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Para prevenir el desencanto

Fernando Savater

Esta vez parece que va en serio. Dentro de unos días, España debe tener el primer Gobierno de izquierdas desde la Segunda República, y los 40.000 años de franquismo, posfranquismo, tardofranquismo y retrofranquismo podrán darse finalmente por acabados: que ustedes y yo tengamos salud para verlo e iniciativa y coraje para aprovecharlo. En este bendito país, para alegrarse hasta las lágrimas de los triunfos de la izquierda no hace falta tener fe en ninguna ideología milenarista: basta con mirar las caras y los currículos de los prohombres de derechas. Ahora bien, una vez conseguido el triunfo electoral, ya sabemos lo que inevitablemente ha de sobrevenir: la universal decepción, el desencanto. Junto a los interesados que desde el día siguiente de haber perdido las elecciones comenzarán a decir que todo está peor que nunca (lo cual me parece muy bien y es la tarea de la oposición, además de única forma legal que tienen de vender su alternativa para el futuro), junto a los ex fanáticos de izquierdas, que fueron entusiastas de la izquierda totalitaria y ahora no le perdonan ni una a la izquierda democrática, los cuales seguirán riendo las gracias a Friedman, Reagan o el liberal de turno, han de figurar los desencantados que dirán "¡pues, vaya!, aquí no ha pasado nada...". A estos últimos dirijo, prospectivamente, las reflexiones que siguen. En cierto sentido, que gane la izquierda y aquí no pase nada está muy bien; en otro sentido, la cosa tiene menos gracia. Está muy bien que gane la izquierda democrática (que es, por cierto, la única que, afortunadamente, puede ganar) y aquí no haya golpe de Estado, ni redoble de tambores, ni terrorismo bancario en la Bolsa, ni persecución revanchista de ningún tipo (lo cual no quiere decir que se permita a ciertos señores seguir campando por sus respetos como en tiempos del abuelito dictador), ni albanismo o castrismo de vergonzante guardarropía (o vergonzosa ideología); pero estaría fatal que aquí ganase la Izquierda y no pasara nada; es decir, nada diferente a si hubiera ganado la derecha, ni en lo económico, ni en lo social, ni en lo cultural. Aceptemos, pues, que ha de pasar algo, aunque, en otro importante sentido, todo -es decir, el propósito democratizador- seguirá fundamentalmente intacto. Y aun así, ya digo, habrá desencanto. Puede considerarse tal decepción como un homenaje a la izquierda y el certificado mejor de su necesidad política: porque de la derecha nadie puede desencantarse ni desilusionarse, ya que con ella nadie ha estado nunca encantado -salvo los cínicos y los explotadores- ni cabe hacerse ilusiones: las personas decentes de derechas -no dudo ni por un momento que las haya, y numerosas- lo son por desconfianza o resignación, pero por ilusión, nunca. Tres grandes cuestiones orientan la elección política de cualquier persona con la cabeza sobre los hombros: la libertad, la justicia y la seguridad. Veamos por qué nadie puede hacerse ilusiones respecto a las propuestas de la derecha sobre estos temas, antes de volver al inexorable desencanto que seguirá al triunfo de la izquierda y de sugerir los remedios para prevenirlo.Con la libertad pasa, últimamente algo muy curioso: hay quien intenta hacer creer que la garantizarán mejor los que se fabrican su apodo político a partir del sonido verbal que la designa. Bautizarse como liberal, o libertario, o liberador no es índice inequívoco de vocación y proyecto de libertad política, lo mismo que esos malos vates que incorporan a sus versos chapuceros la palabra poesía (recuerdo aquella señora que me decía: "Adoro la poesía porque... ¡es tan poética!") no por ello aumentan la dosis lírica de sus engendros. La libertad fundamental en la vida comunitaria es la de no verse determinado necesariamente por el azar biológico o por el linaje, por el ciego mecanismo de un mercado que no respeta más que el provecho individual o por las arbitrariedades de un poder absoluto: lo demás son pamplinas. Hablar de la libre empresa es como hablar de caída libre: a fin de cuentas se impone la dura ley de la gravedad. Libertad es plan, proyecto, previsión, solidaridad, creatividad plural con visión social, protección de quien la requiere y la merece, no la supuesta posibilidad de elegir entre los diversos resultados irremediables de las carambolas jugadas por los rapaces dueños económicos del mundo. La libertad individual de llegar a rico no hace más libre la dictadura que el dinero incontrolado ejerce allí donde le dejan. Pero ¿y las otras libertades, las que afectan a la vida cotidiana? Pues bien, la cosa es más evidente todavía: todas las libertades que en los últimos dos siglos han ampliado los márgenes de participación y opción en los países avanzados son el resultado de los combates que la izquierda ha llevado a cabo contra el conservadurismo. La Prensa libre y crítica, el sufragio femenino, la abolición de la pena de muerte, la objeción de conciencia, la enseñanza laica, el divorcio, el aborto, los anticonceptivos, la reforma de cárceles y centros de internamiento psiquiátrico, la reivindicación del polimorfismo sexual, y tantas otras libertades concretas han llegado a las legislaciones (allí donde han llegado) provenientes del ideario de: la izquierda y gracias a su esfuerzo político. Me refiero, naturalmente, y aunque sea casi redundancia decirlo, a la izquierda no autoritaria, a la que une un propósito de radical transformación económica con los ideales emancipadores, antijerárquicos y antiburocráticos de la mejor tradición anarquista. ¿Acaso vamos a creer a estas alturas del curso y en este país que la liberalización de las costumbres, en cualquier sentido mínimamente estimable y no manipulado del término, vendrá de los jesuitones, del Opus, de los patrioteros desmelenados, de los agentes de ventas de la Trilateral, de los píos banqueros que se inquietan hasta el fondo de sus arcas por. el retraso de la visita del Papa, de quienes truenan contra los males de la droga y la delincuencia juvenil, confundiendo así los efectos con la causa, de los enemigos del divorcio, del aborto y hasta de la píldora, de los partidarios de la enseñanza y la convivencia conyugal concebidas como un cruce entre el rosario en familia del padre Peyton y Dallas, de los propugnadores de lo que podríamos llamar modelo Mundiespaña y de sedicentes liberales que no tienen empacho en aliarse con ellos? Es lógico, inevitable casi, que quien se interese por la libertad política vote a ¡a izquierda, si es que ha de votar.

