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Azar y vida cotidiana

La presencia y los prestigios de lo aleatorio en nuestra vida cotidiana provocan un sordo diálogo en el que pensamiento mágico y pensamiento racional, razón y superstición, si se prefiere, ejercen como interlocutores. Ambas estrategias sobrevuelan con solicitud por los alrededores de nuestras decisiones, sin que parezca cercano el momento de la victoria definitiva de una sobre otra. Y es que, si a veces llegamos a sospechar de la presencia de alguna sorda ratio, dormida bajo las supersticiones, a menudo no podemos dejar de pensar que la afirmación de la mera y sola razón es una superstición más.Cuenta sir Evans Pritchard en un libro ilustre (Witchraft, oracles and magic among the azande, 1937) un boceto de diálogo casi socrático en el que dos interlocutores, representando los puntos de vista de la magia y la racionalidad, respectivamente, aprestan sus mejores armas para dar cuenta de un mismo suceso, intentando domeñar la incertidumbre que lo envuelve. Al parecer, un granero de la aldea se ha derrumbado sobre un hombre que dormía a la sombra del mismo, causándole la muerte. Ante un acontecimiento inesperado como éste, que rompe el equilibrio cotidiano de la vida de la comunidad, el hombre azande responde apelando a la magia, y decreta que se trata de un caso de brujería. Algún brujo debe haber usado de sus poderes para que haya ocurrido tal cosa: sólo así se explica la caída del granero, la muerte resultante y la identidad de la víctima. La respuesta que da Evans Pritchard se nos presenta como prototipo de la comprensión racional de los acontecimientos. Si el granero se ha hundido es porque su estructura estaba minada por los térmites; era, pues, probable que se derrumbara. Dada la costumbre de buscar la sombra para sestear propia de los hombres azande, era posible que alcanzara a alguno de ellos en su caída. El que la víctima fuera éste y no otro cualquiera es una casualidad. Es precisamente esta casualidad la que se niega desde el punto de vista mágico, en la medida en que se nos empuja al horror vacui del azar. Evidentemente, el hombre azande sabe por qué ha caído el granero, como sabe por qué la víctima se sentó bajo su amparo. Su pregunta se dirige hacia otro dominio de causas, sin que ello implique desconocer la causalidad natural de las cosas, ni la responsabilidad de las acciones de las personas. Quiere saber por qué ha coincidido la caída del granero con la siesta de su vecino, y por qué ha tenido que ser precisamente éste la víctima. Y si quiere saberlo es porque quiere creer en la necesidad de un acontecimiento que es mensajero de muerte: porque no puede aceptar que la muerte ocurra porque sí. Ante un acontecimiento de tamaña relevancia social, la respuesta que apela el azar no es sólo, para el hombre azande, una manifestación de pueril ignorancia, es una cobardía, es algo más que falsa, es mentira. Porque de lo que se trata no es de comprender el acontecimiento, sino de saber qué hay que hacer: para expiar este desorden, para evitar su repetición en el futuro. Así entendida, la magia se nos presenta como una estrategia para dotar de significación social a los acontecimientos, para suministrar pautas de comportamiento frente a lo que rompe la rutina ritual de todos los días.

Control exhaustivo

En el extremo opuesto, la respuesta del antropólogo nos ejemplifica explícitamente la opción que, ante las amenazas del acontecimiento, ha realizado el pensamiento racional: diseñar procedimientos de gestión y control cada vez más exhaustivos, tanto de los estados de cosas como de los comportamientos de las personas, elaborar saberes positivos que persigan, lo más afinadamente posible, los eslabones de cada cadena causal, renunciando, con el nombre del azar, aiconocimiento de las intersecciones entre las diferentes series causales -coincidencias- cuya relevancia sería meramente estadística. Así, para nuestra ciencia, azar no es sino el nombre con el que designamos la convergencia de series causales independientes. No es otra la clásica definición de Cournot.

Azar es, de este modo, el recurso por medio del cual negamos que sea legítimo suponer un sentido tras las coincidencias. Ya a principios del siglo XVII, antes de que en Francia, Descartes se aprestara a establecer el método de la racionalidad, Cervantes lleva a cabo, en España, una crítica efectiva del pensamiento mágico; el relato, si se prefiere, de cómo el pensamiento mágico ha dejado de ser la instancia que configura, para nosotros, la realidad como mundo. El Quijote es aquel para quien no existen ni azar ni coincidencias: todo tiene un sentido, demasiado sentido. El azar es, pues, la palabra mágica por medio de la cual nos prohibimos el recurso a todo pensamiento mágico, la forma vacía que nos protege de lo que, a partir de ahora, va a ser llamado locura.

Y es esta posición paradójica del azar la que convierte en paradójico nuestro modo de enfrentarnos con los acontecimientos, incluso con los más menudos: aquellos que, como una lluvia fina, constituyen la vida de todos los días. Es cierto que la aventura occidental de la libertad sólo se explica 5or la negativa a aceptar la necesidad de lo que acontece, por la afirmación de la contingencia del futuro; pero es como si este movimiento no pudiera efectuarse sin contrapesarse continuamente a sí mismo. Si ante una catástrofe nos erguimos exigiendo mayores y más precisas rutinas, frente a las miles de minúsculas rutinas que embozan nuestra existencia nos debatimos soñando con rasgar el velo. para que asome una gota de luz, un poco de belleza, algo de verdad.

No se trata, otra vez, del eterno descontento que nos caracteriza, sino de un vicio estructural. Como tampoco es asunto de mera moda el auge contemporáneo de mánticas y pararreligiones. Son, evídentemente, una reacción contra la racionalidad de los saberes positivos, pero son reacción contra un aspecto muy preciso: contra el anonimato que nos imponen. Es como si el que supiéramos cuántos hombres morirán este fin de semana en accidente de automóvil, sin saber, sin poder saber quiénes serán, les quitara a esas muertes su porqué, hiciera de ese morir algo sin sentido. Porque la interpretación racionalista de un acontecimiento como el narrado por Evans Pritchard nos obliga a asumir que, aunque existan causas que pueden explicar por qué ocurren las cosas, éstas nos ocurren porque sí. Y curiosamente son a la postre estas cosas que ocurren porque sí las que realmente cuentan, las que, cuando nos contamos eso que es y ha sido nuestra vida, forman los momentos mayores que articulan, como un destino, la trama narrativa de nuestra biograria. Son catástrofes, casualidades, imprevistos, contratiempos, coincidencias y sorpresas que parecen dotados de una extraña necesidad. Y hasta tal punto que acaban por dibujar un rostro, el nuestro, el de cada cual, en esa forma vacía que los saberes denominan azar.

Miguel Morey es profesor de Filosofía en la universidad de Barcelona y director de Travesía.

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