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La dimisión

La repentina dimisión del presidente del Gobierno cierra el período histórico de la transición hacia la democracia. Cualquiera que haya sido el verdadero motivo de esta renuncia, una cosa resulta evidente y es que, de aquí en adelante, la política de Gobierno será diferente y el clima del poder tendrá en España otras características. Desde junio de 1976 acá, el proceso del cambio institucional fue protagonizado en gran medida por el presidente saliente. El dio un tono inconfundible a nuestra vida pública, compuesto. de matices y aspectos que sería inútil ignorar. El ejercicio del poder tuvo desde entonces una condición solitaria y lejana, envuelta en un deliberado misterio. Había una permanente expectación de sorpresa y desconcierto en la opinión. Los «enterados», que eran pocos, filtraban en claves secretas las interpretaciones ortodoxas de las acciones que iban a venir. Se tenía la impresión de que, junto al Gabinete ministerial, funcionaban en la sombra otros cenáculos más íntimos que ejercían influencias decisivas o, tal vez, manejaban instrumentos crípticos. Invisibles vetos impedían las apariciones televisivas de personalidades y limitaban programas; y los medios de comunicación recibían, de forma directa o remota, advertencias y premoniciones que trataban de constreñir sus actitudes. Era una política imprevisible y de largas sesiones noctámbulas. Todo lo decisivo se desarrollaba entre madrugadas y sobresaltos. Parecía desprenderse de este cúmulo de indicios la existencia de un profundo complejo de desconfianza en las alturas del poder ejecutivo. El recelo era universal. Se sospechaba de todos por definición. Nadie era de fiar. Esa clave psicológica, extraña, pero cierta, producía inevitables rechazos. Quien se sabía sospecho so para el poder, se cerraba en una cautela igual y contraria, lo que hacía difícil, por no decir inviable, el diálogo sincero. La clase política en general se sentía vigilada de modo perenne por unos poderes que desconfiaban de ella. Este incómodo sentimiento se extendía a gran parte del oficialismo, incluyendo el resto del poder ejecutivo.También era visible una extraña alergia a comunicarse con la opinión. El presidente dimisionario «daba bien» en la pantalla electrónica y conocía en sus últimos detalles la estructura funcional de la máquina televisiva nacional, a la que pertenece desde hace muchos años. Y, sin embargo, era refractario a su utilización frecuente. Contrariamente a la práctica generalizada en las democracias occidentales, en las que el jefe del Ejecutivo acude normalmente una o varias veces a la semana a explicar a los ciudadanos la problemática más acuciante de la vida pública, aquí se asomaba muy de tarde en tarde a la pantalla, y también a cuentagotas, a las conferencias de Prensa. Tampoco era proclive a subirse a la tribuna del Congreso para exponer a los diputados sus opiniones o rectificar conceptos del adversario, Era una faceta inhibitoria de su carácter, que luego tenía, en cambio, en el contacto personal, un trato llano, directo y sencillo que cautivaba al interlocutor.

Se ha repetido muchas veces que las etapas de su largo mandato empezaron por el desmontaje del sistema político anterior, que llevó a cabo con minucioso y personal esfuerzo y con éxito indiscutido y plenario, hasta llegar al referéndum de la reforma. Después, las elecciones de 1977 dieron el triunfo y el espaldarazo al partido centrista, unificando con fórceps a sus grupos integrantes. Pero, al no obtener la mayoría absoluta del Parlamento, hubo de elaborarse la Constitución y pactarse la política económica y social en un ámbito de consenso. Fue un gran avance hacia la reconciliación nacional y el comienzo de un modo democrático de convivencia, lo que representó, indudablemente, esta segunda etapa. Nada sería tan injusto como desconocer ese logro y olvidar el sustancioso contenido de tal capítulo. Al presidente dimisionario corresponde el mérito esencial de haberlo hecho posible, aunque reconocerlo irrite a mucha gente.

