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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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La rebelión antiilustrada

Que el hombre necesita instruirse, conocerse y aclararse no sólo es el fundamento de lo que históricamente se ha dado en llamar Ilustración, sino que se estima como una verdad que está fuera de discusión. El hombre se decidió a ser lo suficientemente audaz como para saber encontrar el lugar que realmente le pertenecía. La Ilustración, en revuelta contra las viejas tutelas, los deseos infantiles y las oscuras fantasías, ha ido extendiendo su mano a través del tiempo hasta conformar la herencia secular y universal que compone la sustancia de la pedagogía política de nuestro tiempo. Si el hombre elige utilizar ese instrumento precioso que es la razón, este malvado mundo puede arreglarse, y con esfuerzo e inteligencia, un mundo habitable, armónico y justo irá sustituyendo a la ciega pasión y al engaño de tantos siglos. Mas aún, la marcha del espíritu humano por la historia muestra ya, de alguna manera, que el bien triunfa, que no es una quimera, a pesar de que los riesgos de la caída y del oscurantismo acechan en cada esquina. Este es el espíritu de la Ilustración en su prolongación hasta nosotros.La Ilustración o edad de la razón (y no me voy a detener ante la objeción de cumplido de que no hay una sino muchas ilustraciones, porque ¿hay acaso algún fenómeno interesante en el que no ocurra lo mismo?) es fundamentalmente optimista. El mundo es fundamentalmente bueno. La reproducción de lo existente es, en consecuencia, fundamentalmente buena; es, por eso, un deber. El -Ilustrado más que monoteísta es mononomista: todo se subsume en la gran ley del progreso, de la iluminación sin cese de la humanidad. Su filosofía, por tanto, es adaptativa, integradora y progresiva, mientras que nuestra tarea es la de aprender y enseñar a vivir en este mundo despojándolo poco a poco de su mala corteza, de sus imperfecciones. La ciencia está de nuestra parte y es, en su aplicación, la partera del bien. La tierra es nuestra, más allá no hay nada, y, si lo hubiera es irrelevante, ya que, a los efectos, es como si noexistiera. Tal pensar es realmente positivo: todo lo inunda, nada deja fuera.

El pensamiento ilustrado es, en apariencia, claro. ¿Se puede hablar con la misma claridad de gnosticismo? Se puede, ciertamente. Tiene, como la Ilustración, su historia. El gnosticismo comienza haciendo del conocimiento su pasión. En esto coincide con los ilustrados. Pero pronto dejará su compañía. Frente al optimismo ilustrado se levanta el pesimismo gnóstico. El mundo se le hace opaco, puesto que está lleno de crueldad, desatino y accidentes. El mundo, en suma, es fundamentalmente malo. De ahí que en vez de adaptarse proclame la autodefensa, el liberarse del mundo. De esta forma niega el tiempo, ese tiempo lineal en el que se desarrolla el drama del hombre. Las técnicas, variadísimas y contrapuestas, del gnóstico, no son, pues, de acomodación, sino de extrañamiento. Arrojado en brazos de algo extraño, se siente extraviado sin ceder a la sumisión y a la cordura. Hay formas extremas, como fue el caso del maniqueísmo, en donde se rechaza toda reconciliación. El mal está en su sitio y el bien en el suyo, sin mezclarse. No es ningún azar de la historia que el maniqueísmo haya sido una de las doctrinas religiosas más perseguidas, sobre todo en Occidente, hasta la aniquilación física y espiritual. Y no es nada extraño porque, además de ser difícilmente manipulable desde

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el legalismo político, imposibilita -y esto es lo importante- una ética utilitaria, una normativa intolerante ante la más mínima indiferencia. El gnóstico, en fin, se toma muy en serio la abundancia del mal, confiesa el profundo desconocimiento que rodea a lo que conocemos y no Cree, en modo alguno, que estemos en un mundo ordenado que camina hacia algún satisfactorio estado de madurez. Todo lo contrario: si a algo se parece el universo es a la obra de algún demiurgo ciego, senil o impotente.

Es de suponer que una tal doctrina sonará a los oídos modernos -ilustrados- como una sinfonía desentonada. Que seamos chispas de la divinidad o que nos salvemos por los laberintos secretos de un misterioso conocimiento se considerarán, a lo más, reliquias de un pasado definitivamente enterrado. El gnosticismo, todos los gnosticísmos, serían locura, aberración, incapacidad de convivencia, sombra y calvario de una humanidad que se busca a sí misma. El gnosticismo, probablemente, es eso, pero es también mucho más. Como escribía recientemente un especia-. lista en el tema: "No hay que restar importancia a las causas políticas y sociales del deseo gnóstico de huir del mundo ... La similitud de los temas gnósticos con ciertas manifestaciones de la angustia contemporánea es reveladora: en las grandes sociedades, la suerte se codea con la desgracia... También la soledad, esta soledad del individuo en los grandes Estados, hace más agobiante la muerte e impulsa a considerar más la propia condición". Puede ser, tal vez, un expediente demasiado simple el hacer un gran saco y meter allí, como gnósticos, a existencialistas, psicoanalistas y todo arte de malditos, desde los surrealistas a Kafka y Lovecraft, pasando por los románticos, el Wingenstein joven o el Horkheimer viejo. Hay, no obstante, algo de verdad en ello. Y es que el gnosticismo es una actitud, una tendencia. Una actitud dualista que se manifiesta en algunos momentos de forma especialmente aguda. Y surge porque alguien ha preparado el terreno. Ante la apisonadora de una razón monoteísta sin mezcla alguna y que -R. Sánchez Ferlosio lo ha expuesto bellamente- en su afirmación absoluta crea el peor de los males, el mal disimulado, el gnóstico coloca ante los ojos del bienpensante. el absurdo que nos rodea, el infierno de los hombres y la viscosa omnipresencia de un entorno extraño.

Si el gnosticismo es verdadero o falso sólo lo saben, si lo saben, los dioses. Lo que sí podemos saber nosotros es que una ilustración mediocre genera una revuelta, a veces imprecisa y general, a veces apocalíptica, contra la angustia de la integración forzada. Genera, sobre todo, el rechazo de una moral en la que lo único absoluto es la relación utilitaria de medios a fines (el que cualquiera pase imperceptiblemente de ser una fracción a ser un hereje sospechoso es un mal también imperceptible ante las grandes tareas del Estado). Es una reacción, en fin, contra una política en la que todo tiende a igualarse desde el momento en que negarse a secundarla es caer en las tinieblas exteriores.

Los políticos al uso puede ser que tengan sus razones -y su mérito- cuando se dedican a resolver los problemas poco fascinantes de todos los días. Pero si esos días son buenos para ellos y malos para muchos otros -en aumento si se echa un vistazo al repudio y las protestas contra el horror organizado que lo mismo te da una coca-cola que una bomba-, es de prever que el dualismo, esta vez, tome cuerpo en el mismo corazón de la sociedad. Aquellos, por una parte. Estos, por otra. Ahora bien, el escepticismo es sano y no dogmático cuando está abierto. Cuando está a un paso, incluso, de la esperanza. Los últimos movimientos populares en Europa bien pueden ser un indicio de esperanza, mitigada, sin duda, pero de esperanza al fin y al cabo.

Javier Sádaba es profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid.

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