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Pactos, 'porros' y bocadillos

Parecería mentira hace sólo unos cuantos meses (recuérdese, por ejemplo, el susto del descubrímiento del 27-O), pero la realidad es que estamos viviendo algo que bien podríamos denominar como normalización democrática. Que sea plena o no es ya otro cantar, con el tema del terrorismo por medio, el peso de una herencia que impregna comportamientos e impone costumbres que se entronizan resistiendo, acomodadas, al cambio y con las limitaciones propias de una crisis económica que está pagando ahora, entre otras cosas, las alegrías del desequilibrado desarrollismo de los años sesenta. Es, sin duda, un marco referencial incómodo. Pero ¿qué país de nuestro entorno no tiene el suyo y arrastra sus propias contradicciones? De modo que lo único que cabe es asumirlo. Y construir a partir de él. Nadie podrá negar, por el contrario, que múltiples datos indican que la democracia española se estabiliza, aborda los problemas, hace funcionar las instituciones y, dentro de ellas, existe el primer Gobierno de izquierda que en un período histórico normal ha conocido este país. Dicho sea esto último como prueba inequívoca de contrastación de una normalidad que otros lugares no necesitaban porque desde siempre entraba en la pura lógica de la democracia. Aquí no. Todavía en el mes de octubre, voces supuestamente autorizadas decían que si los socialistas llegaban al poder las posibilidades de un golpe de Estado serían mayores...Hay que empezar, entonces, a ver las cosas dentro de ese contexto de estabilidad, sin complejos en el ejercicio de la crítica y desde el análisis de los hechos y de las nuevas realidades que, poco a poco, se configuran en el horizonte político. Horizonte lógicamente entrecruzado por aspectos positivos y otros que muestran, para preocupación de algunos, una democracia que, ya estabilizada, descubre su lógica inmadurez. O, lo que es peor, arrastra sin apenas percibirse de ello una serie de fardos que, lejos de aliviarse con el cambio, parece se les quiere preservar y presentar como modelos. El tema tiene importancia porque el previsible triunfo electoral del PSOE, y dentro de la habitual moral del éxito practicada por todos los partidos, el próximo 8 de mayo, presentado como reválida y convalización del 28-O, va a impedir el imprescindible ejercicio de la autocrítica. Si a eso se añade, también previsiblemente, la concentración de poder que el partido en el Gobierno puede acumular después de las municipales y autonómicas (Administración central y todo su complejo entorno público, ayuntamientos y más de diez autonomías), se comprende la rigurosa necesidad de debatir algunas cuestiones antes del inevitable todo-lo-hacemos-bien-porque-el-país-sigue-confiando-en-nosotros. El peligro de desautorizar la crítica por su origen (la derecha apocalíptica) o porque viene de sectores marginales (minorías intelectuales de la izquierda desplazada) es algo más que una tentación de los actuales gobernantes. Cogido en esa trampa, el PSOE caería inexorablemente en un populismo cuyos brotes son más que evidentes (un observador atento debería estudiar, por ejemplo, los contenidos de 24 horas seguidas de RNE un día cualquiera de programación), distorsionador de su programa y de sus objetivos como partido, hegemónico además, de izquierda.

Como ilustración de lo anterior, y aunque la culpa en este caso no sea sólo de los socialistas, el hecho de que la semana pasada el Congreso dedicase más tiempo, bastante más, a discutir el llamado tiempo del bocadillo que a la ratificación del pacto bilateral con Estados Unidos, debería mover, como mínimo, a reflexión. Nadie podía imaginarse, con los socialistas en el poder, que los ciento cuarenta y tantos folios de apretada prosa del protocolo pasasen de manera tan rauda por los representantes de un pueblo soberano al que, literalmente, se le escamoteó el fondo, y la letra, de su contenido. Vamos asimilando la dilatación del plazo para el referéndum sobre la OTAN. Pero lo del otro día fue demasiado. La subyacente mala conciencia (ejemplarizada en la intervención del ministro Morán) en los escaños se convirtió en un espectáculo de literal prestidigitación. Aunque no hubiese habido, y a lo mejor no lo hay, otro remedio que la ratificación, lo menos que se podía pedir era que el PSOE hubiese explicado las razones y necesidades de manera menos vergonzante. Pocas veces como en esas dos tardes parlamentarias se ha evidenciado de manera tan notoria que el PSOE tiene en la cabeza más concepto del Estado (lo que no está mal, si no se abusa del término razones de Estado) que de la sociedad que lo sustenta, y que tiene derecho, y los socialistas obligación, a algo más que a explicaciones para salir del paso. Contraponerlo, por otra parte, al populismo de que se hizo gala en la discusión del tiempo del bocadillo (singular institución dentro de los países industriales convertida en reivindicación básica), no es ninguna demagogia porque refleja, de manera bastante exacta, pesos y medidas que nada tienen que ver con la importancia objetiva de los ternas: en un caso se amplían decibelios porque el asunto puede ser popular, y en el otro se rebajan precisamente por todo lo contrario.

Otro caso reciente volvió a darse esta semana, también en el Parlamento. La reforma del Código Penal en lo referente al consumo de las llamadas drogas blandas, y que, si bien supone un considerable avance respecto a la situación anterior, no se atrevió a despenalizar su circulación. En un país donde no existen restricciones para el consumo de alcohol y tabaco, lo que supone una importantísima suma para las arcas del Estado, no aceptar la compraventa del porro no deja de ser una perfecta hipocresía política. Pero, de nuevo surge el Estado (que necesita recaudar fondos para la Hacienda Pública) por encima de una idea de sociedad más consecuente, sin doble moral posible, con la ideología que ostenta el poder.

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Por supuesto que resulta defendible la teoría del paso a paso dentro de lo que pudiéramos llamar reforma controlada. Pero ello no resultaría incompatible con alguna dosis de consecuencia histórica y de lógica social. Se supone que no hay que molestar a los votos prestados. Pero tampoco hay por qué descuidar otros flancos en aras de un populismo del que el PSOE debería, huir, especialmente después del 8 de mayo, como del propio diablo.

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