Una vez instalada la vida constitucional, era preciso volver los ojos a lo que es primordial en la obra de un Gobierno, es decir, a afrontar con resolución y firmeza los problemas que la sociedad tiene delante. El proceso de la transición había acaparado, desde finales de 1975 hasta. 1979, la preferente atención del Ejecutivo. Y era lógico que así fuera, dada la trascendencia histórica del empeño. Pero ahora, establecidas las coordenadas legales dentro de las que debe transcurrir la política nacional, las urgencias no podían olvidarse. Por razones difíciles de comprender, el rumbo del Gobierno salido de las elecciones de 1979 fue vacilante y confuso. Parecía haber perdido su empuje y hasta su razón de ser. Era como uno de esos procesos biológicos en que, terminada la fecundación, se extingue la vida del progenitor. Los reveses electorales de Andalucía, del País Vasco y de Cataluña, las elecciones senatoriales de Sevilla y Almería y el magro resultado del referéndum gallego debieron alertar al mando y a los estados mayores del centrismo y señalarles que algo grave amenazaba la propia existencia del partido si no se ponía urgente remedio a la situación. Quizá de esa conciencia aguda haya nacido la corriente crítica, juntamente con otras variadas motivaciones posteriores. En todo caso, habrá sido la acumulación de circunstancias adversas no superables lo que finalmente llevó al presidente a presentar su dimisión.

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¿Se romperá el bloque centrista como consecuencia de este acontecimiento? Pienso que no sería bueno para la estabilidad futura del sistema democrático si no pueden recomponerse sus piezas. El centrismo responde a una necesidad profunda de los tiempos que vive el Occidente pluralista. Con motivo del reciente congreso laborista, inclinado en sus conclusiones al radicalismo de su izquierda, se han recordado en la Prensa británica los bellos versos de Keats que, aunque referidos a otro tema, parecen adecuados al acontecimiento: « Las cosas se derrumban, si el centro no se mantiene/ y el mundo entero caerá en la anarquía». Things fall apart / the centre cannot holdl mere anarchy is loosed upon the world. Al día siguiente del congreso, una encuesta de opinión daba un 42 % de los interrogados como favorables a la formación en Gran Bretaña de un partido de centro con laboristas moderados y liberales socialdemócratas. El mundo de las naciones democráticas tiende a gobernarse con una política de centro, tanto si los Gobiernos son socialistas como conservadores. Los extremos se automarginan por su incongruencia con los problemas reales, que no admiten soluciones simples ni dogmáticas. El buen centrismo es el que aúna el pragmatismo con la firmeza; la moderación con la autoridad, el middle of the road con un rumbo claro y conocido. Ir despacio no supone perder el camino. Tener en cuenta las otras opciones no significa abandonar la confianza propia.

¿Cuál ha de ser la solución de este vacío de poder que, de golpe, se ha producido en nuestra democracia? Hay que esperar la formación de un Gobierno sólido y estable que llegue a 1983 sin más accidentes de trayecto. Para ello es preciso pactar un programa reducido de prioridades esenciales, que se apoye en una holgada mayoría parlamentaria, acabando con el incómodo y poco eficiente sistema de la búsqueda y súplica de votos para cada proyecto de ley, y no digamos ya para los debates de confianza. La dimensión y gravedad de los problemas planteados exige una respuesta viable. Solamente así cabe iniciar el largo y difícil recorrido que supone despertar de nuevo en el ánimo de la opinión un ideal colectivo capaz de superar el desencanto general que se extiende como una marea por el país entero. El Parlamento está por encima del desprestigio de la clase política.

Defendamos la democracia española en esta hora crítica de su breve historia presente. Demostremos con los hechos y con un buen Gobierno que el democrático es el mejor sistema de todos los conocidos para regir la. vida pública de una gran nación, como la nuestra, en esa hora de la dificultad.

Antonio de Senillosa es diputado de CD por Barcelona.

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