El tema de la justicia puede -despacharse en menos palabras, pues nunca ha sido el caballo de batalla de la derecha. Hay que. hacer notar, sin embargo, la contraposición de enfoques de ambos talantes políticos respecto al binomio libertad/justicia. Mientras la izquierda aplica la libertad para resolver las cuestiones en el ámbito de lo personal (pareja, drogas, pluralidad ideológica, sexualidad atípica, etcétera) y la justicia para afrontar los litigios sociales, la derecha tiende a introducir la libertad (entendida como ausencia de control, restricción o plan económico) en los conflictos sociales y, en cambio, recurre, a la justicia (en el sentido mas coercitivo y policial del término) para que resuelva lo tocante a las buenas o malas costumbres. ¿Que la derecha más pragmática y moderada, llamada centro, ha mejorado mucho en el tratamiento de estas cuestiones? Bueno, ya se verá; de momento, desconfiemos de las imitaciones y prefiramos los productos más genuinos de libertad y justicia, según una traza que puede rastrearse por la historia de la izquierda hasta la mismísima Ilustración. Un profesor de ética escocés, Alasdair MacIntyre, tiene escrito que "la política moderna es la guerra civil continuada por otros medios", y no se refiere solamente al caso español ni muchísimo menos. Alguien más optimista diría que la política moderna es la guerra civil (o, si se prefiere, la lucha de clases) evitada y quizá resuelta por otros medios. Por ello, la primacía de una cierta idea de justicia es inevitable, aunque tal justicia no sea puramente "hacer justicia", ni mucho menos ajusticiar: más bien se trata del concepto platónico de justicia como armonía y del aristotélico de la justicia como compensación. Una sociedad justa no es una sociedad sin conflictos -hay que despertar de una vez de ese tipo de ideales-, sino una sociedad que admite espacios y rituales no directamente violentos donde dirimir los que se le presentan. Tales espacios y rituales son los que la justicia -como institución política, no como virtud moral- se encarga de determinar, de conservar y, si es preciso, de imponer a los radicalmente injustos. ¿Vamos a creer, hoy, aquí, que las imprescindibles normas de justicia para afrontar el paro, la especulación fraudulenta con la vivienda, con los alimentos o con la Seguridad Social, la situación del campo andaluz o la minería asturiana, el desempleo juvenil, el abandono cultural de la periferia de las grandes ciudades y de la totalidad de tantas pequeñas, vamos a creer que son los banqueros de la CEOE, los humanistas cristianos (¡ay, si Marsilio Ficino o Picco della Mirándola levantaran la cabeza!) y los ex alcaldes del Movimiento, quienes por arte de magia van a saber y querer establecerlas? Yo no sé si la izquierda podrá o sabrá afrontar suficientemente. estos problemas; pero estoy cierto de que los otros ni pueden querer ni quieren saber.

