El debate del martes
Tanta ha sido la tardanza y tan singular la resistencia del presidente del Gobierno para comparecer ante las Cortes y la opinión en un debate sobre la situación política, que la sesión parlamentaria del martes próximo amenaza con hacer llover torrentes de desilusión sobre nuestras cabezas. Es imposible en un solo Pleno del Congreso abordar la infinidad de temas que aquejan la actualidad política y en torno a los que las definiciones gubernamentales vienen haciéndose esperar largo tiempo.En un apretado índice de preocupaciones, puede decirse que los temas de las autonomías y la construcción del Estado, la crisis económica y el impresionante aumento del desempleo, el terrorismo y la seguridad ciudadana, la política exterior y el retroceso general de las libertades y derechos democráticos en este país concitan la mayor parte de la atención pública. Cualquiera de estos capítulos bastaría para llenar la agenda de una sesión parlamentaria y en todos ellos es hoy patente la debilidad de la que parte el Goberno en el debate.
No es mi intención por eso, ni podría serlo, pretender en un simple artículo agotar el análisis de una situación compleja que está crispando los ánimos y las conciencias. Y, a la postre, pienso que no debe ser ese tampoco el empeño de los señores diputados. Un debate de política general lo que pone a discusión no es una colección de aciertos o de errores parciales, colección de la que, por otra parte, falta clamorosamente la cuestión de la política exterior en el papel enviado por el Gobierno a las Cortes. Lo que se trata, más bien, es de saber hasta dónde y cómo este pueblo está siendo gobernado y si esa relación de asuntos determinados responde o no a una concepción coherente de la política.
Enunciándolo en términos muy simples, pero que trascienden a la polémica sobre las capacidades de Suárez o las de Fernández Ordóñez, lo que hoy preocupa saber es cuál está siendo la habilidad de la derecha española en el poder para administrar el legado político del franquismo. De qué manera las actitudes y decisiones del partido del Gobierno tienden o no a conservar lo que existía, a transformar la sociedad siquiera en un sentido reformista o a proteger la antigua estructura de poderes e intereses que configuró la vida española durante medio siglo. Pues lo que la opinión pública se pregunta sobre Suárez no es sólo si va a lograr detener la tasa de inflación o si impedirá que acudamos a los Juegos Olímpicos, sino a dónde piensa ir a parar con todas y cada una de sus acciones y omisiones o si piensa siquiera que ha de parar en alguna parte.
La simple mención del nombre del presidente evoca otra de las cuestiones más peculiares del debate de pasado mañana. La sospecha de que la oposición puede caer en la tentación sencilla de convertir aquello en un nuevo debate de investidura, lo cual sería una actitud legítima, pero desorientadora.
Pues no es una persona la que tiene el poder en este país, sino una formación política (UCD), y es ese comportamiento de UCD antes que el del propio Gobierno el que atrae hoy gran parte de las miradas. Eso explica que el reciente relevo ministerial para nada haya significado siquiera un pequeño balón de oxígeno en la deteriorada contextura del Ejecutivo. La advertencia, así pues, no resulta anecdótica. Ni le quita un ápice de valor el hecho de que el propio presidente se haya dedicado con tesón a liquidar toda oposición posible a su liderazgo en el seno del partido y a colocar hace sólo unos días a un hombre de su confianza -¿el número dos de sus validos?- al frente del aparato de UCD. Hoy por hoy, en ésta, como en el propio Gabinete, privan las fuerzas clásicas que han configurado la derecha española durante las dos últimas décadas franquistas, y la presencia de liberales y socialdemócratas (que, por otra parte, ya gozaran de buena salud en esa situación de colaboracionismo descontento durante la dictadura) es puramente simbólica.
Lo que se debe poner a discusión entonces en las Cortes es si esta derecha española está administrando racional y democráticamente el poder y si tiene un proyecto interesante y soluciones posibles que den respuesta, de un lado, a la nueva concepción del Estado que las autonomías suponen, y del otro, a los problemas del desempleo y empobrecimiento progresivos de nuestra población. Todo ello desde una plataforma de defensa de las libertades y de respeto a los derechos individuales que la Constitución establece. Porque lo que sucede es que cada vez parece más evidente que el Ejecutivo se escuda en los problemas reales y acuciantes del país para recortar el ejercicio y uso de las libertades sin obtener por eso ventaja alguna en la resolución de dichos problemas.
