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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Holocaustos

Los CONFLICTOS en torno a las fronteras de Israel, los territorios ocupados durante la guerra de 1967 y los derechos -también históricos- de los árabes de Palestina sobre el hogar del que fueron desalojados por la decisión de las grandes potencias (incluida la Unión Soviética) después de la segunda guerra mundial han contribuido a desplazar la llamada cuestión judía hacia los enfrentamientos entre naciones y los planteamientos de la geopolítica. Sin embargo, los bárbaros atentados perpetrados en Francia durante la pasada semana contra la comunidad judía de ese país nos retrotraen al espeluznante clima de holocaustos y pogromos que se inició en la Edad Media europea y alcanzó su apocalipsis tecnológico en Auswichtz o Dachau. Esta oleada de terrorismo inhumano y salvaje obliga, así pues, a reflexionar no sobre los ajustes de cuentas entre los servicios del Estado de Israel y los activistas de la OLP, sino acerca de ese irreductible núcleo de racismo que anida en las sociedades europeas y sobre el renacimiento de la mentalidad y de las prácticas nazis en nuestro continente.El antisemitismo posee en Francia antiquísimas raíces, comunes a las restantes naciones europeas, que tuvieron un impetuoso rebrote durante la III República, con el affaire Dreyfus, y lograron coartadas teóricas y literarias de ideólogos y escritores tan notables como Charles Maurras, Céline, Drieu la Rochelle o Brasillach. Por lo demás, el racismo no se agota con el antisemitismo. Esa infernal pulsión xenófoba, que necesita cimentar en cadáveres y torturas de los extraños la identidad de la tribu, a veces dirige también su furia asesina contra otras comunidades, convertidas en chivos expiatorios, como sucedió en Francia con los árabes durante la guerra de Argelia y como ha ocurrido con los gitanos en España y en otros países. Aunque el racismo se ceba con los judíos, nadie puede considerarse a salvo de esa sangrienta paranoia, como demuestra el destino de los negros en Estados Unidos o la ofensiva contra los indios y los antillanos en Gran Bretaña. Tal vez por esa razón producen tanto escalofrío el talante anticastellano o antiandaluz de los ideólogos del racismo aberizale y ese difuso sentimiento antivasco que comienza a ser perceptible en algunos sectores de la sociedad española.

Pero si bien el racismo puede cambiar de objetivo para sus odios, el antisemitismo ocupa en Europa un lugar dolorosamente central, unido en las últimas décadas, por añadidura, a los delirios hitlerianos. La cadena de atentados de la última semana en Francia presenta así el cuadro inequívoco del antisemitismo como atributo indisociable del neonazismo y como síntoma de la reaparición en la sociedad europea de la década de los ochenta de esas semillas del dragón que comenzaron a germinar durante la década de los treinta al calor de la crisis económica, del desempleo generalizado y de los temores de las clases medias ante un incierto futuro.

Que los judíos desempeñen contra su voluntad la función de servir de blanco a las frustraciones y a los odios que engendra una sociedad agresiva, que el miedo a la libertad del que hablaba Erich Fromm y la muchedumbre solitaria que analizaba David Riesmann encuentren en el antisemitismo su exutorio y que una vieja y sabia comunidad histórica -que cuenta entre sus hijos a Marx, a Freud, a Einstein y a Chaplin- sea acusada de malvadas conspiraciones constituyen partes de un enigma que no han podido explicar satisfactoriamente ni los historiadores, ni los sociólogos, ni los psicólogos. Tan falso y estúpido es el estereotipo del judío como absurdas e incongruentes resultan las acusaciones que se dirigen contra ellos.

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La humillación, la marginación y el asesinato de judíos desde la Edad Media hasta el holocausto de los campos de exterminio nazis cargan de responsabilidades históricas a la cultura occidental y cristiana. El antisemitismo de la Unión Soviética en nuestros días prolonga los pogromos de la época zarista; el rebrote de odio a los judíos en la Alemania y la Francia contemporáneas remiten no sólo al III Reich de Hitler y a la dictadura de Petain, sino a los albores de la Europa moderna, escenario también de esa vergonzosa página de historia española que fue la expulsión de los judíos por los llamados Reyes Católicos. Pero el reconocimiento de las huellas de Caín en nuestro pasado no debe ni mover a la resignación frente al fatalismo asesino, ni llevarnos a ignorar lo que de específicamente nuevo y todavía más grave tiene el antisemitismo en las sociedades industriales avanzadas, ni ocultar las estrechas connivencias entre el actual rebrote del odio a los judíos con las tramas negras, la internacional fascista y las tentativas de desestabilizar los regímenes democráticos.

Digamos finalmente que las denuncias hechas sobre la eventual participación en las organizaciones neonazis y en la ofensiva antisemita de miembros de los cuerpos de seguridad del Estado francés se producen en un país que sufrió la humillación de la ocupación hitleriana, que se liberó del régimen de Vichy, en parte, gracias a los combates de la resistencia clandestina y que sometió a los colaboracionistas a un proceso de depuración después de concluida la guerra. ¿Alguien puede desechar como irrelevante este dato al evaluar las posibilidades de apoyo que puedan eventualmente recibir las organizaciones terroristas de ultraderecha en un país como el nuestro, que pasó sin solución de continuidad de un régimen autoritario a un sistema democrático?

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