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La era de la depresión

En un poema publicado en 1947, W. H. Auden hizo célebre la expresión the age of anxiety. Se diría que con la crisis de la sociedad de consumo, con la caída de expectativas, con la desaparición de la anestesia del crecimiento económico, con la permisividad antipuritana, la ansiedad se ha particularizado: hemos entrado en la era de la depresión. Mi hipótesis general es que, del mismo modo que las depresiones individuales (exógenas) pueden interpretarse como respuestas a una pérdida de lazos afectivos, la depresión inherente a nuestra cultura corresponde a una pérdida de relación con el origen, con la «realidad». Hay un clima general de «idealismo» que es el resultado de sustituir lo empírico por lo formal, la realidad por el modelo. Todo son símbolos interpuestos. Lo cual se vive como una frustración y hace surgir un sentimiento generalizado de inseguridad, de pérdida de autoestima (que a veces se neutraliza con una respuesta narcisista). Se percibe en el ambiente una permanente demanda de consuelo, una paradójica necesidad de apoyarse los unos en los otros, a sabiendas de que los otros van a aportar muy poca cosa. Estamos cada vez más informados y menos comunicados. De ahí esa proliferación de «negocios de la soledad» dedicados a la producción y venta de contactos, compañía, relación, sexo; proliferación de anuncios equívocos amparados bajo el rótulo de «relax» o de «masajes», síntoma evidente de una frustración real. Queremos, efectivamente, relajarnos, que se nos dé masaje: cortocircuitos triviales de nirvana. Nuestra fatiga es, ante todo, por la estructura jerárquica de la sociedad: tenemos siempre alguien encima o alguien debajo, casi nunca alguien al lado. ¿Por qué? Pues porque «estar al lado» es deshacer la «pirámide», terminar con el viejo juego de las explotaciones/ consolaciones en cadena. Y porque la genuina sociedad pluralista y descentrada está todavía por inventar; la solidaridad que no se base en la coacción ni en la culpa es algo que todavía nos aterra. Nos aterra en la misma medida en que nos atrae. Pero huimos de la ambivalencia y censuramos el desorden de la libertad.Ahora bien, hay una herida narcisista relacionada con la pérdida de personas u objetos ideales. Entonces puede producirse la respuesta violenta. Vuelve la tentación totalitaria, que es la tentación simplificadora. Violencia, subcultura de la droga, renacimiento de las religiones fundamentalistas, regresiones autoritarias, todo arranca de una misma raíz. Nos aterra la complejidad de lo real y nos descorazona la mediación de los modelos. Así se produce también una forma de desaliento pasivo. Hay un nihilismo de la lucidez. El «problema» es que cada vez somos menos ingenuos y no podemos encontrar un sentimiento de seguridad en ningún metasistema racional. En la medida en que no recuperamos el origen, formamos una sociedad de ansiosos deprimidos.

Hace ochenta años y hoy

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Ansiosos, deprimidos, desconectados, inmotivados, huecos. Richard Sennet, entre otros, ha señalado la diferencia de síntomas entre los pacientes de un psiquiatra de hace ochenta años y los de hoy. Lo propio de la hora es una incapacidad de sentirse estimulado, una falta de síntomas concretos y, en su lugar, un vago malestar endémico. Es el tema del narcisismo, hoy de moda entre los sociólogos americanos. Cuando uno no puede distinguir entre el yo y el otro, cuando la misma realidad es tratada como una proyección del yo, nace un peligro nuevo. Y nace una necesidad de revisar el viejo discurso del psicoanálisis, discurso que estaba basado precisamente en la distinción yo/otro. Sea como fuere, también esa falta de motivación puede tomarse como un síntoma, es decir, como un malestar que no se explica a sí mismo y que requiere un acto de descodificación, una lectura. Como muy bien dice el propio Sennet, los síntomas constituyen un sistema hermenéutico. Pues bien; es un hecho que hoy los síntomas son muy diferentes a los que analizara Freud. Hoy, la histeria y sus fobias derivadas son relativamente raras. Lo que abunda es un vago malestar («desórdenes del carácter», dicen los expertos): el paciente se siente vacío, muerto o disociado de la gente que le rodea. Pero carece de signos neuróticos objetivados. Sucede además algo inevitablemente paradójico: por la misma razón que las expectativas de satisfacción de deseos se han vuelto bastas y amorfas, las posibilidades reales de satisfacción quedan disminuidas. Una vez más vemos realizada la paradoja de la cultura, una proyección de su ambivalencia fundacional. Los pueblos primitivos mantuvieron el contacto con el origen a través de los tabúes y las prohibiciones primordiales. Todo tabú nos acerca paradójicamente al origen en la medida en que, al prohibirlo, nos lo «recuerda». Pues bien, en la medida en que la ciudad secular va levantando el viejo sistema de prohibiciones, la semiótica de la personalidad cambia. La consistencia se diluye en una indiferenciación controlada, es decir, en un falso regreso al origen, precisamente el regreso de todo narcisista. Por ahí se relaciona el tema con la pulsión de muerte freudiana, pulsión a lo indiferenciado, un mal sustitutivo de la mística. Otro fenómeno emparentado es, como he dicho, el de la violencia. Jacques Lacan ha mostrado la relación entre agresión y narcisismo. El deseo humano por excelencia -dice Lacan- es el de ser reconocido por el otro y de ser deseado al ser reconocido. Basta entonces que el otro atente contra la imagen que uno se hace de sí mismo para que la tensión agresiva estalle.

