Dos de Mayo en Malasaña: el pregón del que nunca existió
Iban a ser unas fiestas de transición, y ya se sabe que toda transición, a estas alturas del milenio tiene su punto de apocalipsis, su dosis de entropía. Las fiestas del Dos de Mayo en Malasaña intentaban este año recuperar el ambiente de las pacíficas verbenas de antaño: decibelios controlados, rock en pequeñas. dosis, coloquios mesas redondas presididas por intelectuales solventes y un pregonero sabio de verbo califal y conciliatorio, el dramaturgo Antonio Gala.Pero no pudo ser; hace ya un tiempo que los intelectuales de pro frecuentan poco Malasaña, y lo hacen menos aún en estas fechas tan señaladas del calendario en las que el barrio es invadido por hordas foráneas. Alegó Gala inexcusables compromisos, y el otro, viajes inaplazables; aquél dolencias inesperadas, y el de más allá, trabajos sin redención posible.
No había, sin embargo, obstáculos. inabordables para los organizadores del festejo y, ante la masiva deserción de las figuras, recurrieron a una joven promesa local, hijo del barrio, experto en mesas redondas, coloquios y otras disquisiciones sin remuneración alguna. Veinticuatro horas antes de la fecha señalada sonaba el teléfono de su casa y caía abrumado por el peso de la responsabilidad y la gloria el aludido talento local, que se comprometía a poner todo su esfuerzo en la confección de un pregón, si no magistral y épico, al menos digno de la efeméride.
Por primera vez coincidían este año la festividad del barrio con la de la autonomía, y en estas fiestas comunitarias, un ingenioso funcionario dio con la idea que uniría la humilde verbena de la plaza con las solemnidades que en otras partes de Madrid conmemoraban diversos, estamentos oficiales. Una retreta militar con uniformes de época cruzaría las callejas del barrio, sonarían triunfales los clarines, relucirían los metales, abanicarían el aire los gallardos penachos, y las jóvenes arrojarían claveles al paso de los marciales cadetes.
El anónimo funcionario soñó esta viñeta romántica y castiza, pero alguien se equivoco en el horario: no relucieron los metales, ni abanicaron el aire los penachos al luminoso sol de la mañana, ni siquiera espejearon los bruñidos cascos, con los últimos rayos del crepúsculo.
El desfile hizo su aparición en la plaza rondando la medianoche, cuando el cuadrilátero hervía en una variopinta aglomeración de pacifistas, objetores de conciencia, feministas, penenes, rockeros, punkis y mohicanos con el hacha de guerra, afortunadamente dialéctica, desenterrada y esgrimida con singular gracejo y desparpajo después de las primeras libaciones alcohólicas.
Fieles a la tradición
No gozaron los niños del barrio del colorista espectáculo, no arrojaron claveles las jóvenes al paso de la comitiva, no lloraron emocionados los ancianos con el cortejo, pero una vez más se cumplió hasta el fondo de sus esencias la tradición de Malasaña, una tradición que, como su propio nombre advierte, se cimenta sobre el enfrentamiento.
El frustrado e improvisado pregonero, llegada la hora de su alocución, pensó qué hubiera hecho el maestro Gala en una situación como aquélla. ¿Habría acallado el diestro cordobés el rumor de la masa y el eco de la fanfarria con el solo concurso de su voz? ¿O bien habría emprendido, sabio y prudente, una discreta retirada, dejando el campo a los oradores populares que se aprestaban a hacerse cargo de los micrófonos para ejercitar sus espontáneas facultades oratorias?
Creyendo seguir la huella silenciosa del maestro, embutió el pregonero sus folios en el bolsillo de la chaqueta y subió la empinada cuesta de San Andrés con paso fatigado, pero reanimado por sucesivas pócimas, y a petición de un público cada vez más amplio, emprendió a su manera, fragmentaria y a veces caótica, un pregón itinerante, que hilvanaba milagrosamente por los bares historias y leyendas, fechas y datos, comentarios eruditos y exabruptos de mediano calibre. Su audiencia fue múltiple, y muy variada su acogida entre los que gozaron de su palabra en esa noche. aciaga y sin embargo gloriosa.
Cuando se retiró a sus habitaciones, rayando ya el alba inmisericorde, iba el cronista bastante animado, pues creía haber encontrado entre las páginas sueltas de la noche la clave de algunos acontecimientos que se empeñan en aglomerarse sobre el barrio de Malasaña través de los siglos.
La clave, se decía el pregonero, hay que buscarla en su mismo nacimiento, suceso milagroso, marcado por el prodigio y subrayado por la autoridad real de Felipe III, bajo cuyo reinado envió el señor Yahvé, un terrible rayo que fulminé a una comunidad de moriscos que habitaban éstos andurriales.
Su majestad, comprendiendo la intencionalidad de este protodeshaucio de Jehová, levantó en aquel lugar, una vez completamente limpio de moriscos, una cruz de piedra para conmemorar el prodigio, cruz de piedra en cuyos alrededores se instalaron los primeros asentamientos del barrio de las Maravillas.
El segundo prodigio de la saga tiene como protagonista al rey poeta Felipe IV, frecuentador nocturno de conventos y chiringuitos en estas eras y desmontes. Su majestad sufrió en una de sus frecuentes escapadas nocturnas un alevoso atentado cerca de la cruz edificada por su padre, y en un rasgo de justicia poética, mandó prender a todos los varones que habitaban las ventas del Espíritu Santo, con cuyas manos cortadas formó una guirnalda sobre el monolito.
Cuando la zona de Malasaña iba a ser demolida
Desde entonces hasta nuestros días, las relaciones entre el poder y los habitantes de la zona han sido bastante conflictivas; tras la gloriosa gesta de 1808 hubo por aquí barricadas contra el absolutismo, y manifestaciones y algaradas frecuentes en la colindante universidad. No extrañó, por tanto, que Franco diera preferencia en los planes de demolición de la odiada ciudad de Madrid a este barrio, patrocinando la creación de una Gran Vía Diagonal, a la que se opusieron con fuerza los vecinos y algunas personas sensatas, que consideraron excesivo que, en aras del progreso, cayera bajo la, piqueta media docena de monumentos nacionales.
El plan, enésimo plan de destrucción, tuvo que camuflarse luego de Plan Malasaña, pero en el intervalo, los verdugos probaron con nuevas y sofisticadas técnicas, quitaron la universidad, derribaron el mercado más antiguo de Madrid y prohibieron las fiestas del Dos de Mayo.
Nunca comprendieron los artífices de tan grandiosos planes por qué en los años sesenta, cuando el barrio parecía herido de muerte, fue invadido por nuevos habitantes, actores en paro, bohemios y titiriteros, neoartesanos, protohippies de luenga guedeja, barbados progres y audaces empresarios capaces de convertir un almacén de patatas en un sofisticado pub pleno de sabor local.
No lo comprenden todavía, pero siguen al acecho, comprobando con satisfacción cómo los solares patrios del Dos de Mayo se convierten en yermos descampados.
Al pregonero le hubiera quedado un pregón bastante entonado, y se duerme por fin satisfecho, arrullado por el eco de las fanfarrias de la historia y el clamor de las masas.
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