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Tribuna:TRIBUNA LIBRE / Cómo siento y entiendo la democracia / 1
Tribuna
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España elige la paz

Hay dos libros sobre la democracia, muy conocidos, a los que siempre se acude con provecho como estímulo para la reflexión. Me refiero a La democracia en América, de Alexis de Tocqueville, y a Esencia y valor de la democracia, de Hans Kelsen.Tocqueville fue a Norteamérica en 1831 para hacer un informe sobre su régimen penitenciario, y quedó sorprendido, fascinado, por el hecho democrático. Kelsen es un convencido. El libro de Kelsen tiene un final patético. Recuerda el capítulo XVIII del evangelio de san Juan, que describe aquel episodio de la vida de Jesús en que Pilato le pregunta: «¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?». Jesús le contesta: «Tú lo has dicho. Yo soy un rey, nacido y venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que siga a la verdad oye mi voz». Como Pilato, comenta Kelsen, es un hombre de cultura vieja y, por tanto, escéptico, y está acostumbrado a pensar democráticamente, se dirige al pueblo, somete a plebiscito si, siguiendo la costumbre de la Pascua, se le concedía la libertad. El plebiscito resultó contrario. El liberado fue un malhechor.

Kelsen, ve en el pasaje evangélico una prueba del relativismo de la democracia. Más aún, cree que podría invocarse por los partidarios de la autocracia como un argumento en contra de la democracia. Ahora bien -aclara-, la objeción es digna de respe to con esta condición: «Que ellos, por su, parte, se hallen tan convencidos de su verdad política -dispuestos, si fuese preciso, a sellarla con su sangre- como lo estaba de la suya el Hijo de Dios».

Pienso que la grandeza no está sólo en que Jesús lleva su verdad hasta la muerte. Radlca también en que Jesús, que encarna y enseña la verdad, no la impone, se somete a los otros. Aquí hay algo más que relativismo democrático. Es la democracia plena sellada con la sangre, mas también con la renuncia y con la tolerancia, con la entrega.

La ley

Lo que más sincera y sintéticamente puedo decir de la democracia como hombre de derecho es que la ley es su condición necesaria, si bien no su condición suficiente. Condición necesaria porque así no gobiernan unos hombres a otros, sino que gobiernan las leyes, procedentes de todos. Condición, sin embargo, insuficiente porque la democracia no puede sernos infundida por una voluntad aunque participemos en ella, sino que hemos de asumirla como comportamiento consecuente. Es hábito, sentimiento, conducta y cultura.

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Resumiendo Tocqueville las causas determinantes del mantenimiento de la democracia en Estados Unidos, resalta las tres siguientes:

«La situación particular y accidental en que la Providencia ha colocado a los norteamericanos ( ... ) constituye la primera causa» (explicación geopolítica y providencialista). «La segunda proviene de las leyes» (explicación jurídica). « La tercera procede de los hábitos y costumbres» (explicación histórico-sociológica). Consiguientemente, no basta la ley que se vota. Es indispensable la ley que arraiga y se respeta.

Vivi muy de cerca la experiencia de un comportamiento ejemplarmente democrático más allá de la ley, o mejor, antes de la ley.

Eran los comienzos del proceso constituyente. Celebradas las elecciones generales del 15 de junio de 1977, se hacía preciso constituir y poner en marcha las cámaras legislativas, las Cortes. Faltaba toda disposición legal o reglamentaria directamente aplicable. Como presidente de las Cortes, tuve que suplir la inexistente regulación. Con base en la analogía y en los antecedentes legislativos, articulé, no sin serias dudas, la que entonces llamé ordenación provisoria y provisionalísima, mínima normativa indispensable para que las Cortes quedaran constituidas y en funcionamiento.

El derecho, como tantas veces se ha dicho, se caracteriza y distingue de los demás órdenes de la convivencia porque es coactivo y, en caso de transgresión, se impone judicialmente. En la circunstancia a que me refiero faltaba por completo, era inimaginable el aparato coactivo. Los destinatarios de aquellas normas, que eran los partidos políticos y las coaliciones electorales, los parlamentarios en suma, tan sensibles a la libertad y la legal¡dad, aceptaron una ordenación que no podría ser impuesta ni tampoco fue pactada. Alguien habló entonces de pacto. No lo hubo. Las normas provisionalísimas fueron explicadas y comprendidas.

He ahí un ejemplo de tolerancia. La tolerancia es el grado máximo de la democracia. Por el contrario, la intransigencia, incluso la intransigencia por la democracia, no es del todo democrática.

De la democracia se han hecho muchas frases. Curiosamente, hay en ellas cierta inclinación a la paradoja. Todos recordamos la farnosa de Churchill, un político intelectual. Quizá no esté tan a flor de la memoria la frase de Ortega, un intelectual de la política, sobre todo en La rebelión de las masas. «Este tipo de vida», dice, refiriéndose a la democracia, «no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios».

Mi frase, también un tanto paradójica, es la siguiente: «Estoy convencido de la necesidad de identificar a los gobernantes y los gobernados como sistema de convivencia, de manera que la dicotomía se resuelva en concurrencia y en alternativa. Sólo si se descubriera un sistema en el que se alcanzara mejor ese ideal, estaría dispuesto a dejar de ser demócrata, pero entonces no lo dejaría de ser, sino que lo sería ya irrevocablemente».

El caso español

Está muy difundida la tesis de nuestra inaptitud -e incluso ineptitud- para la convivencia democrática. Algunos rasgos fisionómicos permiten pensar en cierta faltade predisposición.

