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Algunas preguntas

En mi múltiple evidencia de gallego de nación y vocación y orgullo, de marido de vasca, de escritor en lengua española y de residente mallorquín, pienso que debo ser una de las personas mejor situadas en nuestro anfiteatro para hacer algunos tímidos juicios de valor acerca de las aventuras por las que transcurre la historia última de la incipiente andadura autonómica. En tanto que hijo de español e inglesa y nieto de escoceses, italianos y valones (pido perdón por no poder presentar ascendientes bantús, ni chinos, ni apalaches), creo estar a salvo -o casi a salvo- de las tentaciones del chovinismo. Y quizá por todas estas causas -y por otras más que sería prolijo detallar ahora- declaro que no me gusta demasiado algo de lo que está pasando.El voto en favor del trueque del centralismo por otro tipo de organización del Estado, en este caso la de la España de las autonomías, fue en los últimos tiempos del régimen del general Franco Bahamonde algo así como un difuso anhelo multitudinario. La mayoría de los españoles -todos, menos las excepciones de rigor- estaba de acuerdo en que la Administración no funcionaba y entendió, quizá un tanto ingenua y apresuradamente, que la mera alternativa era segura garantía de éxito. Mediante un escondido sofisma se nos coló en el ánimo la idea de que lo contrario de una burocratización centralizada era una gestión autonómica, pero no se acertó lo bastante a entender que la mala intendencia puede multiplicarse, sin mejorar, por escisiones sucesivas. Quiero dejar claro mi pensamiento de que supongo que todavía es pronto para valorar los resultados; de la descentralización, pero tampoco he de callar que vengo observando signos inquietantes que apuntan al suceso de cómo las autonomías están reproduciendo fielmente vicios y modos que ya habían enseñado hasta la saciedad sus fallos en varios siglos de experiencia centralista. Quisiera añadir que supongo que quienes defienden a ultranza la gestión autonómica, a pesar de todas sus obvias dificultades, se están convirtiendo de hecho -y no dudo que a contrapelo de su propósito- en los peores enemigos de la descentralización. Quizá fuera oportuno, a tal efecto, recordar algo que vengo repitiendo desde hace mucho tiempo, desde épocas muy anteriores a 1975, y que en su día provocó oleadas de bucólica ira y de santa indignación entre la mansueta progresía hispana: lo más parecido que hay a un tonto de derechas es un tonto de izquierdas.

En realidad, la fórmula de la autonomía descansa en equívocos y en eufemismos destinados a impedir que los equívocos se discutan. Por mucho que puedan fingir a enfadarse mis amigos de Albacete o de Ciudad Real, de Segovia y Soria, y de Badajoz o Palencia o Alicante, pongo por caso, España -queramos o no queramos- no es un país homogéneamente federal ni autonómico. Entre las famosas "condiciones objetivas" que pueden definir las situaciones hay algunas que casan a la perfección en Cataluña y el País Vasco, y otras diferentes que cabrían bien a Galicia, quizá a Valencia y, con reservas, a Andalucía; lo demás de España es otra cosa, tan merecedora de respeto y reconocimiento, pero, sin duda alguna, distinta. Y el que no quiera entender, que no lo haga, que más se perdió en Cavite, y aquí estamos todos dispuestos a seguir viviendo y mareando. La única forma de pretender aplicar aquí los falsos criterios de una extraña democracia es buscar un máximo común divisor, que en este caso resulta tan ambiguo como inútil. Cuando los Gobiernos, primero el centrista y después el socialista, se dieron cuenta del mal resultado de la receta intentaron arbitrar fórmulas de definición del Estado al estilo de la fenecida ley orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, pero, al margen de que tal ley armonizase o no lo que se proponía, lo cierto es que fue rechazada por el Tribunal Constitucional, ya que, según parece, nuestra Constitución -quiero decir aquella que nosotros mismos nos hemos dado- exige una España diferente a la que se pretendía armonizar.

Reconozcamos que la culpa de lo que sucede no es ni de los rusos, ni de los yanquis, ni de los chinos. Árabes y judíos quedan ya pocos, y los europeos siguen jugando a confundir. ¿No habrá sonado ya la hora de entender que la culpa es nuestra y que a todos nos asiste tanto el derecho de errar como el deber de enmendar?

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No voy a cometer la caritativa torpeza de atribuir a la gente de la calle la idea generalizada de que las administraciones autonómicas van por mal camino. En primer lugar, porque siempre hay gente en la calle dispuesta a decir lo que haga falta, y en seguimiento, porque el Gobierno -o los Gobiernos- lo hace muy mal. Para colmo, esa pretendida voz popular se traduce casi siempre en reflejo de quienes usan un ente metafísico, el pueblo, para manipularlo. Me contentaré con mantener la tesis sin buscar autoridades. Y si estamos en una vía que no funciona o apunta rasgos de que no va a funcionar a satisfacción, necesitamos cuanto antes un diagnóstico de lo que viene sucediendo. En rigor, la respuesta que habría que dar con toda urgencia es la que atiende al origen del embrollo. ¿Qué es lo que puede enseñar mayores defectos: la idea de las administraciones autonómicas que se maneja o la forma de cómo ha ido organizándose España en sus diferentes autonomías? De otra parte, ¿es el propio concepto de administración autonómica el errado o se trata no más que de una acumulación de errores subsanables en el proceso de sustitución (cuando no duplicación) de órganos competentes? Por último, ¿es un fenómeno pasajero, de juventud?

Estas preguntas me producen dolor porque pueden aprovecharse para echar abajo -y con muy innobles intenciones- un proyecto en el que todos creíamos y en el que algunos, como yo, seguimos creyendo. Sé bien que son preguntas difíciles, porque siempre cuesta trabajo reconocer la realidad de las diferencias y asumir los riesgos de tal reconocimiento. Pero también son preguntas que como peor quedarían es sin una clara y aceptable respuesta.

© Camilo José Cela, 1984.

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