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Simone Rozes

Es la primera mujer presidenta del Tribunal Supremo francés

Por primera vez en Francia, una mujer tiene acceso a la cumbre de la magistratura: Simone Rozes, de 63 años de edad, ha sido nombrada primera presidenta del Tribunal Supremo. La designación dimana del Consejo Superior de la Magistratura de este país, a cuya cabeza está el presidente de la República, François Mitterrand. Reunido en el palacio del Elíseo, el organismo en cuestión, a la vista de la jubilación del que a partir del primer día de enero de 1984 será el predecesor de Rozes, tomó una decisión que en estos tiempos del posfeminismo puede parecer normal ya, pero que no lo es tanto en un país en donde ser hombre aún cuenta lo suyo para muchas cosas o funciones.

Si a Simone Rozes, parisiense por todos los costados, se la mira de frente y cuando adopta una cierta expresión de ternura de madre o de esposa, puede recordar a Deborah Kerr, aquella diva del Hollywood de los años de después de la segunda guerra mundial. Si se la observa, también de frente, pero cuando su semblante cambia -vaya usted a saber por qué- cualquier ciudadano simple puede imaginarse que está aquilatando los restos de candor, o de belleza, o de perversidad, o la inteligencia sin más de Simone de Beauvoir, la que fue señora de lujo del filósofo Jean Paul Sartre, también de la generación de los de después de la segunda guerra mundial.Rozes no es ni la diva de Hollywood ni la escritora-amante del barrio de Montparnasse de ayer y de hoy, porque aún sale varias veces por semana a cenar a chez Bequet -no confundir con el Beckett de Esperando a Godot, el premio Nobel, que vive al ladito mismo-, restaurante colindante con el cementerio en el que reposan las cenizas del autor de Cartas al castor, el libro de Sartre que acaba de aparecer hace algunas semanas y que recoge sus cartas de amor a Simone, no a la Rozes, sino a la Beauvoir.

Pero todas las alusiones a sus semejantes no son inútiles. Simone Rozes tiene un señor carácter, como la Simone de Sartre, y en la profesión se le reconoce, y hasta es admirada por ello. Y la señora Rozes tiene un encanto loco, como la diva de Hollywood. Pero es que, además, es lo que se dice "una mano de hierro en un guante de terciopelo". Y aún ago más: tiene fama de sabihonda en materia de justicia. Fue licenciada en todo: derecho, economía política, ciencias políticas; esto, que se sepa. De entrada, como cualquier abogadillo de tres al cuarto, fue suplente del juez de Bourges, una ciudad que no dista más de 200 kilómetros de su pueblo de nacimiento, París. Más tarde llegó a juez, ya en París.

En un primer momento hizo de jefa del gabinete del ministro de Justicia de aquella época. Allá por la década de los años 70, Rozes vuelve a la profesión como presidenta del 17º Tribunal Correccional de París, que es el que se hace cargo de los procesos mundanos y de los asuntos de difamación, en los que frecuentemente se ven mezclados los periodistas. Y allí -todos lo recuerdan ahora-, la señora, mezcla de encanto y de autoridad, se manifestó como de costumbre: insobornable. Pero, cosa no frecuente, los periodistas no la apabullaron con sus picajosidades. Por el contrario, su contacto con la Prensa hizo de ella una figura que desbordó los medios estrictamente profesionales, donde siempre se la consideró como una mujer con futuro profesional.

Más.tarde volvió a pasar tres años en la Administración pública, es decir, en el Ministerio de Justicia como jefa de los servicios de Educación Vigilada, departamento, parece ser, que la forzó a rozarse con casos más que delicados y que la humanizó, si es que padecía de inhumanidad. Éste fue un paso, más, en espera de otro que la colocó a la altura de la presidencia del Tribunal de Primera Instancia de París, puesto que, también por primera vez, ocupó una mujer.

Con todo lo dicho no es difícil comprender que, en este país, los que entienden, como los que entienden menos, consideren a Simone Rozes como la gran dama de la justicia francesa. Pero eso no divierte a todos. Por ejemplo, al poder giscardiano. Eran los últimos tiempos del liberalismo de Giscard, con Alain Peyrefitte como ministro de Justicia. Ya por entonces, como ahora, el tema de la segundad de los ciudadanos presidía preocupaciones y fantasmagorías. Y Peyrefitte inventó la ley llamada de Seguridad y Libertad, que intentaba -simplemente- aliar los estacazos y la justicia, para que cada francés durmiese tranquilo.

Pues bien. Simone Rozes, por todos reconocida como servidora de la justicia, no se mordió la lengua y dijo que la ley de Peyrefitte era una ley más o menos canalla. Y, por no haberse mordido la lengua, parece ser que fue promovida, y se la envió a Luxemburgo como abogada general del Tribunal Europeo de Justicia, cuya sede se encuentra en la ciudad precitada. En 1981 ganaron los socialistas el poder político en este país y la señora en cuestión no tardó en manifestar, una vez más, que lo de morderse la lengua no se lo enseñaron de pequeñita. Nombrada por Mitterrand para formar parte de la comisión que debía establecer un balance de la Francia giscardiana, abandonó su puesto inmediatamente, en cuanto el ministro del Interior, Gaston Defferre, metió la pata solicitando la resurrección de procesos, a su modo de ver, improcedentes. Sólo queda un detalle (entre mil) por saber de la nueva jefa máxima de la justicia francesa: cuando los caricaturistas hacen su labor, ofrecen una cara suya que, a primera vista, da la impresión de que va a morder.

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