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Herejía y elección

Lluís Duch, en su importante obra reciente, Religión y mundo moderno (en catalán el original), estudia científicamente el fenómeno de la ortodoxia y de la herejía no sólo en los ámbitos religiosos, sino en los espacios puramente seculares. Para ambos vale la definición de iglesia que da el sociólogo y fenomenólogo alemán Max Weber cuando dice que se trata de una "asociación hierocrática que mantiene el monopolio de una ideología como dogma y lo impone incluso coercitivamente". Como vemos, estamos al margen de una definición teológica de manual. Siguiendo este camino, Jean Grenier, en 1938, apuntaba que la ortodoxia es la consecuencia fatal de cualquier ideología que triunfa; es cuando esta última se exterioriza y se aliena. Otro fenomenólogo de la religión, P. Berger, recuerda que la herejía era en la sociedad premoderna un caso extremo. El hombre, que entonces vivía en un mundo de seguridades religiosas, podía alejarse de su propia tradición religiosa mediante una elección (haeresis) que, desde el punto de vista de aquella sociedad, era primordialmente una rebelión. Entonces, el individuo se encontraba ipso facto marginado e incluso podía ser condenado a muerte. En oposición con esta situación, el mundo moderno es inseguro, las instituciones religiosas (y las demás) son relativas y precarias. Para el hombre premoderno, la herejía era una posibilidad que para el común de los mortales era muy remota; para el hombre moderno, en cambio, la herejía se convierte en tentación diaria, es decir, la modernidad crea un nuevo estado de cosas, en el cual la búsqueda y la elección se hacen imperativas.

Esto quiere decir que la herejía ya no tiene como fundamento, o al menos no lo tiene de manera tan clara, la rebelión contra la autoridad oficial, porque el consenso social en todos los ámbitos de la vida se ha convertido en algo muy confuso y dificil de lograr. No hay duda de que este nuevo estado de cosas posee una enorme fragilidad, que a menudo se quiere superar mediante la implantación de formas de vida que otorguen la tranquilidad al individuo, aunque esto signifique la renuncia a la propia libertad y a la propia responsabilidad. De aquí el éxito de algunos movimientos religiosos restauracionistas: ante la angustia que provoca el tener que elegir, se dimite de la propia responsabilidad, abandonándose a los dictados de un padre o director, o de una organización que regula el camino de sus adeptos.

Por el contrario, son los hombres religiosos -los místicos- los que se empeñan en hacer la crítica religiosa a las instituciones religiosas, a las que ellos mismos pertenecen. El hombre religioso vive en la frontera entre la propensión a no buscarse complicaciones y la obediencia a la exigencia de Dios que convoca para el éxodo. Y su crítica versa principalmente sobre el intento de la creación de un catolicismo político, o sea, de un catolicismo que dé satisfacción a todas las preguntas que en cualquier orden se formula la humanidad. La decisión de Juan XXIII de convocar el Concilio Vaticano II significó, en realidad, el reconocimiento del hecho de que el catolicismo político había fracasado y que la función de éste, tal como, por ejemplo, se expone en el Syllabus de Pío X, había sido ampliamente superada teórica y prácticamente. No es éste el lugar oportuno para considerar si las metas que se propuso el concilio se han logrado o no. Ha habido quien (por ejemplo, el arzobispo Lefèbvre, Boyer, Maritain, el grupo La Citté Catholique) ha acusado al Vaticano II de ser el culpable de la disolución del catolicismo en nuestros días, justamente porque, consciente o inconscientemente, se ha hecho eco de la conciencia moderna que se afirmaba como tal en la medida en que se desconectaba el pensamiento y la acción humanos de la regulación ortodoxa y propugnaba el imperativo herético.

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La lucha ha comenzado. Los hombres religiosos siguen su peregrinación o éxodo, como subrayó el Vaticano II al considerar a la Iglesia como pueblo de Dios en la diáspora. Ello les trae muchas dificultades. Se ven obligados a ser testigos -mártires- al exigir de sus respectivas iglesias una transparencia que éstas, a causa de su tendencia a la estabilidad doctrinal e institucional, no les pueden ofrecer. Pero la doble fidelidad -a Dios y al mundo- les impide cejar en su empeño.

Hoy por hoy, el martirio o testimonio a favor de ambos polos -el religioso y el mundano- implica una falta de comprensión por ambos extremos. Pero vendrá un día en que ambos comprenderán que la estable inestabilidad o situación fronteriza de estos hombres es lo que ha salvado para las nuevas generaciones los viejos valores que estaban a punto de esfumarse en uno y otro ámbito.

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