La ejecutoria histórica de España alcanzó sus cotas superiores cuando.apenas se iniciaba en el occidente europeo la construcción del Estado moderno. Nuestra proyección imaginativa y creadora ha sido más vigorosa a escala mundial, como en la subyugante aventura de América, que en la España interior, en su estructura sociopolítica. La tradición filosófica hispánica se adentra en la teología y en la moral con marcada preferencia respecto de la lógica, la teoría del conocimiento y la filosofía de la política. Fueron los teólogos y los juristas quienes dieron vida a un pensamiento cristiano y humanista que llevó el mensaje del igualitarismo y la concordia a la legislación de Indias y a la institucionalización de la comunidad internacional como órgano de decisión para resolver los conflictos entre los Estados.

Sin embargo, en la historia del pensamiento político carecemos de figuras equivalentes a Montesquieu, Hobbes o Rousseau. Carecemos de ellas o quizá no hemos sabido construirlas. Así, no hemos obtenido todos los rendimientos posibles de la tesis de Francisco Suárez acerca del origen comunitario -popular, en suma- del poder que sólo por delegación pasa a los gobernantes. Habiendo sido el pacto una forma de acción política muy utilizada sobre todo en Aragón, Cataluña y Valencia, no se ha elaborado una doctrina pactista suficientemente fundamentada, con todo lo que significa el pacto en orden a la participación del pueblo en el poder dentro de la Monarquía medieval y de los siglos posteriores.

Hemos tendido a considerar las actitudes progresistas -a veces sólo supuestamente- como la expresión y el apartamiento de lo propio. En esta línea quedan, por ejemplo, el jansenismo, el afrancesamiento, la Ilustración, el krausismo, etcétera.

Las luces de la modernidad no han solido encenderse en España, aunque hayan llegado a ella. Nos faltó un gran despertar democrático, como lo tuvieron Inglaterra (con la evolución progresiva de su sistema constitucional hacia la responsabilidad del Gobierno ante una cámara electiva), Francia (con la Declaración de los Derechos del Hombre), Suiza (con su régimen asambleario) y Estados Unidos de América (con sus tempranas Constituciones y la fórmula unificadora del Estado federal).

El liberalismo inspirador de la Constitución de Cádiz encontró grandes interrupciones y entorpecimientos. Donoso Cortés, el pensador político del siglo XIX más difundido en Europa, sí bien trataba al pobre como hermano, no podía comprender la democracia.

La revolución del 68 no se consolidó. La restauración tomó de la democracia la política de partidos y el ejercicio alternativo del poder antes que el sufragio universal, tardíamente introducido y neutralizado con ciertas prácticas distorsionantes.

La dictadura del general Primo de Rivera, la Segunda República, la guerra civil y el régimen político derivado, son situaciones entre sí contradictorias que se suceden en el tiempel No voy a formular juicios sobre ellos. Diré tan sólo que forman parte de los datos históricos con base en los cuales puede pensarse que nos es imputable a los españoles una falta de continuidad y normalidad democráticas.

Nuestros regímenes autocráticos resultan más comparables con la tutela del menor o del incapaz que con la hegemonía del poderoso.

La transición

El panorama que se percibe mirando hacia atrás no es siempre el mismo. He resaltado lo que podemos llamar las sombras.

Fuera de las sombras o de las nubes, asomándose entre ellas, aparecen los momentos democráticos, y entre ellos la reciente transición política que, entendida en su sentido estricto, comprende desde la proclamación de don Juan Carlos como Rey de España hasta la promulgación de la Constitución el 27 de diciembre de 1978.

La transición ha representado el adentramiento gradual en un proceso democrático. Fue propiciada y modelada por una ley, la de 4 de enero de 1977, hábilmente concebida y ágilmente atemperada a la realidad. Sin embargo, el tránsito no es explicable en términos de estricta legalidad. Tan importante como el marco ordenador fue la respuesta y la participación de las fuerzas políticas y sociales.

Tanto en el plano. de la ley como en el de la realidad, el cambio fue concebido y deseado como una apertura hacia la democracia. Respecto de su intensidad en el tiempo y en el contenido, las opiniones eran variables. La discusión se polarizó en torno al modo de instrumentar el cambio: si había de consistir en una reforma o en una ruptura. Reforma y ruptura se,colocaron en pugna contradictoria. A mi juicio, lo conseguido, sin dogmatismos absolutos, al hilo de los acontecimientos, fue una reforma determinante de la ruptura final.

Faltó la ruptura previa o determinante, el hecho revolucionario y el vacío legislativo; medió un hilo de comunicación entre el anterior sistema político y el nuevo. Reforma, por tanto. Ahora bien, ese hilo de comunicación quedó roto en virtud de la amplia y circunstanciada cláusula derogatoria de la Constitución. Ruptura final, pero incruenta, jurídica. El que podría llamarse andamiaje reformista era retirado. La ley para la reforma, era la primera derogada. Quedaba en pie un nuevo edificio.

La obra conducente a ese nuevo edificío y él mismo suscitaron la curiosidad y la admiración. En aquel tiempo me entrevisté con políticos, diplomáticos e intelectuales extranjeros. Visité con delegaciones parlamentarias diversos países de Europa y América. Se mostraban sorprendidos y satisfechos. Exhibíamos ante el mundo un modelo ejemplar. El pueblo de la Inquisición, las guerras civiles, los pronunciamientos y las corridas de toros supo elegir la paz.

(*) Resumen auténtico de la conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI.

Antonio Hernández Gil fue presidente de las Cortes

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