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RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO

Si por ventura un día un nuevo Bandrés interpelase al actual Ejecutivo para recriminarle el que -pongamos por caso- en dos años de Gobierno socialista los delitos contra las personas y la propiedad se habían multiplicado en un 200%, y un nuevo Barrionuevo le replicase diciendo: "¡Pero, en cambio, en ese mismo tiempo, a ningún ciudadano, ni siquiera homicida o ladrón soprendido in fraganti, se le ha tocado un pelo de la ropa en ninguna de las comisarías de España!-, es de temer que ese nuevo Barrionuevo no sólo, en vez de recibir de la leal oposición -como triste anticipo de la única clase de lealtad que tal vez pueda esperar de ella- el más cerrado, sanguinolento y fragoroso aplauso, sufriría el más unánime e indignado de los abucheos, sino que, por añadidura, y esto es lo peor, ese abucheo encontraría, sin duda, eco y respaldo en un sector acaso hasta mayoritario del propio electorado socialista. Y, sin embargo, precisamente el poder dar una respuesta como la que atribuyo aquí a mi imaginario Barrionuevo significaría un progreso realmente moral por parte de un Estado, así como el darla por buena y recibirla por plausible (aun a despecho de una no por discutible menos esperable convicción general de una efectiva relación de causa a efecto con el simultáneo aumento de delitos arriba imaginado), lo significaría por parte de una población.La hortestidad en los emolumentos percibidos, la puntualidad en los horarios, la plena dedicación a las funciones públicas, etcétera, no son más que moralidades domésticas menores, sin más rémoras que vencer que el empedernido escepticismo e insatisfacción de los desheredados o la mezquindad y falta de patriotismo de los privilegiados, pero que al fin no van sino a favor de la exigencia de que una nación funcione y, en consencuencía, a favor del éxito político de una gestión gubernativa, y nunca llegan a entrar en colisión con la naturaleza del Estado mismo, con su mecánico, ciego y redundante interés interno de autoperpetuación. Cuestiones éticas dignas de este nombre, para un Estado y una sociedad, no son las que revierten a su propia hacienda y se reciclan en su seno, sino las que, procedentes de instancias irrecutiblemente trascendentes y heterónomas a toda posible institución, la mantienen perpetua y renovadamente expuesta a entrar en contradicción consigo misma, como son las que se enfrentan a prácticas de estado cuya renuncia podría comprometer -y no hace el caso si por vías de realidad o por vías de creencia e ideología- al menos la apariencia de un buen funcionamiento, las que, en una palabra, esgrimen como incondicionada y absoluta la exigencia de poner bozal a la rabiosa bestia de la eficacia a ultranza, aún erigida en sumo y hasta único criterio para el éxito popular de una gestión.

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EI punto fuerte

En uno de sus típicos chispazos de lucidez, advertía Antonio Grarrisci (que fue, tal vez, junto con Rosa Luxemburgo, la más despierta de entre aquellas pocas mentes críticas y vivas que pudo dar el comunismo antes de abominar y proscribir para siempre de sus filas la funesta manía de pensar) de qué manera la expresión lucha intelectual no era más que una metáfora muy desafortunada, merecedora de la mayor desconfianza, por cuanto escondía el equívoco de que, mientras en la lucha fisica, en la guerra era perfectamente válido y eficaz a efectos de victoria atacar al enemigo por sus puntos débiles, por el contrario, en la llamada lucha intelectual, el desautorizar o poner en evidencia al contrincante en el más descuidado o vulnerable de sus flancos no era más que proporcionarse una vacía satisfacción retórica sobre él, sin hacer mella en lo más sólido de sus defensas o más fundado de sus argumentos. Viene esto a cuento de la penosa presentación de un libro algo blandengue sobre la tortura, ceremonia a la que asistí estos días de atrás, porque ya el libro mismo, ya, en mayor grado, la presentación me trajeron a las mientes el achaque contra el que Gramsci prevenía. Remitir, por ejemplo, como allí se hizo, eventuales pervivencias de tan infame práctica a mera inercia de unas malas costumbres policíacas contraídas en regímenes pretéritos es justamente atacar a la tortura por el punto más débil y más fácil, como es el de su vínculo contingente con un determinado régimen singular, dejando así aún más a salvo el punto verdaderamente fuerte, al distraer con lo histórico concreto la atención de una mirada que debe siempre renovarse y reavivar su filo hacia lo abstracto estructural: la ideal ciudadela del Estado en sí, a cuya esencia misma pertenece el criar en sus mazmorras -por subterráneas que estén en un momento dado y por risueña que eventualmente se muestre la fachada exterior- los inhumanos perros de la razón de Estado, de la eficacia a ultranza -que al desorden prefiere la injusticia y juzga mejor el crimen que el error-, y, en fin, de la tortura. Si la maldad de un régimen particular queda antepuesta como una pantalla a la maldad del Estado en abstracto (como si lo peor fuese tan sólo un mal uso de lo bueno, y no el extremo abuso de lo malo), se deja abierta la posibilidad para el fatídico paso subsiguiente de que, no percibiendo ya como temible más que el retorno a un concreto estado de cosas superado, nada prevenga el riesgo de que la incontrolada y anónima estructura de autoperpetuación, no bien se sienta de nuevo amenazada en su actual continuidad, empiece a organizar una vez más en sus ciegos subterráneos, esta vez contra sus antiguos detentores o sus nuevos enemigos, el potro del tormento.

