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Para dejar de fumar

Un presunto fantasma -que dijo llamarse Chopper- vivió durante casi un año en la clínica de un dentista de Ratisbona (Baviera). El fantasma Chopper hablaba mucho, era grosero en sus expresiones y demostraba conocimientos técnicos: todo un arquetipo de cierta civilización. Incluso un día le hicieron una entrevista para la radio; bien es verdad que el fantasma no la aprovechó para anunciar ningún detergente, a pesar de su hábito de lencería. Otro día dijo a una señora que entró en el retrete: "Aparta el culo, que no me dejas ver"... Ahora la policía alemana descubre que todo fue una superchería del ventrílocuo dentista. El fantasma era él mismo.Casi siempre los fantasmas están dentro de nosotros mismos (a veces, dentro del water). Y cada tiempo, también, tiene sus propios fantasmas, así que es lógico que éste fuera perito en electrónica. Solamente los castillos ingleses mantienen espíritus puros y fijos en la plantilla, invariables con el tiempo, funcionarios seculares que cumplen su horario laboral con rigurosa puntualidad y según el meridiano de Greenwich, of course. Son fantasmas heredados de generación en generación y que Figuran en el testamento con las armaduras y los muebles Tudor. Y es que los ingleses son muy suyos, y sus fantasmas no van a ser menos.

En los demás países, los fantasmas sólo aparecen cuando les llaman. Por eso quienes saben, dicen que más que de aparición ha de hablarse de comparición, de comparecencia. Así, por ejemplo, en Dinamarca, el bueno de Hamlet -dos escenas antes de conversar con el espectro paterno en la barbacana del castillo de Elsinor- dice a su amigo Horacio: "Aún creo que veo a mi propio padre... reflejado en mi mente". Y su madre, la reina Gertrudis, le reconviene: "No busques, con los párpados caídos, en el polvo la efigie de tu padre".

En el mundo, todos somos un poco Hamlet. Hace ya algunos años me contaron una verdadera historia, y ahora, como me la contaron, la cuento. Decía así: "Aquel año en que murió mi padre yo vivía ya independizado de mi familia y, cuando mi padre cayó repentinamente enfermo, me avisaron que fuera. Al llegar allí -después de un largo viaje- le encontré en coma profundo; un coma del que no saldría sino para morir una semana después. Fueron unos días terribles en los que se trataba de hacer todo, sabiendo que, por desgracia, nada se podía hacer.

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"Tras la muerte, volví a mi trabajo, y dos meses después tuve ocasión de regresar a la casa familiar. Era verano. Al llegar, me encontré a mi familia muy preocupada y sobrecogida porque, durante la tarde, podían escucharse perfectamente en el comedor de la planta baja unos golpes sordos y acompasados que parecían venir del fondo de la tierra. Aquél era un pueblo pequeño, en un medio rural muy dado de siempre a historias de fantasmas y aparecidos, sobre todo a poco de terminarse la guerra. Alguien había apuntado por allí que los golpes podrían ser del espíritu de mi padre, que reclamaba algo. Nadie sabía qué pudiera ser: en la muerte tuvo duelo, velatorio, funerales, misas, rezos, lutos y todo lo que a un difunto querido es debido; en la enfermedad nada le faltó de atenciones, médicos y cuidados, así como promesas a santos y vírgenes si curaba.

"Los golpes seguían todas las tardes, acaso más profundos cada día. La gente hablaba del hecho y aseguraba que era su forma de manifestar alguna queja. Algunos recordaban el caso de otro vecino, muerto años atrás, cuyo espíritu, cuando se acercaba la Nochebuena, cambiaba todas las noches de sitio el almirez de la cocina. A la mañana siguiente, la familia volvía a colocarlo en su lugar habitual, y al otro día de nuevo aparecía movido. Aquello ocurrió durante varios años, hasta que cayeron en la cuenta de que el difunto tenía por costumbre recibir y agasajar por Nochebuena a un grupo infantil de campanilleros del pueblo (entre los instrumentos sonoros del grupo estaba el almirez). Desde que aquel señor muriera, en aquella casa, por respeto al luto, se desterraron los colores vivos, jamás se oyó música alguna, se apagó la radio para siempre y se regaló el canario, y también, naturalmente, los campanilleros habían dejado de acudir a su cita anual. Finalmente, volvieron, y el difunto (y el almirez) descansaron en paz".

"Nosotros, por más que dábamos vueltas en la cabeza al caso, no hallábamos en qué pudiéramos estar en falta con nuestro padre. Así que, aunque yo no creía en aquellas historias, para tranquilizar a mi familia decidí pasar una noche en el comedor (los dormitorios estaban en la primera planta). Al oscurecer, los golpes cesaban, y es así que cuando me quedé solo abajo ya no se oían desde hacía más de dos horas. Pasé otras tantas, o acaso más, fumando y leyendo. Hacia las dos o las tres de la madrugada, ya adormilado y casi vencido por el sueño, sentí frío de repente (lo atribuí al relente de la noche), pero luego creí sentir también otra presencia en la habitación. Miré, y al principio no vi nada extraño: allí estaba la vieja Singer, la maceta de aspidistras, dos butacas, media docena de sillas, los platos de loza colgados de la pared, el chinero, el aparador, el cuadro del Sagrado Corazón tan solemnemente entronizado veinte años atrás, y ante él la repisa siempre con flores y el pabilo de la mariposa permanentemente encendido... Continué pasando la vista por la sala y, al mirar al ventanal que daba al patio, me quedé helado. Sobre el brillo oscuro del cristal podía ver la imagen de mi padre, pero no de mi padre recién muerto, sino de mi padre joven, según era en los primeros recuerdos de mi infancia. Me miraba fijo y en silencio, sin pestañear, con las manos abiertas, y su expresión no era de reconvención, sino más bien de amor y pena a la vez...".

Mi amigo despertó cuando ya apuntaba el sol. En la tarde de aquel día cesaron para siempre los golpes. Pocos días después se enteraron de que no lejos de allí habían abierto un pozo en un corral: el dueño de la casa, que era albañil, trabajaba por la tarde, cuando llegaba del tajo. Eso explicaba los golpes. ¿Y la imagen paterna? Mi amigo, que no se lo había contado a nadie, llegó a la conclusión de que era él mismo reflejado en el cristal de la ventana, y por eso creyó ver a su padre de joven, cuando más o menos tenía la misma edad que él en aquellos días.

Años más tarde volvió a coger en sus manos el libro que leía aquella histórica noche. Desde entonces no lo había vuelto a ver. Al abrirlo ahora, encontró un cigarrillo a medio consumir aplastado entre sus hojas, que mostraban una leve quemadura en el centro y conservaban todavía la ceniza. Y recordó que la imagen de la ventana -la que él creía su propia imagen- tenía las manos vacías y estaba sin fumar. A partir de entonces, mi amigo se retiró del tabaco para siempre.

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