío, y con razón, de que "a las mujeres españolas no les gusta leer", porque, "mientras tengan esa moral -admirable para el señor obispo y aburrida para el escritor- no se acercarán a la literatura". Y ahí le duele a nuestro Baroja, porque de ese despego de la lectura derivará la tragedia personal de sus fracasos con las mujeres. "En España", nos dice en sus memorias, "no hay tradición del éxito con las mujeres entre los escritores". Y cuando alguno de ellos alcanza a atraer la atención de una dama "es casi siempre el que tiene muy poco de escritor".
Pero a Baroja tampoco le duelen prendas en reconocer que había cosechado repetidos fracasos amorosos aún antes de dedicarse a la pluma: "No era [yo] el tipo de los que impresionaban a las mujeres, sobre todo a las españolas. (...) No tenía nada de donjuanesco, ni de byroniano, nada en mi aspecto de agudo, de cortante, de decidido. Al revés, era un tipo indeciso, vacilante, de aspecto cansado". Esta idea, expuesta en su novela autobiográfica La sensualidad pervertida, es tan reiterada por el propio escritor y sus críticos que al final ya no sabemos si era don Pío el que rechazaba a las mujeres por borricas y analfabetas o si eran ellas las que pasaban de él por bobón y anodino. En cualqnier caso, lo que queda claro es que estamos ante un caso flagrante de timidez.
Que la timidez masculina sea el condicionante que regule las relaciones entre los sexos no fue invento barojiano. Su contemporáneo el doctor Marañón afirma, en un ensayo sobre Amiel, que la timidez aqueja a la mayoría de los varones, y que ésta se debe funda.mentalmente al fracaso cosechado en las primeras tentativas amorosas. El exegeta de Amiel distingue dos tipos de tímidos. Unos, los superiores, deben su timidez a poseer una inclinación sexual altamente diferenciada que les obliga a amar un solo tipo de mujer. Este sería el varón maduro por antonomasia -antípoda de Don Juan-, cuyas dificultades amorosas residen no en ellos, sino en el imposible objeto de amor. Siempre según Marañón, los tímidos superiores gustan y buscan la compañía de mujeres, pero no pueden enamorarse de ellas porque no encuentran su ideal.
Por el contrario, los tímidos inferiores son los que alimentan sus inseguridades en una real o supuesta debilidad sexual, que les anula para la vida amorosa. Éstos "consideran el amor como una fortaleza inexpugnable para sus pobres fuerzas" y, lógicamente, rehúyen la compañía de las mujeres, "espejo de su inferioridad". Esto al menos es lo que dice Marañón.
El retrato de un tímido
Si nos atenemos al retrato convencional de Baroja, con su reconocida preferencia por la soledad, su carácter apocado y el retraimiento de que hace gala, tendremos que convenir que estamos ante un tímido inferior, en la taxonomía de Marañón. Aunque, con magnanimidad que los ilustrados no suelen utilizar con nosotras, también podemos encontrar rasgos que ayuden a situarlo en el rango superior."Yo creo", anota en sus memorias, "que el que se encuentra una mujer con la que se entienda bien y tenga igualdad de gustos y de inclinaciones es un hombre afortunado".
Efectivamente, releyendo la obra de Baroja no parece que sus problemas vengan de do más pecado había. Muy al contrario, creo que es necesario sacar este tema del terreno testicular donde Freud y sus epígonos lo dejaron, para, sin olvidar estos condicionantes, permitir la entrada en juego de otros que también se interponen en las relaciones entre los sexos.
Por lo que a nuestro novelista se refiere, hay un componente que parece cuando menos tan decisivo como su retraimiento: el compromiso perseverante con su libertad. Y en este sentido, Baroja es tajante. No sólo anuncia su decisión inquebrantable de "no convertirse en un animal doméstico", sino que una y otra vez formula su convencimiento de que "para ser libre hay que ser asceta". En este tema, como en todos los que tocan tierra, no se llama a engaño don Pío: "Para mi ideal de independencia, la cuestión sexual era una imposibilidad"; porque en estas lides, "o hay que tener dinero, y yo apenas lo tengo, o sumisión, cosa que me repugna".
Esta cita nos introduce en la cuestión crematística, otra constante en las reflexiones de Baroja sobre las mujeres: "Yo supongo", nos dice, "que (...) la muchacha española (...), por la gran presión social que obraba sobre ella, miraba el matrimonio como una carrera que terminar. (...) En ellas existía el convencimiento de que el hombre sin medios era una cantidad negativa". Y este convencimiento parece que fue un componente esencial en las actitudes barojianas. Y no sólo porque él se sintiera desvalorizado ante las mujeres, sino porque sin contar con medios materiales sería imposible "la vida de gato bien cuidado" a la que, según su propia expresión, aspiraba. Si a esto unimos el hecho de que el dinero de la mujer aún sería más peligroso desde la perspectiva de la independencia y sumisión antes mencionada, vemos que el círculo se cierra sin que los nobles sentimientos del tímido superior o inferior lleguen a desempeñar papel decisivo alguno.