Atacar a la tortura por su punto más fuerte no es acunarse una vez más con el gastado y desacreditado cuento de los niños buenos y los niños malos, sino recordarle a quienquiera que se monte en la bestia del Estado que la tortura no depende, en última instancia, de la buena o la mala voluntad o disposición de este o de aquel jinete, sino que se halla inscrita en la condición misma de la cabalgadura, cuyas querencias naturales están lejos de ser las de la compasión y la virtud, la humanidad y la justicia, y conminarle a que no vuelva la vista hacia atrás ni hacia adelante, desviando su atención -y aun intentando distraer la nuestra- a lo que hicieron o harían otros jinetes, sino a que cuide de su propia monta, sin perderle la cara ni un instante a la peligrosa bestia que cabalga, manteniéndola siempre bien sujeta al castigo y sometida al freno. Plantarle cara a la tortura es no olvidar que cualquier incondicionada obcecación a ultranza en la empecinada convicción de que, con todo, no habría cosa peor que ser descabalgado y suplantado en la silla del poder, ya sea por el antiguo detentor o por cualquier nuevo jinete, es el camino cierto y comprobado que siempre lleva al punto en el que ya no hay límite para el número de sapos de iniquidad e inhumanidad que se estaría dispuestos a engullir, en un trance posible y en un momento dado, por mantenerse en la cabalgadura. Y una vez que en lo peor, en el mayor de todos los pecados y males concebibles, en la suprema iniquidad, en el máximo agravio que esgrimías contra la faz de tu adversario, te hayas llegado a equiparar a él, ante el peligro de ser descabalgado, irrisorios, grotescos y hasta hediondos se habrán vuelto cualesquiera otros títulos y méritos por los que te pretendías mejor que él y en que fundamentabas el designio de tomar en tus manos las riendas de la bestia.

¿Rechazo popular?

Así, igualmente, uno de los autores del texto presentado, al proponer un caso que, como los llamados sucesos de Almería, facilita por sus particulares circunsancias la repulsa popular, no medía la sensibilidad moral del público ante determinadas prácticas de persecución más que en el punto de menor resistencia al rechazo contra ellas, ni atacaba, por tanto, tales prácticas en el bastión más fuerte en que podrían defenderse y perpetuarse. ¿Cuál habría sido, en efecto, la reacción de las gentes, si las víctimas de Almería hubiesen sido realmente las buscadas? ¿No fue acaso el error lo que determinó la impopularidad del caso, mucho más que el horror? Al echar

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por delante a unos poderes públicos irresponsablemente arrebatados, en un momento dado, por el principio de eficacia a ultranza, como últimos y primeros responsables, merced a sus incitaciones de colaboración a la ciudadanía, en un caso que tal vez sólo al error concominante debió el haber podido siquiera aparecer y ser sentido en toda la medida de su horror, se esquiva, a mi entender, el punto fuerte de que tal vez la contundencia y hasta la vesania de los poderes públicos no resulten ya, ni mucho menos, tan impopulares cuando no sean erróneas, de que probablemente entonces no sería ya tan escaso el público de cualquier ideología que oiría con el mayor agrado las más duras y crudas declamaciones y gesticulaciones de eficacia a ultranza, de rigor implacable contra el mal.

Un joyero que, tal vez inducido por el más comprensible temor por su propia vida y la de su familia, había-tenido la infortunada idea decomprarse una pistola, se vio llevado al trance de matar y herir a dos jóvenes ladrones que intentaban robarle, amenazándolo, a su vez, con armas que más tarde resultarían ser de juguete; pues bien, al aparecer aquel joyero en la puerta de su casa para montarse en el coche de la policía, cuya presencia él mismo había solicitado, fue saludado por el aplauso ferviente y clamoroso de la multitud que entre tanto se había aglomerado. Nada osaré decir del homicida, para quien el recuerdo del suceso tal vez constituya un tormento perdurable, pero el espeluznante aplauso de aquella vecindad -como agorera señal premonitoria de la eventual respuesta popular con que podrían verse acogidas cualesquiera medidas estatales destinadas a poner de una vez bozal al perro de la eficacia a ultranza- da la medida de las fuerzas reales a que habrán de hacer frente quienes desde el Estado no desmayen en la resolución de agarrar valerosamente por los cuernos el negro toro de la inhumanidad y la tortura.

El trance extremo

También la clase de multitud que aplaude en circunstancias corno la descrita forma parte integrante del electorado que hace y deshace los Gobiernos buenos y los Gobiernos malos. ¡Tan duras como ésta son las peñas a las que han de saber que tienen que hacer frente quienes no quieran claudicar en sus propósitos dispuestos a ceñirse a unos principios de ética y de humanidad! Una moral sólo es digna de este norribre si es incondicional, y una moral de Estado sólo estará a la altura de sus exigencias si alza su propia incondicionalidad sobre la imagen del extremo trance que podría desafiarla; esto es, si su determinación de negarse a claudicar incluye y abraza ya, desde el primer momento, como en imaginación anticipada, aun el riesgo más cierto de fracaso y de derrota. En materia absoluta, como es la de la tortura, irreductiblemente trascendente y heterónoma respecto de cualquier fin, interés o conveniencia, no le cabe a la acción de Estado más opción moral que la de una incondicionalidad previa y total en la resolución de apurar este trago hasta las heces, pues en la suma iniquidad no hay otro grado que el superlativo, y ya aún la más mínima, restringida y apremiada de las excepciones alcanza el máximo techo de la infamia.

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