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Rastrear el espacio

A la vista de los insuficientes, por no decir infructuosos, resultados obtenidos en radioastronomía, cuando vemos que el universo insiste con su silencio, uno vuelve a recordar aquel pensamiento de Albert Einstein expresado en su ensayo Mi visión del mundo, uno de los pensamientos más lúcidos, a pesar de su sencillez, que jamás fuera enunciado: "El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos".El Pioneer 10 sale del sistema solar, se hunde en el cosmos abismal y sus electrónicas llamadas sólo obtienen el silencio por respuesta. El misterio sigue asegurado, y con ello la continuidad del arte y de la ciencia como vías diferentes hacia un mismo fin: la obtención de un conocimiento más absoluto y profundo, la revelación del misterio.

La sonda espacial insiste, mas la infinidad de mundos velan sus secretos, demuestran con insistencia que la vida en ellos no existe. Bien es verdad que se han descubierto algunas formas de materia orgánica, pero esencialmente el universo responde con sus materiales muertos, con sus masas inorgánicas en combustión, deshechas en partículas o en estado gaseoso.

Es como si todo el misterio se hubiese concentrado aquí, en nuestro viejísimo planeta. Al menos, aunque no se nos revele del todo, sí podemos decir que ese misterio que Einstein creía la "cuna del arte y de la ciencia" asoma entre nosotros. A través de sensaciones y de sueños intuimos que lo misterioso -todo lo que no es realidad aparente- se deja entrever en nuestro planeta desde el origen de los tiempos. Intermitentemente, algunos afortunados sorprenden prodigios voladores, oyen agudísimas vibraciones metálicas que ascienden de las simas marinas o ven los cielos cruzados durante horas por luces inexplicables.

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Esto por hacer referencia a algunos fenómenos de actualidad y propios de nuestro tiempo. ¿Cómo resumir en pocas líneas todos los fenómenos prodigiosos y extraordinarios que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad? Aunque, si hemos de ser sinceros, la psicología, el psiconálisis y la parapsicología se han encargado de clarificar una buena parte de ellos.

Pero volvamos a los espacios interestelares, al gran misterio. Dejemos que los humanos sigan estimulando su aburrimiento y su imaginación con sus pequeños y caseros fenómenos inexplicables. El cosmos insiste en su silencio. ¿Qué utilidad se le puede dar entonces al cosmos? ¿Qué se puede hacer con él cuando nos cela la fuente última de nuestras ansiedades?

Algunas mentes prácticas no se amilanan ante este silencio metafísico y en seguida nos hablan de las enormes riquezas energéticas y minerales que pueden contener esos muertos mundos celestes. Su explotación puede agigantar un día hasta extremos increíbles el desarrollo de nuestro ciego sistema económico. El universo es la reserva ideal para el día en que los recursos naturales del planeta acaben esquilmados.

Otros se han apresurado a señalar la importancia que esos mundos -la Luna, en concreto- podrían jugar a la hora de plantearse en la Tierra graves problemas de espacio y de superpoblación. La Tierra puede llegar a ser en unos años un hormiguero, pero cómo preocuparse si allá arriba hay tanto espacio vacío; espacio no sólo para las personas, sino también para el desarrollo, por los medios que sea, de los correspondientes cultivos. Otros hablan del interés turístico de los viajes espaciales. Como todo el mundo sabe, ya han comenzado a confeccionarse las listas de los primeros turistas que irán a la Luna.

Pero ¿por qué no puede seguir siendo el espacio astral un espacio muerto? O, para explicamos con mayor exactitud, ¿por qué no acabar haciendo del espacio astral un espacio doblemente muerto? Para ello nada mejor que trasladar a él -todos sabemos que hoy día ya no es ficción científica- las contiendas bélicas entre los humanos. Han comenzado a fabricarse los primeros satélites asesinos y las conversaciones sobre el uso pacífico del espacio ya son una continua obsesión para las superpotencias. Una absurda confrontación nuclear allá arriba entraría también dentro de lo posible al paso que vamos.

Desde este punto de vista, cabe concebir el espacio como un basurero. Los cohetes y satélites averiados o desintegrados y las capas más bajas de la atmósfera, con sus cantidades en aumento de dióxido de carbono y de otras partículas residuales, ya cumplen en buena medida con esa función de basura de los fracasos o abusos tecnológicos. Esas capas de residuos alteran la temperatura de los rayos solares. Con ello las estaciones ya no tienen el carácter cíclico y ordenado de un tiempo (aunque Leopardi, en uno de sus ensayos, ya nos dijo que esta idea de que el clima de hoy ya no es el mismo que el de nuestra infancia, es arquetípica, tan antigua como el hombre y, por tanto, ilusoria).

Pero, al margen de encontrar o no encontrar vida en el universo, más allá de explotarlo, saquearlo o, simplemente, visitarlo, siguen brotando las preguntas, las grandes preguntas. Quizá por ello el mismo Einstein, ante el misterio y su silencio, también nos habló en su ensayo de "religiosidad cósmica", aunque hablar en estos términos nos llevara, según él, a un concepto de "difícil comprensión", el de la Divinidad.

Einstein, como cualquier humano genial, toca los mismísimos límites del conocimiento, comprende -como los llamados "físicos románticos"- que se puede hablar de "unión", de "simpatía", de "analogía", de "ritmo". O, como los neoplatónicos, de alma-universal o de animal-universo. Einstein sabe que lo humano está impregnado de lo astral, estrechamente fundido en armonía con ese gran Todo silencioso y negador. Un misterio que no comunica, pero que sí empapa. Un misterio que no se desnuda, pero que sí se deja sentir. No sabemos del secreto último, pero sí se deja sentir. No sabemos del secreto último, pero sí se evidencia la armonía de las leyes que rigen la naturaleza. Esa misma naturaleza que ya Pascal, entre tantos otros pensadores, concebía como "un misterio completo y grandioso".

El espacio infinito, vacío, silencioso, está ahí, ante la marcha desolada y hasta ahora estéril del Pioneer 10. Desde que Copérnico adelantara su teoría de que la Tierra ya no era el centro del universo astronómico, ese espacio pesa, con su inescrutable silencio, como una losa, sobre la mente del hombre consciente.

Desde Copérnico hasta la llegada del hombre a la Luna no han faltado las hazañas espaciales, pero no se ha agotado la sed esencial de saberlo todo. Hoy disponemos de detallados planisferios, nos sobrecoge la precisión de las cifras y de las fórmulas astronómicas, los nuevos descubrimientos de estrellas y de nebulosas cada vez más distantes, los agujeros negros y los azulados quasars. Pero la pregunta fundamental sigue sin respuesta. ¿Qué hay en el fondo de todas esas masas incandescentes, gaseosas o muertas? ¿Dónde está el fondo? ¿Existe el fondo? ¿Se expande o se contrae esa totalidad infinita?

Poco importa, en definitiva, que el número de estrellas de nuestra galaxia ascienda a 100.000 millones o que haya 100 millones de nebulosas en el espacio accesible al telescopio. Detrás siempre está el misterio, la fuente de la ansiedad primera, gracias a la cual el hombre, según Einstein, sigue haciendo ciencia y arte.

Al margen de estas encomiables labores, si aumentase la desarmonía, el hombre siempre puede entregarse de lleno al olvido y a un intenso epicureísmo. Gozar de la luz antes de que la luz se corrompa un poco más; gozar de la vida antes de que las esporas que un día llegaron del espacio para dar vida a este planeta regresen a su origen, vuelvan -buscando una atmósfera más pura- a fecundar alguno de esos calcáreos y cenicientos cuerpos celestes.

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