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Seguridad es lo que la derecha ofrece principalmente al elector. Seguridad de que no perderá sus ahorros, de que no será invadido por los cosacos del Don ni violado o robado en una callejuela al volver una noche del cine; seguridad, ante todo, de que su mundo no se verá alterado por ideas inoportunas ni por costumbres provocativas, de que todo seguirá estando bajo control. Sin embargo, cada vez hay más gente que se da cuenta de que una sociedad es más segura no cuanta más presión policial soporta, sino cuanta más libertad y justicia disfruta. En una sociedad rigida y dogmática, las alteraciones, las crisis y hasta las modas son mucho más peligrosas que en una comunidad flexible y participativa. Por lo demás, el orden del mundo no mejoraría ni poco ni mucho mientras siga prevaleciendo el modelo paranoico de sociedad. Seguridad, hoy, no es acumular armas mientras se cuentan febrilmente las del adversario (eso es más bien patética inseguridad), sino ejercerse en el coraje y la imaginación que permitirán el gradual desarme. Seguridad es neutralidad y alternativa razonada al maniqueísmo de los dos grandes bloques. Una política que pretenda realmente conseguir seguridad para los ciudadanos puede no ser antimilitar, pero ha de ser necesariament e antimilitarista y debe oponerse radicalmente a la lógica militar y belicosa del "ojo por ojo", si vis pacem, para bellum, "ellos o nosotros", etcétera. También ha de plantearse sin paliativos la pregunta de quién nos defiende de nuestros defensores y de la peligrosísima acumulación de medios defensivos. Seguridad, sí, pero en serio: seguridad de no

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ser impunemente despedido del puesto de trabajo y seguridad de que la tortura está efectivamente erradicada de cárceles y comisarías; seguridad en las calles conseguida no a fuerza de reprimir a los desesperados, sino luchando por disminuir los motivos de la desesperación; seguridad de que el Ejército y la. policía no contarán con más iniciativa que la determinada por sus legítimas autoridades civiles (esperamos que, acaben de una vez esas literalmente deshonrosas manifestaciones de señores uniformados que nos tranquilizan sobre sus intenciones de respetar al Gobierno mayoritariamente elegido, como si su tan proclamado honor no se lo impusiera así sin más alharacas, lo mismo que a profesores, abogados. o cocineros); seguridad de que se combatirá al terrorismo con toda la fuerza política del la ley, pero no con la pura ley de la fuerza; seguridad de que los periodistas podrán ejercer su oficio informativo y crítico sin tabúes y que los ciudadanos no deberán soportar la calumnia sin derecho a respuesta legal; seguridad de que nuestro territorio no se convertirá en muestrario de las muy inseguras centrales nucleares (¡a ver si el famoso sol de España es utilizado para algo más enérgico que coplas y anuncios!), ni nuestros mares en depósito de residuos radiactivos; seguridad de que no seremos base ni avanzadilla de intereses estratégicos extranjeros que sólo por desvarío imperialista pueden ser identificados sin más con los nuestros, etcétera. La derecha en España, sea derecha-derecha o centro-derecha, es histórica y fácticamente incapaz de garantizar esta auténtica y compleja seguridad, como tiene de sobra demostrado. Es la ocasión de comprobar lo que puede hacerse desde la izquierda.

