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La voz

De todas las huellas que deja el cuerpo a su paso, ninguna es tan estremecedora como la voz. La voz no sólo nos alerta el tímpano, se apoya allí como una mano o un mapa. Es todo el otro que llega agrupado en el sonido. El cuerpo entero es un pretexto para producir oquedad, una arquitectura que crea residencias aseadas para el placer o para el secreto. De ahí la aguda fascinación que conllevan las escuchas telefónicas. La escucha nos acerca hasta los confines del otro, cachea hasta el último rincón de sus ventrículos. Desmantela al auscultado. Es el espionaje total.El pensamiento emite y recibe signos, el cuerpo emite y recibe sonidos, dice Florence de Mèredieu. La voluptuosidad que de la música se obtiene no es otra cosa que esa súbita saciedad de los incontables alveolos que nos pueblan la estatura. Se puede estar de muchos modos intoxicado, pero ninguna intoxicación es tan hipnótica como la que suscita el sonido. He aquí el poder de la música y también de la voz, su gran persuasión, su abuso sobre toda voluntad de resistencia.

Todavía hay gente que no entiende a las muchedumbres seducidas por la música. Y todavía hay quien presta un culto supremo o, lo que es más grave, exclusivo, a la condición de la escritura. ¿Escribir cartas de amor? ¿Cómo puede compararse esto a la nueva providencia de enviar casetes? Si hay algo decisivo en la pasión amorosa no es la razón, sino el aturdimiento. El sonido antes que el sentido. Ni la memoria visual llega a ser tan turbadora. Porque lo que trae la casete no es impresión únicamente, sino un cuerpo que reconstruye su espesor a partir de la sonoridad que lo precede.

La chica está ahí. ¿Dónde? ¿En la carta, en la fotografía, en la película animada? Acaso haya muerto ya. Toda grafía conduce al testamento, toda estampa acaba pareciéndose a una esquela. Pero la chica está ahí: respira, ¡habla! Puedo adentrarme inversamente en su voz o dejar que la voz ambule desde mi oído a la cavidad del bazo.

Lo que esa chica ha enviado en la casete no son, desde luego, signos. Esa otra mujer, Florence de Mèredieu, sólo llega a describir el proceso a medias: el cuerpo emite sonidos, ciertamente. Pero también: la voz emite cuerpos.

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