La ley antiterrorista, un estado de excepción encubierto
Algunos de los asiduos lectores del Boletín Oficial del Estado, al descubrir en la portada del número correspondiente al 16 de marzo de 1985 la "corrección de errores de la Ley Orgánica 9/1984, de 26 de diciembre, contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas y de desarrollo del artículo 55.2 de la Constitución", abrirían rápidamente las páginas del boletín con la esperanza de encontrar que las Cortes Generales, de motu proprio, sin esperar el posible pronunciamiento del Tribunal Constitucional, habían enmendado algunos de los puntos más conflictivos de la ley, pero con desilusión observarían que, obviamente, la corrección se limitaba a incluir en el texto dos líneas que se le habían olvidado al impresor oficial.La ley antiterrorista, que entró en vigor el 4 de enero de este año, calificada en sectores progresistas como "monstruo legal", supone una compilación de normas penales, procesales y restrictivas de derechos fundamentales que se encontraban dispersas, que tienen como eje la represión de los delitos cometidos por ciudadanos integrados en bandas armadas o relacionados con actividades terroristas o rebeldes; o más claramente, con nombres y apellidos, es el instrumento legal que ordena la actividad policial y judicial del Estado para luchar, fundamentalmente, contra los miembros del GRAPO, la organización ETA o los grupos del terrorismo negro.
Sintéticamente, podemos señalar que la ley antiterrorista dispone en su articulado una elevación gradual de las penas a imponer a los terroristas, pero a la vez permite una atenuación importante de las sanciones cuando los implicados en estas actividades abandonen voluntariamente la vida delictiva y se presenten a las autoridades confesando los hechos en que hubieren participado, que puede llegar hasta la remisión total de la pena si los delitos cometidos no fueran "de sangre". La ley prevé penas de 6 a 12 años de prisión para las personas colaboradoras de los grupos terroristas (información de personas, patrimonios y edificios, construcción o cesión de alojamientos, organización o asistencia a cursos o campos de entrenamiento, cualquier forma de cooperación económica...), castiga con penas de seis meses a seis años la apología de estos delitos (alabanza en público de hechos delictivos, apoyo a estos grupos en medios de comunicación o la adhesión a través de discursos, soflamas o pancartas ... ). En el plano procesal, atribuye a la Audiencia Nacional la instrucción y enjuiciamiento de los sumarios incoados por estos crímenes, y pone, además, en manos de esta jurisdicción central el control judicial de las actividades policiales preventivas que supongan una invasión de los derechos fundamentales, cuya restricción se regula en la propia ley; y obliga al juez central de instrucción a que dicte prisión preventiva incondicional por tiempo de hasta dos años respecto de los ciudadanos acusados por delitos a los que le corresponden penas superiores a seis años.
Puntos controvertidos
Los puntos más controvertidos de la ley antiterrorista y mas susceptibles de desbordar el marco de libertades diseñado por la Constitución son la posibilidad de extender a 10 días el período de duración de la detención policial; la discrecionalidad que se concede a los tribunales para que, cuando condenen a un dirigente o un miembro activo de una organización política o asociación sindical o cultural, puedan ordenar la ilicitud, la disolución o clausura de los citados grupos; la realización de detenciones y registros domiciliarios y la práctica de observaciones postales, telefónicas o telegráficas por mandato directo de las autoridades gubernativas; la disponibilidad legal que se le otorga al juez central para clausurar provisionalmente un medio de difusión e incluso ocupar el medio, y la suspensión automática en el ejercicio de sus funciones de los cargos públicos que fueren procesados por delitos comprendidos en la ley.
Cualquier lector atento de la Constitución podría encontrar en seguida preceptos de esta ley que vulneran manifiestamente el reconocimiento, la protección y las garantías que en defensa de los derechos humanos y libertades se establecen en la Carta Magna española. El artículo 55.2 de la Constitución, que sirve de precepto habilitante para que el legislador estatal pueda entrar a restringir los derechos fundamentales en casos relacionados con elementos terroristas, sólo habla que podrán suspenderse de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario los derechos recogidos en los artículos 17.2 (derecho de los ciudadanos a que la duración máxima de la detención policial dure 72 horas), 18.2 (derecho a la inviolabilidad del domicilio, salvo resolución judicial o flagrante delito) y 18.3 (derecho al secreto de las comunicaciones postales, telegráficas o telefónicas, salvo resolución judicial); pero los derechos afectados por esta ley son, además, los contemplados en los artículos 20 (libertad de opinión y el derecho a la información), 21 (derecho de reunión), 22 (derecho de asociación), 23 (derecho a acceder a un cargo público), 24 (tutela efectiva de los tribunales) y 14 (principio de igualdad y derecho a la no discriminación).
Pero para realizar un análisis más sosegado de la ley antiterrorista española parece prudente contrastarla con la ley de 1 de junio de 1981 -tras el golpe del 23-F-, que regula los estados de excepción en España, y con las medidas que un país democrático como Italia ha adoptado para combatir los delitos cometidos con finalidad terrorista o de derrocamiento del orden democrático.