Actitud sobre el sexo
Sin embargo, para comprender la totalidad de la actitud barejiana ante las mujeres es imprescindible abordar sus ideas sobre la sexualidad en general, y sobre la femenina en particular. Y no puede decirse que en esto nuestro don Pío fuera precisamente un liberado. Por un lado, la intensidad del deseo sexual de la adolescencia y juventud, unido a las magras y sórdidas posibilidades que la sociedad le ofrecía para encauzarlo, dejan en Baroja una reconocida huella que probablemente le impide volver a reconciliarse con el sexo. En Juventud, egolatría nos confiesa: "Si yo hubiera podido seguir mis instintos libremente en esa edad trascendental de los 15 a los 25 años, hubiera sido tranquilo, quizá un poco sensual, quizá un poco cínico; pero seguramente nunca un hombre rabioso. La moral de nuestra sociedad me ha perturbado y desequilibrado". Y realmente Baroja siempre verá el sexo como una auténtica lacra humana. La habitual terminología con que lo despacha, como algo encanallado, corrompido, bajo y pocilguero, es sobradamente expresiva. Pero quizá ningún pasaje tan significativo como aquel que dedica a enjuiciar la teoría freudiana: "El hombre, con una cloaca interior putrefacta, mirando con deseo a su madre, a su hermana, a su hija y quizá al niño; la mujer, enamorada de su padre, o de su hijo, o de su amiga (...) no es para producir una sonrisa, sino más bien para dar un poco de aseo". Una interpretación ciertamente bizarra de Freud, que aún se oscurece más con su visión de estudiante de Medicina que contempla "el erotismo juvenil con una perspectiva de gasas, iodoformo y soluciones de permanganato".A esto habría que añadir la mezcla de pánico y estupor que le produce la sexualidad femenina, que da lugar, en Camino de perfección, a una de sus páginas más tenebrosas y virulentas. Las relaciones de Laura con su sobrino -dominadas por la insaciabilidad de ella-, la mezcla de deseo y repulsa de él y una marcada brutalidad de los dos hablan a las claras de los fantasmas que rondaban la amplia cabeza de nuestro autor. De esta forma habremos cerrado el otro círculo necesario para entender la postura de Baroja ante las mujeres.
Así las cosas, el que Baroja se mantuviera en una pertinaz y digna soltería y en un consciente retraimiento nos habla de coherencia con sus convicciones. Pero ello no significa que la prevención hacia las féminas fuera más allá de la desconfianza que sentía ante la condición humana, versión masculina incluida. La parte de sus memorias dedicada a la correspondencia con sus lectoras, rebosante de humanidad y simpatía, muestra en su justo punto la ambivalente postura de Baroja ante sus congéneres. Pero, por lo que a las mujeres respecta, tenemos en las páginas de nuestro autor testimonios mucho más expresivos no ya de su falta de encono hacia nosotras, sino hasta de correcta comprensión de la realidad. Así lo atestiguan las palabras que pone en boca de Iturrioz en La ciudad de la niebla, ante el desolado lamento de María Aracil -la protagonista-, considerando que toda su vida ha sido un fracaso: "¿Que te ha salido todo mal? No, hija mía, ¿qué quieres tú?, ¿tener una personalidad y ser feliz como las que no la tienen?, ¿discurrir libremente, gozar del espectáculo de la propia dignidad y además ser protegida? (...) Hay que elegir. ¿Quieres ser el pájaro salvaje que busca sólo su comida y su nido? Pues hay que luchar contra el viento y contra las teffipestades. (...) Delante de ti tienes dos soluciones: una, la vida independiente; otra, la sumisión. Vivir libre o tomar un amo, no hay otro carnino".
Ni que decir tiene que María optará, de mano de Baroja, por escoger al amo. Pero por eso su creador dirá: "María es un ensayo de emancipación que fracasa. Nuestras pobres mujeres necesitarán muchos ensayos, muchas pruebas, para emanciparse, para ser algo y tener una personalidad".
Pío Baroja, con una visión atrapada entre la tangibilidad de la tierra y los ribetes de su boina, y una actitud más entrañable que sagaz, nos retrata un mundo que él rechaza por hipócrita, por vulgar, por sórdido y por muchas cosas más. En el paquete de rechazados entra la mujer tal como ha sido cincelada en el orden patriarcal. Nada que reprocharle por ello. Que a veces caiga en contradicciones e incomprensiones no le anula su parte de razón. Los hay peores.
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