José Toran, ingeniero de caminos
No debe sorprender nada que todos los que fuimos amigos de José Torán nos sintamos mutilados y sacudidos tras su reciente fallecimiento. Si la generosidad significa tener en cuenta al prójimo, la amistad es un decidido afán de comprender a ese amigo que nos interesa y descubrir la inquieta contradicción que se oculta en la raíz de toda persona. José Torán y yo coincidimos en la clase de párvulos del instituto-escuela, y desde entonces hemos mantenido, con mutua exigencia y entusiasmo, esa relación amistosa que consiste, como decía Montaigne, «en que él sea él y yo sea yo». Eso me ha permitido asistir al desarrollo de su vida, malograda sin duda, pero llena de grandes ideas y nobles empeños.Los límites de la realidad no estuvieron nunca muy claros para José Torán, pero de su capacidad de imaginación, a veces extravagante, pero siempre cautivadora, nacieron muchos proyectos, algunos de los cuales llevó a la práctica él mismo, otros fueron concluidos por espíritus más tranquilos y varios eran quizá irrealizables o prematuros.
José Torán fue por antonomasia ingeniero de caminos, canales y puertos. Podría decirse que incluso lo fue antes de nacer, el 10 de agosto de 1916, en Teruel, porque su padre era también un ilustre ingeniero del mismo cuerpo, realizador de la pavimentación asfáltica con que el conde de Guadalhorce modernizó la red de carreteras españolas; de él heredó un temple liberal y emprendedor, junto con la inclinación a dedicarse sólo a las cosas grandes con tal de que respondieran a algún simbolismo de la historia. Su pasión por la ingeniería, santo y seña de su vida, me hace sospechar que estará ahora complicando a Dios Padre en la reforma del Paraíso.
He aquí su actividad creadora: ingeniero de caminos en 1943, después de pasar la guerra civil semioculto en Madrid, tuvo su primera colocación en la Compañía Madrileña de Tranvías, que dirigía Augusto Krahe y en cuya academia familiar había preparado, al hilo de su propia carrera, a muchos alevines de ingeniero. Era la de tranvías una compañía castiza, muy bien llevada y que, dicho sea aparte, no he comprendido nunca por qué fue desprivatizada. Torán hizo allí multitud de obras de recuperación de las líneas estropeadas por la guerra, introdujo el famoso tranvía 1001 Fiat y ahí queda su puente de la Ciudad Universitaria, entonces viaducto, hoy paseo, un dispositivo en cantilever que inauguramos juntos: él no quiso que le acompañase ningún empleado y condujo por sí mismo el tranvía gris de obras, lleno de sacos de arena, para probar la resistencia.
Pronto dejó de ser empleado para ser patrono, y su horizonte profesional se amplió al fundar la empresa constructora Coviles que, bajo el lema, muy de él, de «Grandes presas, grandes obras», le permitió desplegar su auténtica vocación: las grandes presas y la hidráulica de los saltos de agua en la que España, como es sabido, tiene una envidiada ejecutoria. Coviles terminó el pantano del Vado, en Guadalajara; el pantano de Guadalén, en Jaén; el túnel del Zadorra para llevar más agua a Bilbao; el pantano del Cenajo, en el río Segura, amén de otras muchas contratas. Las inauguraciones de estas obras no eran nunca sencillas. Al pantano de Guadalén llevó en dos coches-cama, enganchados al expreso andaluz, la flor y nata de la ingeniería de entonces. La explosión controlada para conectar los dos tramos opuestos del túnel del Zadorra pudo acabar con el consejo de administración, y las altas autoridades que asistían a la ceremonia, lanzadas por los aires por la onda explosiva. En el pantano del Cenajo organizó una magna fábula, escrita por Jaime Valle-Inclán; los invitados, presididos por Franco, asistían a una representación de luz y sonido de la lucha del agua torrencial y salvaje dominada al fin por la presa racionalizadora de su fuerza; parece ser que el propio Franco se sintió conmovido y se le saltaron las lágrimas. Porque Torán no tenía en su estudio sólo ingenieros y delineantes, sino también, como los príncipes del Renacimiento, asesores artísticos y literarios: así lo fueron el mismo Jaime Valle-Inclán y el gran novelista Rafael Sánchez Ferlosio, que mantenía abierto permanentemente, en solemne atril, el Diccionario de la Lengua Española, por si Torán precisaba de alguna etimología o del significado recóndito de las palabras que tanto le preocupó siempre. (Una obsesión temprana fueron las conexiones semánticas entre Torán, Toro y Teruel o de la raíz gen de ingeniero, ingenio y genio.
