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Berlín Sketches

A la puerta de Brandeburgo no hay manera de acercarse desde ninguna de las dos zonas. Desde la occidental, porque queda separada de ella por el muro; desde la oriental, porque se halla en el centro de un perímetro prohibido, definido por una barrera, una posterior alambrada y ese dispositivo de vigilancia perfectamente convincente de que allí no se andan con bromas respecto a la transgresión de límites.Así que solamente se puede contemplarla a distancia, poco menos que encerrada entre el muro dorsal y la barrera frontal, como si ella misma fuera la bestia de la que emana todo el peligro, la en verdad sometida a estrecha vigilancia para preservar su confinamiento en el Berlín dividido. En la mente de más de uno todavía debe anidar la idea de que es una de las mayores responsables de la tragedia, la hermana de piedra de los criminales de guerra, y que en su memoria sin pensamiento no hay espacio para el arrepentimiento. Que oscuramente sigue alimentando un sueño de venganza o que, sin llegar a eso, aspira a escapar de su emplazamiento, a impulsos de la enérgica cuádriga, en busca de otro donde fructifique la savia imperial que todavía le anima.

Se levanta en el centro de un huracán petrificado o es el título de un poeta español: el centro inaccesible. Aislada, estrechamente vigilada, intocable, observable tan sólo a una distancia que para sí quisieran todas las piezas arqueológicas de este mundo, la puerta de Brandeburgo ha perdido mucho de su jactancia dórica para recluirse en una firmeza que no quiere compartir con nadie. Ella sola rumia su destino a sabiendas de que nadie la acompañará; su aventura es demasiado larga para la carne, y ni siquiera puede apelar a las generaciones. Cuando logre redimirse a sí misma -pues nadie, sino ella, lo puede hacer- no habrá ya testigos de su pasado calvario.

No reina sobre nada, su centro ha desaparecido y sus fragmentos han pasado a ser los extremos de dos Alemanias, que en ese punto, más que en cualquier otro, se dan la espalda. Se puede decir que no tiene nada a su alrededor y el futuro no ha avanzado un solo paso.

Se diría que el muro, y la división toda de Alemania, no tiene otra oculta intención que la de romper ese eje Unter den Linden-Bismarckallee que constituye el árbol de transmisión de una potencia que desconectada de él no tiene adónde ni a qué aplicarse. Rota esa alineación, el espíritu de Alemania no hace más que girar en el vacío. Inútilmente, la diosa de la Columna de la Victoria ofrece el dorado triunfo que nadie se atreverá a recoger. Según Benjamín, se olvidaron de arrancarlo el último Día de Sedán, y allí quedará durante generaciones como memento del triunfo que nunca llegará: el triunfo de Alemania sobre sí misma y sobre su imperial desazón. El triunfo posiblemente reservado a una reunificación hacia la que la Victoria, por si acaso, prefiere no mirar.

El penúltimo domingo de un abril cálido y soleado, todo el sector oriental al alcance de la apretada jornada del turista -la isla de los Museos, la catedral, Alexanderplatz- está ocupado por las familias -padre, madre y hermana- de los reclutas del regimiento F. Dzerdzynsky (a juzgar por el bordado de la bocamanga) que -todo parece indicarlo- gozan de su primer día de asueto tras meses de reclusión e instrucción. Igual que en Toledo hace 40 años. Son tan jóvenes que ni siquiera tienen novia, o bien la novia no ha conseguido el salvoconducto y se ha quedado en la granja. No tienen gran cosa en la que ocupar su ocio, un banco en el que saborear el paquete de fruta que han traído del campo o una cola de helados, pero el día es bueno y se ve que el chico está bien tratado, aunque -se me antoja- el uniforme le viene un poco grande. Es el de paseo.

En Alexanderplatz, unas cuantas pancartas recuerdan el 402 aniversario de la victoria sobre el Nazismus, el Totalitarismus, el Militarismus y el Faschismus. Los soldados soviéticos, subidos a sus blindados, reciben las flores de las muchachas o comparten sus raciones con niños desharrapados. Así de simple, no hay vuelta de hoja.

En la República Federal, la celebración, alterada por el espinoso incidente de Bitburg, no puede tener un carácter tan unívoco y no dejará de estar asociada tanto con la incorporación a la democracia cuanto con la derrota militar y la partición. Allí la fecha tiene psicológicamente dos aspectos, pero en Berlín, al menos, el muro sirve para concentrar sobre sí el negativo. El muro es tan imponente que concede al berlinés toda su libertad para no pensar en la división. Quien la sufre no tiene, además, que atormentarse por ella, y el berlinés será el alemán que menos responsable se considere del daño. La división de Alemania es problema, entre otros, de los alemanes, pero mucho menos de los berlineses, con quienes el resto de Europa está en deuda. Me senté en una cena a la derecha de

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Alfred von Stauffenberg, sobrino carnal del famoso héroe, agregado a la representación permanente del Gobierno federal. Un hombre muy educado, de unos 50 años, con un inglés perfecto, que a los siete fue internado en un campo para niños. Yo había leído que después del atentado, los Stauffenberg habían sido exterminados por orden de Hitler; su apellido, borrado de Alemania. "No", me dijo, "hoy somos unos 50 en la familia", y cuando volví de nuevo a mi un tanto impertinente pregunta, me respondió con un melancólico y cansado laconismo: "Sería tanto mejor que no tuviéramos nada que celebrar".

La función topológica del muro va mucho más allá de la ruptura del espacio berlinés y apunta a un limbo histórico. Allí no se está en sitio alguno, sino en espera de un Berlín que no llega, en un Berlín que el muro (por apropiárselo) ha dejado sin fondo, paradójicamente desocupado y provisionalmente cedido a familias sin hogar, la música más moderna, el arte más experimenta¡, el último cine, esos trashumantes a quienes nada importa la decoración del techo. Quizá están poco a poco levantando el espíritu de un nuevo Berlín -en todo indiferente a la oferta de la Siegessáule, el susurro romántico ya no se oye-, pues los acontecimientos sociales y artísticos se suceden unos a otros, y tal vez en un sótano el jorobado Rumpelstilzchen borda todas las noches el manto que llevará la novia el día de la reunificación. A cambio le ha prometido su primogénito que el enano, en el fondo, desprecia porque lo que quiere es darse de una vez a conocer.

Al desierto estadio olímpico acude el turista con el mismo espíritu que al anfiteatro romano; se sentará en la grada y al punto acudirá la evocación, poco menos que garantizada por el folleto.

Pero apenas hay tiempo y la fantasmagoría se resiste. No hubo fiestas, no hubo emperadores. Fue todo tan breve y tan terrible.

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