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La muerte de los niños

La noticia más reciente que he oído acerca de El Salvador es la de la muerte de siete niños. Sus edades no superaban los siete años. Uno de ellos -repetía la información- estaba abrazado a su padre, también muerto. Aparecieron acribillados a balazos y, a juzgar por lo que les está ocurriendo a los que les han precedido en el tiempo, habrían sido torturados previamente.La noticia se amontona sobre otras semejantes, por lo que no se la puede llamar nueva. No han dejado de llegarnos testimonios más o menos directos acerca de El Salvador o de la algo más olvidada Guatemala. La noticia, además, es tan vieja como la humanidad. La historia de nuestra especie es la historia del horror. La denuncia, en fin, ha sido tan repetida y se ha mostrado tan inútil que nombrar las atrocidades de El Salvador suena más a letanía que a propuesta seria y firme. Más aún, puede surgir la sospecha de que se habla de El Salvador para silenciar lo que nos apura más de cerca o para encontrar, en la lejanía inaccesible, el desahogo de una conciencia que todavía no se resigna a perder el rito de la protesta.

Hay que hablar, una vez más, sin embargo, de El Salvador. La noticia de la muerte sistemática de niños es más que una monstruosidad, es más que la manifestación de una guerra cruel o del carnaval macabro que se nutre de la muerte. En la guerra, como en todo, también hay grados. Y es difícil encontrar, desde el nazismo que acompaña a la segunda guerra mundial, una situación en la que la muerte no sólo sería la consecuencia de una represión programada o el abandono a su propia suerte de seres previamente colocados en la miseria, sino que, junto a todo ello, es la recreación en la atrocidad del sufrimiento, en la descarada ejecución del mal, en el desprecio del bien. Matar sistemáticamente a niños es manchar lo que aún queda de puro, es amortiguar al límite nuestra sensibilidad, es decirnos que no hay sitio ya para distinguir entre el bien y el mal. Por eso, permanecer indiferentes ante tales hechos es anunciar nuestra propia muerte. Es hacernos vivir la muerte en vida, imposibilitarnos el grito de muerte a la muerte, quitarnos la capacidad moral de exigir entre nosotros una convivencia digna.

Camus no creía en un Dios que hiciera sufrir a los inocentes. Quien así piense no le está echando la culpa a usted o a mí por la poliomielitis infantil o por tantas cosas más. Hace una pregunta a la que no está en nuestra mano -al menos en la mía- responder. Hay quienes, en su plácida sensatez, aplicarían un razonamiento análogo a casos como el que estamos lamentando, no llegando ni a Dios ni al diablo. No habría algo así como una mala intención esparcida entre los hombres y a la que se debieran todos los males que nos asolan. No habría una "conspiración universal" de la que fueran víctimas pobres indefensos. Somos relativamente responsables de nuestros actos, pero en modo alguno podemos prever todas sus consecuencias. El filósofo Popper nos lo repetía hace poco por boca de un diario madrileño. Puede estar tranquilo Popper, que no hemos de ser tan audaces como para afirmar que los desayunos europeos implican las matanzas centroamericanas. Podemos estar seguros de que no habrá dimisiones en masa de democristianos de todo el mundo escandalizados por la usurpación que hacen unos tiranos de una tradición que -como la cristiana- en su complejidad merece mucho más respeto, ni que se negará el saludo a aquella potencia que abastece de armas a la dictadura salvadoreña.

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La razón de Estado seguirá, inexorablemente, su camino. Tal vez se llegue a algún arreglo cuando ya ni siquiera haga falta. La razón de Estado ignora cuando le conviene o calla cuando le parece oportuno. A esto B. Brecht lo llamaba cobardía en un caso y complicidad criminal en otro. Y si, dándole la razón a Popper, la cosa no es de implicación, sí es, dándole mucha más razón a Brecht, de complicidad.

De la desilusión al réquiem. Porque no es fácil hacer eco a los niños muertos en El Salvador. Como diría R. Gentis: "Por cada vociferante, veinte mudos; por cada agitado, cien estatuas". ¿Es, por eso, una ingenuidad recordar a los amantes de la paz, a los que quieren seguir viviendo, que no pueden quedar empolvadas en la memoria las noticias que llegan desde El Salvador?

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