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Construir la Corona

La estabilidad y vitalidad de un sistema democrático se basan, en gran medida, en el eficaz funcionamiento de unas instituciones políticas, sabiamente diseñadas en las normas constitucionales, y en el permanente respeto y ejercicio de las libertades, también contenido -inexcusable- de la norma fundamental.No parece inadecuado, en estos momentos que asistimos a la renovación de los miembros de instituciones políticas básicas, como son el Parlamento y el Gobierno, hacer una pequeña reflexión sobre otra, de igual trascendencia, cual es la Corona.

En el todavía corto período de existencia de nuestro sistema constitucional, son ya numerosas las cuestiones que se han planteado en orden al mejor funcionamiento de las instituciones, en relación con el texto constitucional. Baste señalar, a título de ejemplo, desde las constantes interrogantes sobre la verdadera función del Senado hasta el contenido de la labor del Gobierno cuando éste, cesante, continúa en funciones. En ocasiones, frente a la posible conveniencia de alguna modificación del texto constitucional, se ha valorado, acertadamente a nuestro juicio, la necesaria estabilidad del texto como síntoma y elemento de la estabilidad del sistema. La rigidez, inevitable, de las normas escritas produce tales situaciones y consecuencias.

Es sabido que el sistema constitucional de un Estado puede ordenarse jurídicamente mediante una o varias leyes escritas, y también mediante un conjunto de usos y costumbres, prácticas constantes y repetidas con valor normativo. La Constitución escrita, o es necesaria para construir desde cero el sistema, al no existir previamente (caso de la Constitución (española de 1978), o supone, al dictarse una innovación, radical, inmediata, del sistema vigente.

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La costumbre constitucional, nunca contraria a la norma escrita, caso de existir, supone que adquieran valor normativo usos y prácticas de la vida política que, por principio, son aceptados por todos. Se trata de una labor permanente en el tiempo que, en esta misma ptirmanencia y en su general aceptación, resume todas sus virtudes en orden a la consecución conjunta de lo antes señalado, la estabilidad y vitalidad del sistema democrático. El ejemplo de la Constitución británica, escasamente escrita y de envidiable estabilidad, es siempre el primero en este tema.

La Constitución española de 1978 dedica a la Corona muy pocos preceptos, diez artículos, con un contenido bastante típico. De ellos, es especialmente importante el artículo 62, al enunciar las funciones del Rey. Su definición se hace, en ocasiones, con gran precisión, en otras con menor determinación, como consecuencia inevitable de la imposibilidad, incluso inconveniencia, de reducir a texto escrito cualquier parcela de la realidad. Además, qué duda cabe, existen otras muchas funciones de la Corona de inevitable ejercicio, y no expresamente recogidas en el texto constitucional, o genéricamente expresadas: arbitraje y moderación de las instituciones, representación del Estado en las relaciones internacionales, etcétera.

En razón de la situación descrita, ya se han escuchado algunas voces reclamando que este o aquel aspecto del funcionamiento de la Corona, del ejercicio de sus funciones constitucionales, de sus relaciones con otros órganos o poderes, se encuentra falto de regulación jurídica y es preciso dictar una ley para reglamentarlo y acotarlo. Incluso es posible que ya exista algún texto escrito pendiente de tramitación en el Congreso de los Diputados.

La reflexión ha de ser, una vez más, si es necesario, conveniente, un nuevo torrente de normas que dejen encorsetada y bien encorsetada una institución y su funcionamiento, o, por el contrario, resulta beneficioso dejar funcionar y actuar, en el marco de la Constitución, a la propia institución y a los sucesivos titulares de su ejercicio para alcanzar así, mediante una labor permanente, cuidadosa, adaptada a las circunstancias siempre cambiantes, un conjunto de prácticas que puedan ir mereciendo la calificación de costumbres constitucionales, con todas las ventajas que ello comporta, antes brevemente esbozadas.

La elección, a nuestro juicio, debe hacerse a favor de esta segunda posibilidad. Llevamos ya bastante tiempo intentando liberar nuestra vida política, administrativa y civil del cúmulo de estatutos y reglamentaciones que permanentemente dificultan la actividad diaria de cada español sin beneficio para el interés general. La desconfianza previa, que lleva a querer regularlo todo, nunca será un buen sistema de control, frente a las ventajas del juicio general ante una actuación libre, ya desarrollada.

Los ejemplos también existen en otros campos de nuestra vida política. Han recibido generales críticas positivas las actuaciones de los sucesivos presidentes del Congreso, salvando las inevitables lagunas del reglamento en la actividad diaria de la Cámara; el partido triunfante en las pasadas elecciones legislativas alaba la actuación del Gobierno en funciones, que no está claramente regulada en ningún texto. Se podrían citar más ejemplos, y todos ellos son profundamente valiosos para nuestra convivencia democrática. Los que corresponden a la actuación de SM el Rey, especialmente en momentos decisivos, han sido constantemente objeto de general aplauso, y no es caso repetirlas aquí para evitar torcidas interpretaciones que, en ocasiones, tanto gustan en este país.

La preferencia por un sistema de libre actuación y creación de costumbres constitucionales se acrecienta en el caso de la Corona, en razón de los caracteres de la institución.

La acción de la Corona como institución es el hacer del Rey, pero no sólo es eso. Comprende también la de los reyes anteriores y la de los futuros, la de la familia real, el príncipe heredero, es una acción permanente en el tiempo y plural en las personas, lo que está en la esencia misma de la institución monárquica, incluso parlamentaria o constitucional.

La posible creación de costumbres constitucionales es una característica típica de la institución, que conviene aprovechar.

De otra parte, y sin olvido del principio de soberanía nacional expreso en el primer artículo de la Constitución, puede resultar difícil admitir, en todo caso, desarrollos del texto constitucional por medio de leyes ordinarias en aquellos temas que se refieren a la Corona. Cuando está expresamente previsto (aplicaciones, renuncias, derecho de gracia, etcétera), no existe duda, pero, en los demás casos, la cuestión no es tan clara. Se trataría de que un poder constitucional (el Parlamento) decida sobre otro poder constitucional (la Corona) mediante una ley, y puede pensarse que tal cosa sólo es posible hacerla mediante adiciones o reformas del texto constitucional, no por leyes ordinarias, como verdadera manifestación de la soberanía nacional.

Se podrían hacer otras muchas consideraciones, pero quizá lo anterior baste para poder concluir que, por muy diversos motivos, parece conveniente dejar que la Corona construya la Corona.

Pedro Meroño Vélez es abogado del Estado y en la actualidad subsecretario del Ministerio de Cultura.

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