¿Por qué, empero, podemos profetizar con certeza el desencanto tras el triunfo de la izquierda democrática en las próximas elecciones? Primero, como ya hemos dicho, porque habrá muchos interesados en que nos desilusionemos enseguida. Según algunos expertos, de las dificultades económicas de Francia: tienen la culpa los fatales socialistas; de las de Reagan o Pinochet. la crisis de la que nadie puede librarse. Seguro que aquí tratan en seguida de lavarnos el cerebro con la misma melodía. En segundo lugar, porque los intereses oligárquicos, abusos y arbitrariedades autoritarias que vemos y deploramos no son más que atisbos de la cueva de dragones que subyace. Y a la que habrá que meterle mano, aunque algunos de los beneficiarios del antiguo régimen clamen de inmediato contra el totalitarismo y el revanchismo de quienes mermen sus privilegios. Pero las ramificaciones y arraigo del mal sólo se verán después, cuando el nuevo equipo esté in situ, por lo que son de esperar complicaciones no previstas que retrasen algunas de las mejoras deseables. Tercero, por las propias insuficiencias del partido mayoritario de izquierda triufante: ser preferible al adversario no le hace a uno definitivamente perfecto. Junto a una izquierda. perspicaz y decidida (aunque no necesariamente demagógica: ni marxhistérica), hay en el PSOE mucho estatalista a ultranza, ordenancista y memo: recordemos el patinazo de algunos cerebelos socialistas en el affaire Herrera de la Mancha, o la actuación del partido en Euskadi, uno de los sitios donde más falta hace tacto para frenar brotes energuménicos, y donde a veces lo han hecho tan mal que parecían provocadores. Olvidar el hegemonismo sectario y abrirse a la colaboración con otras formaciones de izquierda (sobre todo de signo autonomista radical, para curarse un poco del loapismo jacobino que puede empeorar con el poder) podría ayudar a paliar estas insuficiencias. Y, en cuarto lugar, porque ningún Gobierno, por sí solo, hace la felicidad de los ciudadanos No todo puede esperarse de los de arriba ni exigirse a los que mandan, salvo el que estén lo menos arriba y manden lo menos impermeablemente que sea posible. Creo que con un Gobierno de izquierdas podremos no estar "todos unánimes" (como decía Guillermo Brown), pero al menos tendremos interlocutores que hablen un lenguaje más parecido al nuestro y a los que podamos hacer reproches de modo más constructivo. Pues, en último término, lo más nuevo, lo más inventivo, lo más revolucionario debe surgir de los movimientos sociales, no del Gobierno. Nada peor que un país en el que el más progre es el Gobierno... El desencanto se previene participando, lo que supone algo más que ir a votar. Cierto viejo chiste habla del inmigrante que quería ir a América a hacer fortuna, pues le habían dicho que allí las calles estaban pavimentadas de oro, y al llegar a la tierra prometida descubrió tres cosas: que las calles de América no estaban pavimentadas de oro; que no estaban pavimentadas, y que tenía que pavimentarlas él. Del mismo modo, la generalización progresiva de la autogestión es lo único que puede profundizar la democracia, pero es algo que no puede. dar ningún Gobierno por sí mismo, sino sólo nuestra intervención en la organización de lo que nos afecta. En ciertos campos -sobre todo en educación y en el obtuso feudo universitario- es imprescindible poner en marcha una voluntad experimental, que no tiene por qué salir enterita del caletre de ningún ministro, pero que ha de contar con su paciente y flexible apoyo. Nuestra firme apuesta -la de algunos que no somos ni políticos ni apolíticos, sino éticamente antipolíticos- es que un Gobierno de izquierdas puede ayudarnos hoy a que pavimentemos entre todos ese plural camino hacia la comunidad libre, justa y segura que nadie puede pavimentar por nosotros, ni con oro, ni con simples promesas electorales.

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