Solicitar ejemplos de esto que decimos resulta ya hasta enojoso. Desde la aprobación de la Constitución hasta ahora mismo, y muy especialmente desde las elecciones del año pasado, las tensiones reaccionarias en la política del Gobierno pretenden responder a una inclinación general a la derecha de la sociedad española, presa de cierto pánico y huérfana de líderes que traten de ilusionarla. En este marco de inseguridades y miedos que el terrorismo y la crisis económica han generado, el Gobierno ha demorado notablemente la iniciativa en los temas que tendieran a reforzar el disfrute de las libertades y ha potenciado, en cambio, los aspectos represivos de su función. Toda la política legislativa de UCD y la propia acción del Ejecutivo no se entienden si no es bajo este prisma. Desde la aprobación del Estatuto de Centros Escolares al decreto-ley de seguridad ciudadana, pasando por el lamentable espectáculo de nuestro política exterior, UCD parece hoy más que nunca impulsada por las orientaciones de las fuerzas y poderes tradicionales en este país que han configurado, con breves paréntesis, la política de los dos últimos siglos. Así resulta que casi cinco años después de la muerte del dictador no nos gobiernan sólo las mismas personas y los mismos intereses y fuerzas sociales a las que el franquismo sirvió, sino que lo hacen incluso con la misma ideología y talante.
Pienso que este aspecto de la cuestión debe ser enfatizado, no por salvar a Suárez de sus responsabilidades, sino por apuntar que una solución democristiana (Lavilla) o neocapitalista y tecnocrática (Calvo Sotelo, Pérez-Llorca) al vacío de liderazgo político que el partido del Gobierno sufre no resolvería en absoluto la cuestión de fondo, antes bien, en muchos aspectos acrecentaría los tonos retrógrados de la actual política gubernamental.
Por lo demás, si se admite este análisis, se comprende entonces fácilmente todo lo que está pasando. El Estado de las autonomías no funciona porque UCD se ha acercado medrosamente y sin fe a él, recelando de cualquier opinión militar al respecto y tratando de desvirtuarlo o de manipularlo a cada paso. Es inconcebible que a estas alturas de aplicación del Estatuto, con un Parlamento y un Gobierno vascos en ejercicio, no haya sido capaz el partido del Gobierno de definir cómo y cuándo va a salir la Guardia Civil de Euskadi o si no debe salir, o de abordar con alguna valentía y lucidez política un plan de pacificación para la zona que no se hurte en sus previsiones al problema real de las medidas de gracia.
Por seguir con los ejemplos, la crisis económica difícilmente se solventará sin una orientación decidida de nuestra política exterior, de un lado, y sin una reforma del gasto público que contemple la propia reforma de la Administración, del otro. Las reluctancias, comprensibles pero deleznables, que padece un partido nucleado de altos burócratas acostumbrados a vivir del pluriempleo estatal -cuando no de los permisos de importación-, como es UCD, imposibilitan a corto plazo una acción eficaz en este sentido, necesaria de todo punto, por otra parte, si se quiere democratizar el aparato del Estado. La indefinición ya reiterada de nuestra política exterior, más preocupante toda vez que este año somos país anfitrión de la Conferencia Europea de Seguridad, nos está llevando a un espectáculo de confusionismo en el que se mezclan las dependencias excesivas de las potencias ex tranjeras y los sueños un tanto histriónicos sobre el papel que podemos jugar en los conflictos internacionales. Las pomposas referencias al imperio de la ley en la declaración gubernamental al Congreso más parecen un sarcasmo, viniendo como vienen, de un Gobierno que ha tratado de ocultar la corrupción de sus funcionarios (TVE) o los casos de violación de derechos humanos (Herrera de la Mancha) y no es capaz en cambio de controlar las actividades de sus servicios de información y de sectores de las fuerzas de seguridad.
Lo más trágico del caso es que toda esta actitud retardataria y obstruccionista de los derechos constitucionales -en donde los ataques a la libertad de expresión no deben ser minimizados- no ha conseguido siquiera los efectos inmediatos de una mayor autoridad o una mayor fuerza del Gobierno. Mientras los derechos del ciudadano medio, incluyendo entre ellos el derecho al empleo y el derecho a la seguridad, se ven cada día más amenazados y sus libertades más recortadas, el impresionante crecimento del terrorismo vasco y el de la extrema derecha y el auhiento de las dificultades económicas ponen de relieve que el retroceso democrático presidido por UCD no ha mejorado para nada nuestra posición ante la crisis.
Y frente a este problema de fondo que el próximo debate parlamentario suscita (¿es o no capaz la derecha, son capaces las fuerzas sociales que la sujetan, la Iglesia, el Ejército, el dinero, la burocracia del régimen, de conducir ef'icazmente el país en un sistema de libertades?), la oposición, y notablemente la oposición socialista, debe tratar de dar respuesta a la otra gran pregunta del electorado: ¿existe o no una alternativa racional y moderna desde la izquierda a estos problemas? Si la sesión del martes puede contribuir a disipar las dudas sobre esos dos aspectos, podrá decirse que el Parlamento y el sistema habrán comenzado a cobrar entre los ciudadanos el crédito del que están necesitados.
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