Después de los acuerdos de España con Estados Unidos, Torán creó una sociedad mixta con una empresa americana, Corvetta, con la que construyó una gran parte de la base de Rota. Aquí conviene recordar el invento que hizo del tetrápodo de hormigón, que, por su naturaleza multitentacular, traba las escolleras mejor que los grandes bloques de hormigón y resiste eficazmente los golpes de mar. Pienso, sin embargo, que su más querida realización fue la regulación de la cuenca del Tigris, allí donde la leyenda sitúa el bíblico jardín del Edén. Creo recordar que fue una de las varias actividades de una empresa de consulting que formó con la firma grenoblesa Sogreah, especializada en cálculos hidráulicos. Torán había estudiado con detenimiento las estadísticas disponibles, muchas de ellas procedentes de datos históricos, sobre la pluviometría de aquella región. Y se empeñó y convenció a los remisos dirigentes iraquíes en elevar varios metros por encima de lo que ellos querían la presa principal. Cuál no sería el asombro de Bagdad cuando recién terminada la presa vino la lluvia mayor del milenio y la presa contuvo la inundación. Desde aquel día memorable, Torán es recordado en Irak como un mago o un genio, y posee el título de Padre de las Ideas como, por lo visto, se puede traducir a nuestra lengua el título árabe de gran rango que le otorgaron los dirigentes de aquel país.
Todo ese amor y dedicación a las presas culminó al ser nombrado en Montreal, en 1970, presidente del Comité Internacional de Grandes Presas, que agrupaba a todos los grandes -ingenieros y empresas- de la especialidad. Nombramiento más meritorio en aquellos años en que, por razones políticas, estaba cualquier español prácticamente excluido de esas presidencias internacionales. Como presidente fue llamado a la China de Mao, entonces en plena fiebre de construcción de presas de tierra; sus dirigentes pusieron a su disposición un avión, con el que recorrió el inmenso país, lo que hizo que probablemente haya sido Torán el español que mejor ha conocido China, siempre misteriosa, sea imperial o comunista.
Que los chinos, a pesar de su rechazo actual del maoísmo, guardan respeto por Torán lo demuestra que el trabajo que tenía entre manos cuando murió era nada menos que un Plan de regulación hidráulica de la República de China, encargado por el Gobierno de Deng Xiaoping.
Renuncio a comentar otros proyectos que no llegó a realizar, como el de los convoyes de odres de plástico para que, aprovechando las corrientes submarinas del Atlántico, llevasen agua desde la húmeda Galicia a la sediente Canarias; el del helipuerto de Madrid; el del transportador racional de huevos evitando el espacio muerto que encarece su transporte; etcétera. Sus últimos años, ya vencido por la vida, se entretuvo en teorizar en un aula libre que le brindó el presidente del Colegio de Ingenieros, José Antonio Fernández Ordóñez, y donde habló, ayudado por su compañero Angel del Campo, que «ponía a escala natural las ideas de Torán», sobre Catróptica (o ciencia de la reflexión de la luz) y Eupalinos (uno de los primeros ingenieros griegos conocido), o sobre La lidia de la binormal, ésta motivó algún rifirrafe con un torero retirado que, no se sabe por qué, acudió al coloquio. Publicó folletos y artículos y prologó y patrocinó una edición primorosa de un libro excelente, The heritage of spanish dams, en cuya primera página se reproduce un sello grabado en la piedra frente a la venerable presa de Almansa, construida en 1384, y que demuestra una vez más la afición de nuestro amigo a las significaciones históricas.
¿Y su vida privada? ¿Cómo fue? Aquí le seguí aún más de cerca. Leonor, Lucas, Lilia, Lope, Loyola, León y Loreto fueron los nombres que puso a los siete espléndidos hijos que tuvo con su esposa Leonor, una bella y enamorada española de Cuba, porque para él la mujer fundaba siempre una estirpe que había que señalar con la inicial de la madre. Tuvo muchos amores y amoríos, siempre complicados. Para convencer a una de sus festejadas, me hizo imprimirle un único ejemplar de un pliego de imprenta donde se prolongaban, redactadas por él, las Memorias de Mestanza de mi padre, José Ortega y Gasset, porque así convenía a sus designios, y que naturalmente no sirvió para nada. Mi padre compartió conmigo su amistad: recuerdo que una noche, en Lisboa, en que ambos acudían a una cena donde iban a estar damas interesantes, mi padre le aconsejó que se pusiese una corbata llamativa porque, decía, «la corbata es lo último que le queda al hombre del gallo que fue». Y debo recordar que mi padre regresó por vez primera a España de su exilio portugués, en 1945, en un espléndido Packard de segunda mano, muy del Gran Gatsby, que había comprado nuestro amigo, sospecho que acaso,con esa intención.
Su muerte fue ciertamente una muerte anunciada, porque no hizo caso alguno ni a médicos ni a amigos para cuidarse. Ha muerto relativamente joven, a los 65 años, pero puede consolarnos pensar que ha muerto a tiempo, porque ya no podía emprender -y él lo sabía- nada digno de su estilo, destino y carácter.
Su alma cristiana estaba algo combada por ver el universo, siguiendo a Nietzsche, «como un eterno crearse a sí mismo y un eterno destruirse a sí mismo», y no tiene duda que, en parte, se hizo y se deshizo a sí mismo.
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