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La construcción social del desempleo

El desajuste entre demografía y mercado de trabajo es, según el autor, consecuencia de un sistema que necesita de los ciudadanos más como consumidores que como productores. En su opinión, las leyes, el poder político, han tenido una influencia determinante en el origen del paro y su enquistamiento en la sociedad actual. El parado es así un hombre o mujer hábil, pero pobre, mantenido en la reserva de mano de obra, lo que permite que los salarios no suban.

Un sociólogo inglés de origen hindú, Krishan Kumar, acaba de publicar unas luminosas páginas acerca de los modos como trabajo y empleo se convierten en temas políticos, es decir, en objeto de manipulación por el poder a partir de la primera industrialización europea.La industrialización, desde el punto de vista del trabajador consumidor, opera una reducción bastante drástica tanto de los modos de definir sus necesidades y apetencias como de las formas de organizar su vida para conseguirlas.

Los capitalistas pioneros del siglo XIX se aliaron con los representantes del Estado para fomentar primero y proteger después un modo de trabajar primordialmente especializado y por cuenta ajena. Pero las cosas no eran antes así. La familia, hoy básicamente unidad de consumo, lo era también de producción, especialmente de bienes y servicios de uso propio. Los salarios eran solamente uno de los ingresos familiares y muchos trabajadores por cuenta ajena tenían también otros modos de conseguir bienestar. Entre los mineros, por ejemplo, era muy frecuente el cultivo de tierras propias o ajenas. Artículos de vestido y sobre todo comida eran producidos en casa o intercambiados sin mediación monetaria y muchas personas tenían varios oficios que ejercían simultáneamente o de acuerdo al ciclo agrícola.

La industrialización introduce un tipo de organización productiva y de consumo que se va superponiendo poco a poco a la situación anterior y que tiene dos principales efectos: transformar el trabajo en empleo y colocar la mediación monetaria, el comercio, en el centro de las transacciones. Pero aún en el siglo XIX, hasta casi la primera guerra mundial, sólo una minoría de trabajadores lo eran en el sentido convencional moderno, y el trueque y el trabajo casero seguían siendo los modos habituales de subvenir a muchas necesidades.

Leyes de pobres

Pero la dependencia de los trabajadores del sistema se va a producir de dos principales maneras: mediante el pacto entre Estado y empresarios en torno a la organización de los servicios de bienestar, especialmente de enfermedad y jubilación, y como consecuencia de la transformación de las leyes de pobres, que, desde 1600 en Inglaterra y algo más tarde en el resto de Europa, funcionaban como protección contra el infortunio de los trabajadores.

No hay que olvidar que la previsión es un negocio, el de seguros, que se generaliza en la segunda mitad del siglo XIX como un apéndice del nivel de vida de las nacientes clases medias, que invierten una cierta cantidad de su excedente monetario en prevenir el futuro. Las clases trabajadoras, con menos acceso al dinero, confían sobre todo en la solidaridad familiar, que se ve disminuida progresivamente con la emigración rural y la ruptura de la familia extensa. Las leyes de pobres, por su parte, constituían la beneficiencia pública y permitían a los trabajadores un respiro en las malas rachas. En 1880 se modifica la legislación inglesa y más tarde la europea, y sólo se protege al pobre desvalido, es decir, al viejo, al enfermo que está dispuesto a residir en asilos públicos. ¿Cómo sucede esto? Porque los capitalistas logran convencer a los legisladores de que el otro pobre, el que no tiene trabajo pero es hábil, debe mantenerse en la reserva de mano de obra que permite que los salarios no suban. Así empieza a nacer el desempleado, un hombre o mujer hábil pero pobre, cuya economía doméstica no le garantiza seguridad ni frente al presente escaso ni mucho menos cara al futuro incierto. Para defenderse de ambos infortunios no le queda otro remedio que buscar trabajo por cuenta ajena, único que le da acceso a la previsión estatal.

Patología social del parado

Paralelamente, se empieza a perfilar una patología social del desempleado, utilizando los peores trazos del comportamiento para definir el tipo: "Se trata", dicen los moralistas del capitalismo, "de gentes perezosas, amigos de la comodidad y el alcohol, poco dispuestos a esperar pacientemente la ocasión de emplearse". Pronto aparecen las leyes de vagos y maleantes, que son un nuevo azote sobre tantos y tantas cuyo único delito es formar parte de ese ejército de reserva que el sistema necesita para funcionar bien.

La Internacional Socialista y los movimientos progresistas de la época pusieron en cuestión tal estado de cosas, y en el período de entreguerras se comenzó a hablar del derecho al trabajo y de la necesidad de hacer algo para corregir el desempleo. Pero ni los modos de encuentro entre capital, trabajo y tecnología fomentaban el pleno empleo, ni las hipótesis de bienestar colectivo permitían muchas esperanzas.

En realidad, el pleno empleo no ha ocurrido más que en tiempo de guerra y unos pocos años después para la reconstrucción. Como es sabido, Keynes intentó persuadir a los Gobiernos para continuar en tiempo de paz la función correctora de la economía que asumieron durante la guerra, pero 30 años de experiencia posterior nos han convencido de que el sistema productivo convencional no está diseñado, ni en sus momentos más compasivos, para dar un empleo a cada persona que lo solicite y mucho menos en la actividad que le gustaría desarrollar.