Si no podemos ya encontrar consuelo en ningún metasistema general, concepción del mundo, ideología, religión fundamentalista, tampoco sirve el último gran mito forjado por Occidente, el mito de la ciudad secular. El gran ciclo de la cultura economicista (revolución burguesa) está agotándose tras el canto del cisne de la felicidad consumista. Por otra parte, se produce el efecto

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La era de la depresión

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psicosocial del pluralismo, el trauma que siente cada individuo al verse solicitado por una multiplicidad de instancias, códigos y referencias. Es la torre de Babel de la diversidad de marcos de referencia. De ahí el refugio en la vida cotidiana y en una cierta falsa privatización. De ahí, como digo, el citado tema psicosocial del narcisismo.

Amando de Miguel, siguiendo en parte a Richard Sennet, explica que el narciso ha perdido el sentido de la cosa pública. La personalidad narcisista, que es, aproximadamente, lo contrario de la personalidad puritana, se habría replegado sobre sí misma en esta fase tardía del capitalismo. Educados en una atmósfera particularmente permisiva, una generación de jóvenes desea retener el privilegio del mundo infantil. Ocurre que los grandes perdedores de la crisis económica de los, años setenta, los estudiantes y los jóvenes en general, encima de haber sido orientados hacia un consumo irrefrenado, se encuentran sin empleo. Con ello se alarga la adolescencia de manera inverosímil. De Miguel relaciona el sistema narcisista con la pérdida de valor de la religión tradicional. «El auge de las técnicas de terapéutica narcisista (meditación trascendental, grupos de encuentro) viene a ser como un sustituto de la religión perdida en una era científica, consumista y posfreudiana».

Después de Freud

Posfreudiana es, en efecto, la era. Pero también pluralista. Y, al pronto, el pluralismo produce el shock que se deriva de la quiebra de metasistemas totalizadores. Hay muchos sistemas y ninguno es absoluto. El creyente religioso -decía Freud-, al aceptar la neurosis colectiva llamada religión, se ahorra la tarea de formar una neurosis personal. Si aceptamos esta ecuación, al menos fenomenológicamente, resulta que al salirse de la neurosis colectiva llamada religión uno no tiene más remedio que hacer una neurosis individual. Hoy, tras la anestesia del consumisino despilfarrador y tras la crítica contra la represión, nuevas generaciones se encuentran bruscamente a la intemperie, sin código unitario que les proteja, sin sentido de la complejidad ambivalente y a la busca de alguna religión alternativa. Es el tema de la recuperación del origen. Es el tema de una cultura que desea liberarse del doble vínculo de todo código simbólico, de la demarcación y de la culpa. Y, sólo desde la anterior fase de culpabilidad puede llamarse narcisismo a los primeros tanteos antiedípicos en la nueva dirección. El concepto de narcisismo, la pérdida de límites entre el yo y el resto, es la fase preparatoria para una profundización en la superación crítica de la dualidad sujeto/objeto, es decir, en el nacimiento de una nueva sensibilidad mística.

Pero sobre esta nueva sensibilidad mística, sobre la recuperación ecológica de los valores de una sociedad agrícola (sin necesidad, sino al contrario, de detener el proceso de secularización), deberé ocuparme en algún próximo ejercicio. Porque se trata de uno de los equívocos más profundos de la época: confundir el retorno al origen con la vuelta al confesionalismo o con la rigidez institucional.

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