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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Para que merezca la pena

EL PROXIMO viernes -con un día de gracia por la festividad del Corpus Christi- se cierra el plazo para la presentación de la declaración de la renta de las personas risicas que los españoles con ingresos anuales superiores a 300.000 pesetas están obligados a entregar al Ministerío de Hacienda. En los últimos años el aumento del número de declarantes ha sido espectacular -de poco más de un millón en 1976 a 6.200.000 personas en 1981- y también se ha incrementado notablemente la recaudación tributaria por este concepto. La instauración de un sístema,democrático de gobierno, que permite a los ciudadanos y contribuyentes elegir a sus representantes en las Cortes Generáles, encargadas de votar y controlar los Presupuestos, ha privado de coartadas morales y políticas a quienes rehuyen, como cuestión de principio, participar en las cargas comunes. Porque es evidente que los defraudores, de la Hacienda no hacen sino hacer más gravosas las aportaciones de quienes declaran con honestidad sus ingresos.Una fuente de fraude fiscal son esos dos millones de potenciales declarantes que, según el Ministerio de Hacienda, permanecen todavía sumergidos. En ese renglón figuran no sólo personas de humilde condición y reducidos ingresos, obligadas a declarar -a los hacendistas más radicales les gustaría que hasta los mendigos rellenaran los impresos- pero exentos de tributar, sino tambíén los agricultores, pequeños o medianos empresarios y profesionales que pueblan la economía golfa de nuestro país. A este respecto, conviene recordar que la antigualla de la Estimación Objetiva Singular, de la que se beneficia una parte de los protagonistas de nuestra economía oculta en la ciudad, en el campo y en los despachos profesionales, aguarda todavía su reforma, indefinidamente aplazada por razones electoralistas o corporativas. Igualmente significativas son, como alimentadoras del fraude fiscal, las contribuciones personales desviadas hacia el ahorro clandestino gracias a las trampas ilegales o a las habilidades legales, instaladas en los intersticios de las normas y los reglamentos, de quienes firman declaraciones artificiosamente adelgazadas o mutiladas.

La reforma fiscal acometida por el ex ministro Fernández Ordoñez, que mereció el apoyo de quienes son conscientes de que es un deber cívico contribuir a los gastos generales de la vida colectiva en una sociedad democrática, fue una de las pocas medidas auténticamente modernizadoras llevadas a cabo por los gobiernos de UCD durante la transición. Ahora bien, la carga mayor de ese positivo cambio ha descansado sobre los funcionarios, los empleados y los trabajadores cuyos ingresos reales figuran íntegramente en nómina y que sirven para deducir las retenciones marcadas por la ley. Por mucha que sea la capacidad de los ciudadanos para los planteamientos racionales y por vigoroso que resulte su sentido de responsabilidad y solidaridad, es inevitable que el demonio de los agravios comparativos, esto es, la convicción de que son los hombres y mujeres de ingresos modestos y medios los que más contribuyen proporcionalmente a la Hacienda Pública, termine por socavar la moral tributaria y por despertar el mal humor de esa ancha franja de declarantes. En este sentido, la decisión del Gobierno de suprimir la exposición pública de las listas de contribuyentes es un signo, tan revelador como censurable, de su temor a la luz y los taquígrafos en materia tributaria y una implícita confesión de la existencia de escandalosas desigualdades fiscales, formalmente registradas por el propio Ministerio de Hacienda, de cuyo conocimiento se mantiene alejados a los ciudadanos. La excusa de que esas listas son una especie de guías para uso de secuestradores y extorsionistas es tan débil como demagógica. Porque resulta altamente improbable que los secuestradores de Pedro Abreu, Luis Suñer o José Lipperheide seleccionaran a su víctima en las listas expuestas en el Ministerio de Hacienda y parece, en cambio, muy posible que la decisión del Gobierno fuera consecuencia de fuertes presiones procedentes de aquellos sectores que disfrutan pagando unas migajas de sus ingresos al Tesoro pero se indignan de que el hecho aparezca en los periódicos. Por lo demás, la promesa hecha por el poder ejecutivo de compensar esa medida censoria con la publicación de las listas de defraudadores duerme aún el sueño de los injustos.

Ahora bien, para que la frase publicitaria del Ministerio de Hacienda -"Declara bien, merece la pena"- no sea tomada por los ciudadanos como un sarcasmo hiriente o una broma de mal gusto no se necesita únicamente que el Gobierno restableza su anterior política de transparencia informativa, exponga de nuevo la lista de contribuyentes, persiga con firmeza la evasión fiscal en las alturas, haga salir a flote las importantes superficies de economía sumergida de agricultores, profesionales y empresarios y deje de hacer la vista gorda antéprocedimientos defraudatorios que retuercen la letra de la ley para burlarse de su espíritu. Los ingresos procedentes del impuesto de la renta de las personas físicas rozarán este año el billón de pesetas y representan ya un apreciable porcentaje -alrededor de la tercera parte- de la recaudación general del Tesoro, anteriormente alimentada fundamentalmente por los impuestos indirectos. Pero los contribuyentes tienen no sólo el deber de pagar sus impuestos sino también derecho a exigir que las Cortes Generales trabajen seriamente en la elaboración de los Presupuestos Generales y que el poder ejecutivo asigne racionalmente los recursos públicos, cuide de que su manejo se realice con honestidad y eficacia en su manejo y no despilfarre los caudales de todos los españoles.

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Dejando a un lado las eventuales apropiaciones indebidas, sobornos e irregularidades de cargos electos y funcionarios, que son asunto de los tribunales y materia del Código Penal, la irresponsabilidad financiera y la alegría monetaria de algunas actuaciones de la Administración Pública no tienen otra explicación que la falsa creencia de algunos políticos de que las pesetas que malgastan tienen un misterioso origen y no provienen del bolsillo de los contribuyentes. Nuetra vida pública está sobrada de las abusivas compatibilidades que el Gobierno de UCD ha amparado y protegido a lo largo de cinco años y nuestra economía se halla asfixiada de los abundantes presures industriales que se alimentan de subvenciones y transferencias estatales. Sin una reforma de la administración, cuyos inacabables proyectos gubernamentales son como el cuento de la buena pipa para tratar de adormecer a los ciudadanos, una buena parte del dinero de los contribuyentes caerá en el saco roto de la incompetencia, la corrupción y el despilfarro. Este año, el billón de pesetas que pudiera alcanzar la recaudación del impuesto de la renta tiene como sombría pareja el billón de pesetas pronosticado para el déficit de las administraciones públicas. Y, sin embargo, los españoles sólo estarán de verdad convencidos de que merece la pena hacer la declaración de la renta y pagar los impuestos cuando el Estado administre con eficacia e inteligencia los recursos públicos y asegure a la sociedad española servicios tan basicos como la educación, la salud, él fomento de la cultura, la existencia digna a los jubilados, las garantías mínimas a los parados, la seguridad y comodidad de los transportes públicos, el buen estado de las carreteras, la protección del medio ambiente, la habitabilidad de las ciudades y un largo etcétera que cualquier contribuyente puede completar a su gusto.

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