El desajuste entre la demografía y el mercado de trabajo se ha hecho más evidente hoy, tanto como consecuencia de las modificaciones del sistema productivo, que nos necesita más como consumidores que como productores, como a partir de las teorías monetaristas que cierran progresivamente su cerco sobre la economía internacional, Y sólo la ampliación del sistema educativo y la anticipación de la. jubilación, con el mantenimiento del papel protector de la familia, impiden que la situación sea absolutamente explosiva.

Pero, ¿cabe alguna solución dentro de la tradición liberal o la alternativa es más socialismo burocrático?

Ese fue el tema principal de una reciente conferencia internacional sobre el desempleo juvenil, en la que no sabría decir qué fue más triste, si las exposiciones de los expertos nacionales o la ausencia de expectativas de cambio. Un profesor inglés sostuvo que su país estaba a punto de crear la primera generación que llegara a los 30 años sin experiencia mayoritaria de empleo. Sin embargo, los asistentes más sureños volvíamos a comprobar nuestra debilidad comparada al escuchar una vez más los alcances del Estado bienestar noreuropeo. "Puede que nacer sueco sea aburrido, pero es bastante seguro", comentaba una socióloga griega.

Las implicaciones psicológicas del desempleo todavía contienen gran parte de las hipótesis decimonónicas, y muchos jóvenes son persuadidos a pensar mal de sí mismos y, sobre todo, a desanimarse profundamente si el mercado de trabajo convencional no les acepta. Pero la, sociología del desempleo pone el acento en los problemas estructurales con los que choca cualquier biografía.

La verdad es que el sistema productivo está cada día más atenazado y rígido como para abrirse al deseado pleno empleo. Por una parte, la tecnología fuerza una reducción progresiva de la mano de obra comprobable en las actuales reconversiones industriales. Sectores tan intensivos en mano de obra como la agricultura y la alimentación simplifican al máximo sus plantillas con las técnicas impuestas por los agribussiness y las nuevas fórmulas de comida preparada. Por otra parte, ningún empresario en sus cabales se atreve a contrariar su oficio, que es precisamente economizar costes. Pero la razón principal del cul de sac en que nos encontramos es la increíble monetarización de la economía. Hasta los empresarios españoles se quejan de que los circuitos financieros están estrangulando la actividad económica. Porque de lo que se trata es de producir, de comerciar a un beneficio anual que supere al menos ese 20% del coste del dinero. Semejante estrategia conduce a que se utilice el mismo rasero, el interés del capital invertido o prestado, para evaluar la utilidad o eficacia de todas las actividades, y a que sean expulsados del mercado de las transacciones masivas los productos o servicios que no se acomodan a él.

De ahí la creciente importancia de la economía sumergida, que no es otra cosa que una defensa ciudadana contra los monopolios y la monetarización y una reafirmación del trabajo no burocrático. A la economía sumergida pertenecen muchos servicios que nos hacemos los unos a los otros por razones tan válidas como el cariño, la reciprocidad o la solidaridad forzosa -léase servicio militar- y muchas tareas creativas que la economía considera marginales. Pero no lo son tanto. Precisamente, la defensa es un caso claro de las ventajas de la economía sumergida -guerra de guerrilla-, con mucha mano de obra no monetarizada contra las máquinas manejadas por costosos ingenieros y su tendencia al holocausto nuclear. Otro ejemplo es el servicio doméstico, que, al salarizarse, libera, sí, a muchas mujeres de perniciosos paternalismos, pero deja indefensas a muchas otras que trabajarían un rato al día, una temporada, y a las que el mercado convencional va marginando, casi ilegalizando.

Economía sumergida

A la economía sumergida le falta una cosa para ser verdaderamente atractiva, y es la seguridad. Como decía Beveridge, el primer promotor del Estado-bienestar inglés, "nos equivocamos al pensar que la gente desea un trabajo fijo. Lo que quiere la mayoría son unos ingresos fijos". Cada día hay más expertos que piensan que la cobertura de la enfermedad y el ingreso mínimo garantizado, desenchufados ambos del empleo, harían posible la regeneración de la economía y la supresión de la triste institución del desempleo. Sus costes no son excesivos, teniendo en cuenta que, por ejemplo, gran parte de los gastos del sistema judicial, penitenciario y policial disminuirían drásticamente.

España, con el mayor porcentaje de desempleados de Europa, tiene también la mayor cantidad de servidores del orden público por habitante. Un funcionario húngaro decía en la reunión que era más fácil crear plazas de enfermeros, maestros y administrativos que absorber los excedentes demográficos, pero eso, en nuestra opinión, no resolvía la faceta subjetiva del desempleo. Con el ingreso mínimo garantizado muchos jóvenes desarrollarían su creatividad y producirían mayor diversidad institucional. Muchos trabajos que se quedan sin hacer porque no es rentable para los empresarios convencionales se realizarían en cooperativas, adhoccracias, que nacerían para una finalidad concreta y se disolverían al realizarla.

El ingreso mínimo, la beca de supervivencia por el mero hecho de estar vivo, no sólo sería una solución barata del desempleo, sino una recuperación de la dignidad y la gratificación intrínseca del trabajo, al tiempo que un acicate para la humanización de las burocracias públicas y privadas. Pero sobre todo podría ser el gran estímulo para el cambio biográfico, para perder de vista ese fatum que nos encadena al empleo fijo, a la ocupación de toda la vida. Ése era el tipo de lucubraciones de las tertulias nocturnas de aquella reunión de sociólogos. Lucubraciones, porque había consenso en que la coalición de intereses entre los poderes fácticos y el pueblo consumista impedirán a corto plazo semejantes cambios.

es sociólogo, especializado en temas de educación y desarrollo.

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