La ley sobre el estado de excepción, que además define los estados de alarma (calamidades públicas) y de sitio (insurrección), está pensando en resolver aquellas situaciones (alteraciones graves del libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, del normal funcionamiento de las instituciones democráticas o de los servicios públicos esenciales para la comunidad) en las que los poderes ordinarios del Estado resulten insuficientes para restablecer el orden constitucional, por lo que se restringen o suspenden derechos como el derecho a la libertad y a la seguridad, el derecho de circulación, el derecho de información, el de reunión o el de huelga; o se adoptan medidas como las expulsiones de extranjeros, la intervención de industrias y comercios, la incautación de: toda clase de armas, o el cierre de espectáculos o bares, o la prohibición de proyecciones cinematográficas o representaciones teatrales; exigiéndose la autorización previa del Congreso de los Diputados para que el Gobierno pueda aprobar por decreto la declaración del estado de excepción, que puede estar vigente un plazo máximo de 30 días.
Previsiones 'contra natura'
Y en esta ley, que desarrolla el estado de excepción de acuerdo con el artículo 55.1 de la Constitución afectando a los derechos allí enumerados, nos encontramos con previsiones que, contra natura, son de tina menor dureza, una menor rigidez y una mayor protección de los derechos fundamentales limitados que las establecidas en la ley antiterrorista. Así, aunque el plazo de detención policial alcanza en ambas leyes el tiempo de 10 días, la autoridad gubernativa, en el estado de excepción, debe comunicar al juez la detención en el plazo de 24 horas, mientras que, en la antiterrorista, en el de 72 horas. La realización de registros domiciliarios y la intervención de comunicaciones también ofrece más garantías jurídicas en la ley de los estados de excepción, que, por otra parte, impide en todo caso que las reuniones orgánicas de partidos políticos o sindicatos puedan ser sometidas a autorización previa o puedan prohibirse o disolverse, mientras que, según la ley antiterrorista, la condena de un dirigente o de un miembro activo de la organización puede dar origen a la disolución o clausura del propio partido o sindicato, y hasta el juez puede, cautelarmente, suspender las actividades de las referidas entidades.
Pero, además, el control judicial ordinario del estado de excepción se realiza por los jueces ordinarios, no por la Audiencia Nacional, y el control parlamentario es más ostensible en el estado de excepción, pues el Congreso de los Diputados tiene conocimiento previo de las intenciones del Gobierno de declarar el estado de excepción, concediendo su autorización para un espacio territorial determinado, una duración limitada de 30 días y concerniendo a unos derechos concretos de los previstos en la ley, mientras que la ley antiterrorista es de aplicación en todo el territorio nacional, no tiene un carácter provisional, afecta indiscriminadamente a una serie de derechos fundamentales y el control parlamentario se realiza a posterior¡ mediante las comparecencias que realice, cada tres meses al menos, el Gobierno ante las Cortes Generales.
Y debemos concluir ya con una sucinta reflexión: en la Europa democrática se discute con apasionamiento si se deben garantizar las libertades a los enemigos de la libertad, si el Estado debe acoger bajo su paraguas protector de las libertades de los ciudadanos a aquellos que desde la violencia armada luchan por derribar el propio Estado. La respuesta debe ser inequívoca. El Estado democrático no puede emplear las mismas armas que las utilizadas por los liberticidas, bajo riesgo de socavar sus propios cimientos, bajo pena de conculcar los principios fundamentales de respeto a la personalidad humana y su dignidad, su inteligencia y libertad, sobre los que descansan las sociedades libres. Por eso el rechazo frontal a la tortura y a los tratos humillantes, el reconocimiento del principio de presunción de inocencia de todos los ciudadanos sin excepciones, una instrucción penal sin mengua de los derechos fundamentales y un juicio equitativo con todas las oportunidades de defensa ante un tribunal ordinario, independiente e imparcial deben ser las armas con las que el Estado de derecho se protege contra los violentos intransigentes.
Muchos demócratas hubieran contemplado con satisfacción que el presidente del Gobierno hubiera tomado la iniciativa de impugnar ante el Tribunal Constitucional la ley denominada antiterrorista, porque en materia de libertades conviene ser absolutamente escrupuloso; porque sobre esta ley procede despejar desde un principio todas aquellas dudas que sobre su inconstitucionalidad se han formulado desde amplios sectores de la ciudadanía, en asociaciones de juristas o en organizaciones de defensa de los derechos humanos; porque para medir el grado de respeto a las libertades públicas por un país determinado, para comprobar el grado de compromiso ético de una sociedad, hay que acudir a examinar su legislación sobre las minorías, ya sean políticas, étnicas o sociales; hay que observar el comportamiento de los funcionarios cuando restringen, amparados por la legalidad, los derechos fundamentales; hay que medir cómo la opinión pública resuelve la represión contra los elementos disconformes; y porque es cierto que las sociedades sólo desde la libertad son capaces de desenvolverse, que sólo así los pueblos adquieren conciencia de su existencia y valor, y que sólo desde el respeto a los derechos humanos los Estados alcanzan legitimidad social e impulsan la convivencia política en clave de progreso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.